lunes, 24 de marzo de 2025


 

 

 

 

 

   BUENOS AIRES NO EXISTE

  Pablo Müllner

                    

 


 

 

 1. BUENOS AIRES NO EXISTE.

Los pobres, los marginados, los excluidos ya nunca volverán a recorrer Buenos Aires como ánimas en pena. No porque se hayan terminado las diferencias de clase, de género, las de ideología o sexualidad. Simplemente porque Buenos Aires ya no existe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                        “DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

VERANO DEL 2001 

 

Era una noche más de una larga serie de noches de verano. Solo tenía un viejo y ruidoso ventilador de pie para combatir el calor. No se podía dormir y se había quedado hasta las cinco de la mañana buscando citas a ciegas por Internet. Hablaba horas y horas y hasta revelaba su rostro a través de las cámaras. Sin embargo, ninguna de las chicas parecía querer transgredir el límite del ciberespacio. A pesar de su insistencia, Pablo se

sintió aliviado. Temía que cualquier acercamiento real al sexo opuesto sería un fracaso.

Cuando la sala de chat quedaba vacía, buscaba información sobre su diagnóstico y la medicación que le habían recetado:

 

“Lamotrigina es un medicamento utilizado especialmente para el trastorno bipolar. Sirve como un estabilizador del ánimo, y ha demostrado ser eficaz en el tratamiento de la depresión. La forma en la que actúa es desconocida, se cree que opera sobre los canales de sodio, bloqueando la descarga neuronal repetitiva. Tiene menos efectos colaterales que otros fármacos que ejercen la misma acción, como la carbamazepina. También se utiliza para el tratamiento del dolor neuropático, las migrañas, el desorden esquizoafectivo, y el estrés postraumático.”

 

“Estrés postraumático”, dijo y se quedó ojeando todas las páginas que permanecían abiertas. En rigor, ni siquiera eran páginas, eran “pop ups”, ventanitas que saltan sobre el monitor y que para los navegantes de Internet son consideradas basura.

Comenzó a cerrarlas casi sin leer. Hasta que le llamó la atención una:

“Ésta es tu oportunidad: Se busca Joven Autor Inédito con intenciones de hacer carrera en el mundo literario. Hacé click para leer las bases del concurso”. La publicación tenía la caricatura de Ernesto Sábato, remedando la postura del Tío Sam.

Pablo arqueó la vista, volvió sobre los potenciales peligros del uso de la Lamotrigina: “Entre los efectos colaterales se encuentran nerviosismo, irritabilidad, insomnio, alucinaciones, ataques de pánico, enojo, posible sensibilidad de la piel o acné, parálisis facial, pérdida de la memoria y fantasías de suicidio. Por lo que es recomendable una estrecha supervisión médica.”

Quien pudiera tolerar por sí mismo un estado depresivo como el suyo se salvaría de esos potenciales riesgos que más que efectos colaterales parecían plagas bíblicas. “Efectos colaterales”, repitió en voz alta, con ambas manos en la cabeza y el gesto de un grito en la cara. Miró alrededor, cayó otra vez en su hábitat real sin paracaídas. “¿En qué se convirtió este cuarto?”. La habitación que dentro de la casa de sus padres se había vuelto su casa, se iba poblando de objetos inútiles –juguetes de su infancia, álbumes de fotos, revistas viejas, películas en VHS, ropa sucia–, tenía olor a encierro y la ventana estaba cubierta con recortes de diarios que había adherido con cinta scotch, y que ahora no permitían ver hacia la calle. El prolijo estudio se había convertido en una pocilga.

Hacía meses que no respondía ningún llamado. Cuando su madre atendía el teléfono, él ya le había dado un catálogo de excusas. Ahora pensaba que si su vida podía verse con la ligereza de una comedia de situación norteamericana, él mismo hubiese grabado un mensaje así:

 

Hola, soy Pablo Molina. No es que no esté en casa ahora, al contrario: tengo fobia social. Me siento inmovilizado en una gran telaraña, sin fuerza siquiera para atenderte. Tengo miedo de salir a la calle. También tengo palpitaciones y tengo sudor frío y tengo insomnio. Y no termina ahí: creo que son todas cosas de un “estrés postraumático”. Así que por favor, dejá tu mensaje después de la señal.

 

“Haga click aquí para acceder al sitio web de Editorial New Search”, leyó en voz alta. Una página muy rústica, de ésas que se armaban bajo el dominio “topcities.com”, suerte de prefabricadas, que formaban parte de la zona más proletaria de la metrópoli de Internet. Esa región virtual lo tenía varias horas, más de las aconsejables, como visitante, como turista y hasta como un stalker, revisando correo basura, trayendo recuerdos o incorporando nueva, pero inservible información a su cabeza. Era casi lo único que hacía desde que había abandonado su empleo.

El año anterior había esperado el fin del mundo, como eso no había sucedido se consiguió un trabajo de encuestador en el Instituto Nacional de Estadísticas y Censo, conocido como INDEC. La encuesta en la que trabajaba se proponía relevar los hogares de los inmigrantes de países limítrofes en la Capital Federal. Los primeros seis meses fueron bastante tranquilos. Luego de la cursada en la facultad Pablo se administraba para trabajar unas cuantas horas por los barrios porteños. A mitad de año le renovaron el contrato por otro semestre. Aunque su labor se había complicado: le asignaron asentamientos precarios del conurbano, es decir, villas miserias. Pero al final de cada mes cobraba un cheque sustancioso. A fines de noviembre no quiso saber nada más con ese trabajo. Cuando le ofrecieron renovar el contrato por un tercer semestre dijo que había conseguido un nuevo empleo.

Al parecer, la experiencia lo había hundido en una profunda depresión.

Antes de que empezara el verano se había convertido en un ermitaño. Ya entraba en el tercer mes de reclusión. Su psiquiatra, el Doctor Pérez Borgia, creía que su cuadro era una especie de “melancolía crónica”. Pablo estaba convencido de que había un hecho puntual ocurrido durante sus horas de trabajo, que lo había traumado. Pero que no podía recordar. Pérez no le daba mayor importancia a esta idea, y cuando Pablo insistía en ella, la calificaba de una ocurrencia muy cinematográfica. Cuando le confesó que no tenía ganas de seguir viviendo, en cambio, le recetó 200 mg. de Lamotrigina por día.

Miró con desdén la página de la Editorial New Search. Desde el menú de inicio se podía acceder a las Bases para el Concurso Narrativa Breve 2001. Sin pensarlo un segundo, pero sin mucho entusiasmo, había decidido participar, aunque las bases le resultaban un poco largas de leer. Nunca antes había escrito por fuera del colegio, pero siempre había imaginado relatos. Ahora  las palabras “efectos colaterales”, repicaban en su cabeza. Y en un tono más bajo, una voz le prometía dictarle una historia para silenciar ese eco molesto. Parecía prometerle que iba a resguardarlo de sus males, a cambio de materializarla. Resopló, y se puso a estudiar el teclado.

El primer obstáculo era su imposibilidad de escribir sin mirar las teclas. En las clases de mecanografía del colegio nunca había podido aprender de memoria la posición de cada letra. De todas formas, se pasó toda la noche escribiendo. Mientras redactaba lo que parecía un dictado secreto, el tiempo voló. Cuando tuvo que releer y corregir, sintió que esa voz misteriosa lo había abandonado. Parecía más el proyecto de un cuento, el planteo de una historia que todavía no había sido contada.

Cuando ya empezaba a amanecer, pensó que lo mejor era enviar el texto. Lo pasó por el corrector de Word, suponiendo que así quedaría libre de errores. Justo antes de despachar el correo electrónico se dio cuenta de que no las bases no le permitían dar a conocer su nombre real. Entonces esa misma voz que le había dictado la historia le sugirió un seudónimo. El título, en cambio, lo tenía ya en mente antes de ponerse a escribir, y como no tenía ganas de ponerse a pensar, escribió sin rodeos:

 

“Los efectos colaterales”, por Leopoldo Simesko.

 

Oprimió “Send”. Al encender la luz sintió que le picaba el cuerpo. Antes de acostarse en el colchón que estaba directamente sobre el  piso y a pocos metros de la computadora, desinfectó el contorno con un insecticida en aerosol que desde su encierro mantenía siempre a mano. Mientras conciliaba el sueño se sentía más y más aliviado de problemas. Nadaba en el mar, en el horizonte divisaba una isla que cada vez se encontraba más cerca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LOS EFECTOS COLATERALES[1]

 

Ésta es la historia del señor S, un oficinista solitario al que lo atormenta una  pesadilla que se repite noche tras noche. En el sueño, corre a lo largo de un laberinto en total penumbra. Lo persigue algo muy peligroso, pero que no puede ver. Podría ser tanto una jauría de perros como un hombre con un cuchillo oxidado. El laberinto tiene puertas y ventanas, pero están todas tapiadas, y el señor S tiene tanta prisa que no puede detenerse a abrirlas. Corre y corre, y cuando cree que ya el corazón le va a estallar, encuentra una puerta entreabierta… Se abalanza como si detrás estuviera su salvación. Al franquear el muro ve algo horrible. Tan horrible que al despertar nunca logra recordarlo.

Este sueño recurrente se va transformando en su obsesión. Y cada vez que lo asalta, no vuelve a pegar un ojo por el resto de la noche. Al consultar con un psiquiatra se le receta una medicación con efectos colaterales muy fuertes –nerviosismo, irritabilidad, insomnio, alucinaciones, temblores, enojo, acné, ataques de pánico, fantasías de suicidio– que no logra subsanar su malestar.

En ese deplorable estado debe soportar su pesada jornada laboral…

El señor S es empleado administrativo en una dependencia estatal donde reina el caos. Allí se dedica a trabajar a un ritmo vertiginoso. Se siente inseguro y asediado por el ojo ajeno en parte por su propia ansiedad, en parte por la exigencia de Wanda Grey, una jefa opulenta y prepotente. Aunque él prefiera imaginar que los contratiempos de sus días son el resultado de sus persistentes pesadillas, del insomnio que les sigue y de la medicación.

Lo cierto es que día a día lo espera en su escritorio una pila más y más grande de papeles. Cree que debería exigirle a Wanda Grey una repartición más justa de las tareas pero siempre termina obedeciendo sus órdenes despóticas.

Mientras, Wanda vive quejándose de la mugre, la dejadez y el desorden de todo el personal. “Nadie me escucha,  ¿se da cuenta?… Usted es distinto, yo le prometo que si me ayuda a sacar adelante el trabajo atrasado, voy a darle una oficina propia”, le dice una mañana al señor S, apoyándole casi uno de sus pechos sobre un hombro.

Así, sin mirar qué hacen sus compañeros a su alrededor, él baja la cabeza y acelera su marcha.

El primer tiempo el señor S cumple todas las tareas con una media sonrisa y un suspiro, diciendo siempre antes de iniciar el día: “Paciencia… Alguien tiene que hacerlo”. Escuchar esas palabras hace feliz a su supervisora o, por lo menos, esboza una sonrisa agria. Aunque lejos de felicitarlo, le exige. Le exige.

Pasadas unas cuantas semanas, el señor S ya solo tiene contacto con Yolanda, una ordenanza paraguaya que le acerca hasta su escritorio una pila de papeles en un carrito, sin siquiera mirarlo. Él ni se inmuta: se dedica sin descanso a procesar la documentación en su computadora, convertido en un autómata. Ya no escucha la radio de música oriental desde el escritorio donde se sentaba una mujer coreana. Ni recibe los comentarios de otro compañero que vivía hablándole de fútbol y cuando había mucho trabajo lo miraba y le decía: “Estamos en el horno”. Tampoco oye los sollozos de otra joven oficinista que se la pasaba toda la mañana peleando por teléfono con su novio.

La única visita que recibe, además de Yolanda con sus pilas de papel, es la de Wanda, quien viene a controlar que cumpla su tarea con “ritmo, color y alegría”.

Luego del primer mes comienzan a aparecer los verdaderos problemas. En cada recoveco de la antes pulcra oficina, encuentra un desperfecto: una lámpara sin luz, una gotera, algún estante del armario roto, los cajones del fichero trabados. Intenta comunicarse con el personal de mantenimiento pero ante la mirada reprobadora de su jefa, se da cuenta de que él mismo debe resolver esos inconvenientes. Frente al nuevo trabajo responde de la misma manera: “Paciencia… Alguien tiene que hacerlo.” Y así continúa un tiempo más, hasta que un día oye cómo a sus espaldas, su jefa, junto con Yolanda, se burla de él. “Es un pobre diablo”, la escucha decir, y ambas estallan en carcajadas.

Pasados varios meses, el señor S siente pesadez y frustración. El trabajo se ha convertido en una tortura. Ahora Yolanda va y viene durante todo el día, alcanzándole hasta su escritorio pilones de papeles que transporta en una carretilla más grande. Finalmente, el señor S comienza a murmurar insultos que ya no puede contener. Cuando toma consciencia de sus palabras, agacha la cabeza como si fuera a venirle un golpe.

Un día, sin ningún aviso previo, se halla en completa soledad en su oficina. Al recorrer la habitación contigua encuentra sobre los escritorios, pilas de carpetas con post-its amarillos que indican “Sr. S: urgente”. Entonces comienza a cargarlas él mismo en la carretilla y llevarlas hasta su cuarto. Cada vez que regresa a la habitación contigua y vuelve a mirar, las pilas de papel han crecido. Por lo que decide quedarse un rato vigilando, hasta ver quien viene a dejar las nuevas pilas. Así descubre que, con solo voltearse y volver a mirar, los papeles se multiplican, aparecen solos, sin que nadie los transporte.

“Debo estar enloqueciendo”, dice al borde de las lágrimas. En ese momento, una avalancha de papeles comienza a inundar la oficina. El señor S se pone a correr como un animal enjaulado. Camina sobre montañas de carpetas e informes que han crecido tanto que llegan por lo menos a un metro del piso. Solo puede ver el reloj colgado en la pared que avanza tres segundos y retrocede uno. Hundiéndose entre el papel, buceando entre las carpetas, logra alcanzar una ventana. Al abrirla ve que afuera no hay nada: nada en absoluto. Debería estar el sol calentando las calles ruidosas del microcentro como suele suceder los mediodías de verano. En cambio, alrededor de su oficina se cierne una oquedad negra de la que surge un zumbido. Cuando intenta salir, con solo asomarse un frío atroz le entumece el cuerpo. Al cerrar la ventana, su rostro se ha convertido en una mueca con la mandíbula que asemeja al grito. Los papeles y las carpetas están a punto de llegar al techo.

En ese instante logra recordar el sueño recurrente: siempre empieza escapando en la oscuridad. Cuando sus ojos se acostumbran, puede ver que en realidad está en una construcción llena de pasillos y callejones. Corre sintiéndose perseguido hasta encontrar una puerta con luz. Al ingresar descubre que esa entrada conduce a su oficina: allí lo espera nuevamente su trabajo.

Hasta esa noche había conseguido huir por la misma puerta y de esa manera despertar. Esta vez los papeles son tantos que han bloqueado la salida y se abalanzan sobre él, quedando atrapado en su propia pesadilla.

Al día siguiente, Wanda y Yolanda encuentran la oficina en las condiciones de siempre. Se quejan del desorden y la mugre como es rutina. Mientras Yolanda calienta el café, Wanda levanta el tubo del teléfono y busca el número del señor S, alterada.

Desde un zócalo de la oficina, una pequeña cucaracha observa la situación. Se acerca a Wanda e intenta trepar por su pie como si quisiera llamar su atención. Al sentir las patas de serrucho sobre su tobillo, la jefa da un grito y se sacude. Luego, mientras la cucaracha se revuelve boca arriba sobre el piso, la aplasta.

“Ahí tenés”, le dice y se mira la suela manchada.

EL PRIMER PSIQUIATRA

 

—“Los Efectos Colaterales” fue lo primero que escribí bajo la personalidad de Leopoldo Simesko, hace apenas una semana. Y desde entonces, no pude parar de escribir…

—¿Querrá decir el seudónimo de Leopoldo Simesko?

—Sí, es el seudónimo que elegí. Pero es más que un seudónimo... Es su voz, y desde entonces cada vez que escribo su voz me dicta. Es el personaje que me asaltó esa noche y desde entonces no se ha despegado de mí… No puedo controlar su voluntad. Cuando se aparece me tengo que poner a escribir en cualquier lugar y horario…

—Cuando usted dice Leopoldo… ¿De quién habla?

—Es una historia larga, debería haber empezado por el principio…

—Adelante, lo escucho…

—Cuando trabajaba en el INDEC recorría una villa miseria en un lugar perdido de Ciudadela en el oeste, no me parecía difícil. Era una zona que creía conocer bien, además la villa parecía una pequeña manzana, ubicada justo al pie de un puente que cruzaba la avenida Rivadavia. Era un puente para automóviles. Cuando entré al pasillo que se abría en el medio de la cuadra, me encontré con algo inimaginable.

—¿Qué cosa?

—El lugar era… es un verdadero laberinto. Alrededor de donde se alzan las ligustrinas de los laberintos, había casas del mismo color que el cemento gris del piso como cuevas de una ciudad de gnomos y enanos. En cambio siempre asomaba alguna persona y me indicaba dónde quedaban las casas que debía encuestar, señaladas con números azarosos. Por ejemplo la vivienda 12 estaba junto a la 11 pero para llegar a la 13 había que hacer mil vericuetos. Siempre había una persona de cuerpo escuálido que me ayudaba a continuar o encontrar la salida. Fueron tres días de trabajo. Nunca tuve inconvenientes. Adentro de las casas me encontraba con familias enteras de seis, siete y hasta once hijos que dormían en unas asfixiantes habitaciones sin piso, con una superficie acolchonada. Había muchas cosas en común que me daban que pensar.

—Por ejemplo…

—Todos trabajaban con máquinas de coser. Todos habían venido del interior o de Paraguay o de Perú o de Bolivia por trabajo. Y vivían en esos pequeños cuartos donde apenas entraban las máquinas. Y cosían todo el día mientras se turnaban para dormir en sus camas. Todos estaban aparentemente conformes con el trabajo, cosían y cosían todo el día pero no se quejaban, me ofrecían mate. Yo me imaginaba las fábricas textiles abandonadas de San Justo y como esta gente era una especie de obreros fantasmas. Y como una vez por semana alguien venía a recoger el trabajo en un camión, sin pensar si comían o dormían.

—Claro.

—Todo marchaba sobre ruedas hasta que llegué a la casilla trece. Antes de golpear la puerta, intuí que me esperaba algo distinto, un peligro. Una mujercita enclenque me había señalado el camino pero me aconsejó que no vaya. No le hice caso y seguí hasta encontrarme con el lugar. Era una habitación ínfima que quedaba en un recoveco del laberinto en un espacio en forma de “L” donde había un patio lleno de botellas y un perro atado. El perro me ladró un buen rato, yo no me moví. Lo miraba. Tenía la cara comida por la sarna y era más parecido a un murciélago que a un canino. Pensé que iba a morderme.

—¿Lo mordió?

—No, enseguida se calmó. Miré mis papeles y vi el nombre del habitante: Leopoldo Simezsko.

—¿Leopoldo Simesko?

—Sí, su nombre era tan llamativo que lo tomé prestado como seudónimo, sacándole la “z” intermedia.

—Entiendo. ¿Y?

—Me abrió la puerta un hombre tan demacrado como ese perro. No puedo describirlo, no podía reconocer sus rasgos de tan sucio que estaba. Parecía alto, estaba muy encorvado, casi esquelético. Su rostro estaba repleto de costras. Dijo pase, pase. A mí me sonaba más al bisbiseo de sus pulmones. Tenía un pantalón gris lleno de manchas oscuras con un cable como cinturón y una musculosa amarillenta y agujereada. La piel de los brazos parecía de sapo. Sentí rechazo, tuve ganas de irme. Me invitó a entrar con la palma abierta y no pude evitar seguirlo. El olor era indescriptible y nunca quise imaginarme qué lo producía. Cuando me pidió que me sentara, miré alrededor: la casilla tenía una sola ventana y el vidrio estaba pintado de marrón oscuro. No había más luz que la que entraba por la puerta entornada. No había sillas; solo su cama de caños de metal con una colcha percudida, y alrededor las cosas que juntaba de la calle: botellas, cajones, chapas, ruedas de bicicleta, zapatos... Y en torno a ese conglomerado, comencé a verlas: eran muchísimas, diría cientos, cientos y cientos de cucarachas yendo y viniendo por toda la habitación. Tragué saliva como si empujara mi asco debajo de la lengua y me senté ahí. En ese contexto le realicé la encuesta.

—¿Qué le preguntó?

—Lo mismo que a todos.

—¿Puede contarme?

—Sí, claro. Vivía en El Chaco y llegó para trabajar en una fábrica textil a los veintitrés años. Lo único que siempre supo fue manejar la máquina de coser. Ese era el trabajo de sus padres. Acá logró vivir en una pensión, se casó y tuvo una hija. El trabajo disminuyó y la fábrica presentó la quiebra. El poder judicial administró la fábrica hasta cancelar las deudas y después la clausuró definitivamente. Lo que quedó de la empresa lo manejó una oficina del municipio, desde donde le ofrecieron manejar a él una máquina en comodato. Ahí tuvo que irse a vivir a la villa. Su mujer lo dejó, se volvió a la provincia para darle un mejor futuro a su hija. Nunca más las vio a ninguna de las dos. De ese modo tan precario trabajó durante diez años hasta que la máquina se rompió, dos veces, primero la arreglaron, pero la segunda vez se la quitaron para siempre. Se deprimió, hizo changas y en ese momento vivía de juntar cosas en la calle. “¿Esto es para ayudarme?”, fue lo único que dijo al terminar el cuestionario.

—¿Y qué le contestó?

—Lo que me habían dicho que conteste en el cursillo instructivo para encuestadores: “Esta encuesta no tiene como fin diseñar programas sociales”. Creo que no me hubiera perdonado mentirle. Entonces él lloró. Creo que me olvidé de las costras y quise darle un abrazo. El olor era tan penetrante que sentí náuseas. Ya había terminado de hacer todas las preguntas, pero él seguía llorando. Le dije: “chau”. Él dijo: “chau”. Cuando estaba por cruzar la puerta, me volví unos pasos, y le dije: “Ojalá todo mejore.”

—¿Y?

—Dijo gracias. Nunca voy a poder olvidarlo.

—Comprendo.

—La otra noche, al momento de ponerme a escribir, quise contar la historia que me había contado Leopoldo Simezsko. Pero no podía ponerme en su lugar, no podía hablar de la vida de un linyera. Una vez leí una novela de un escritor que habló de los combatientes de Malvinas, dicen que la escribió en pocas noches mientras consumía cocaína. Hablaba del terror de la guerra. Yo siempre me pregunté cómo era posible semejante artificio. Cómo alguien podía creer que ese miedo narrado era real. Entonces pensé: “Si voy a hablar de una desgracia, tendrá que ser una desgracia propia, por más pequeña que le parezca a otros, tendrá que ser algo mío.”

—Ajá. ¿Entonces?

—No sé, me salió ese cuento. Un hombre pequeño aplastado por la burocracia, no ya como un simple obrero sino como un propio agente de esa burocracia. Me dijeron que se parece a Kafka pero yo no creo. Para mí fue más como si Leopoldo Simeszko me lo dictara.

—Entiendo…

—¿Qué entiende?

—Que tenía razón. Decía que había un hecho traumático, y así era. Es lo que acaba de narrarme. La escritura de ese cuento lo ha curado.

—Pero usted me dijo que no cree en curas mágicas, al estilo de la terapia que muestra Hollywood… Ahora no me diga que porque recordé eso estoy curado.

—Nunca creí que estuviera enfermo, estaba un poco deprimido nada más.

—Estoy deprimido.

—Confío en que pronto dejará de estarlo, yo confío en usted. ¿Usted confía en mí?

—Yo… no sé, sí.

—Bien. ¡Deme un abrazo!

—…Le… ¿gustó?

—¿Qué cosa?

—El cuento…

—Es un muy buen ejercicio de catarsis…

—¿Le parece que es bueno como cuento, como para ser publicado y que pueda ganar un concurso?

—No sé, yo no soy quien para juzgarlo en esos términos. Pase lo que pase, lo importante es que es un buen ejercicio de catarsis, eso es lo que cuenta.

 

Ese mismo día –12 de febrero de 2001– para mi asombro, mi primer psiquiatra, el doctor Pérez Borgia, me dio el alta. Le dije si no le parecía un mal síntoma el hecho de que no pudiera controlar los espacios y tiempos de mi escritura. Él dijo: “No, para nada. Me parece fenómeno. Siga para adelante.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VII CERTAMEN LITERARIO EDITORIAL NEW SEARCH

 

Bs. As, dos de diciembre de 2001.—

Estimado/a autor/a:

 

            Sr. Leopoldo Simesko su cuento titulado LOS EFECTOS COLATERALES ha sido seleccionado por Editorial NEW SEARCH para integrar la próxima edición de JÓVENES AUTORES INÉDITOS, en la categoría NARRATIVA BREVE, antología a ser editada en ENERO DE 2002. Del grupo de escritores publicados se seleccionará a TRES ganadores, entre los que se otorgará el primer premio y dos menciones.

Las menciones contarán con una plaqueta honorífica de bronce. El primer premio incluye la edición de una obra inédita en solitario. Para más datos concurrir a las oficinas de nuestra Casa Editorial.

 

Cordialmente,

 

ERNESTO FUNES DAHLURT

Chief in Editorial Managment

Editorial New Search

 

 

La carta le llegó por correo, en sobre membretado y todo. Aunque bien podría haber sido una botella lanzada al mar que llegaba hasta la orilla de una isla, en la que era un náufrago voluntario, sin pretensiones de rescate alguno.

 “¿Seré yo?, se preguntó. Sí, “Los efectos colaterales”, ese era el nombre, pero cómo puede ser que sea finalista. Eso ni siquiera era un cuento. Era, era...”

Pero no había nadie a la redonda: estaba en una playa cubierta de vegetación exótica y el calor hacia que el sudor de la frente cayera, nublándole la vista.

 De pronto, entre unos arbustos lejanos, surgió un rostro adusto y curtido. Lo miraba desde lejos y le decía, con un gesto que no dudara de que se tratara de él, que para él era la carta. Y al mismo tiempo, le decía que sí: el cuento era una cagada. A lo que Leopoldo le contestaba con un gesto obsceno.

Enseguida sintió que las plantas de los pies le ardían como si estuviera parado sobre brazas. Corría por la arena blanca hasta llegar al piso prieto y mojado de la orilla, que era un alivio. Cuando el agua traslucida le llegó hasta sus rodillas, la arena cedió y fue succionado hasta caer como por un tobogán a su cuarto en penumbras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DIECINUEVE DE DICIEMBRE

 

Era el mediodía. Leopoldo Simesko andaba por las calles del microcentro vestido de imán para los rayos solares: traje negro, zapatos y camisa al tono. Llevaba una gastada carpeta de cuero con su cuento “Los efectos colaterales” bajo el brazo, iba en busca de las oficinas de Editorial New Search. “Paraná 637, faltan tres cuadras más”, se dijo. El paso apurado ya era parte de él, incluso si se dirigiera a visitar la tumba de algún pariente. Sin embargo, ahora la palabra “finalista” le daba a su marcha un tono más realista.

Algo se agitaba en su interior, entre incómodo y agradable, y no podía descubrir qué. “¿Estaré dando los primeros pasos hacia un nuevo destino?” No, no, no. Era algo mucho más concreto, la costura de su reciente operación de apéndice le picaba, parecía aún fresca. Cuando intentaba trotar para pasar un semáforo en verde, la sutura le cerraba la boca del estómago y no lo dejaba respirar

Además, Leopoldo no traía slips, porque no había encontrado ni un calzoncillo limpio en su casa. En cambio, se había puesto un traje de baño de lycra, que con el calor se pegaba a su cuerpo y con el roce de las piernas le había sacado un sarpullido entre las ingles. Lo incómodo de la situación le había hecho recordar con nostalgia a su exnovia, Elena. Se lamentaba, mientras rememoraba los domingos de sol, en la casa de los padres de ella, en Parque Leloir. Por la mañana despertaban juntos en el cuarto de la joven. Desayunaban juntos. Ella incluía en su lavado semanal los calzoncillos de su novio. Todo había terminado la mañana que él descubrió los calzoncillos de otro en el placard. Eran boxers Calvin Klein y unas medias Newman. En ese mismo momento Leopoldo se supo derrotado. Quiso quedarse con la imagen de su cara sorprendida, bloqueó los oídos a todo lo que Elena dijo para justificarse.

La primera medida para olvidarla había sido cambiar por completo toda su ropa interior y sus medias. Cada mancha de lavandina, cada borde descolorido de sus calzones le recordaría por siempre a Elena. Aun así ahora que ni siquiera tenía ropa interior, por su ausencia ella volvía a su memoria. La última vez que la vio fue para pedirle que le devolviera su alianza de compromiso. Ese mismo día había ido al joyero para que fundiera los dos anillos en uno solo, más ancho y más grueso, que desde entonces llevaba en el anular izquierdo. Mientras seguía caminando, Leopoldo contemplaba el anillo. Con la misma mano, tenía por momentos el impulso de rascarse la entrepierna.

Paró en un kiosco y compró una botella de Coca-Cola. El dulce helado de la Coca le hacía recuperar fuerzas. Era como un brote de felicidad instantánea. Caminó bien derecho, la frente alta, hasta que el roce le despertó un ardor insoportable y no tuvo mejor idea que aplicar la botella fría en la zona afectada. Una señora que pasaba confundió el gesto y le susurró: “Degenerado.”

“No, no, señora, no es lo que piensa… ¿Por qué le tengo que dar explicaciones?  Piense lo que quiera.”

“¿Cuánto faltará para llegar a la Editorial New Search?”

Estaba a dos locales. A la altura señalada en la carta, había un cuarto de ésos donde se instalan los negocios de fotocopiado para obtener una ganancia de temporada. Me huele raro, pensó. Olía a mucho papel nuevo, pero también a transpiración, fritangas y cigarrillos baratos. Un hombre gordo con la camisa semiabierta, que apenas sobrepasaba el metro y medio, era el lugar de donde manaba gran parte de la pestilencia. Con la mirada algo desorbitada, iba atendiendo uno por uno a los jóvenes escritores inéditos y los despachaba en menos de cinco minutos. Justo adelante de Leopoldo, había un par de chicas con soleros floreados y anteojos que esperaban su turno. Les preguntó:

—¿De qué se trata esto?

—No sé, bien la verdad. Te piden cien mangos por cada cuento y con eso arman una antología. Después de ahí eligen a un ganador y le publican un libro individual.

—¿Y ustedes van a publicar?

—Yo no. Solo vine a acompañarla a ella.

—Yo sí, voy a publicar mi cuento. ¿Vos?

—Todavía no estoy seguro. ¿Cómo se llama tu cuento?

—“El día que estalló Buenos Aires”, lo quiero publicar aunque haya que pagar, porque si gano quiero editar una novela del mismo nombre. La tengo hace mil y ya me cansé de presentarla en concursos.

—Ah, mirá. ¿Y de qué se trata?

—Es una distopía, con Buenos Aires de escenario… Hubo una gran catástrofe en la Ciudad, nadie recuerda bien que sucedió, pero desde entonces se vive en estado de anarquía, y hay un grupo de estudiantes que intentan…

—Ah, mirá vos, mi cuento se llama “Los Efectos Colaterales”… Y tengo también una novela que continúa esa misma historia, pero no está terminada. Es más creo que no tiene final… En fin, mucha suerte.

—Gracias… Suerte para vos también.

 

Cuando llegó su turno, supo que el gordito era el Chief in Management de la Editorial, aunque se parecía a un enano bigotudo que actuaba en películas porno americanas, lo cual ya era bastante repulsivo como para no querer saber más de él ni de su negocio. Pero mientras lo escuchaba hablar de su editorial, Simesko se vio rodeado de docenas de cajas con manuscritos firmados por autores desconocidos. Eso le despertó cierta intriga detectivesca. “Este lugar parece una oficina armada por un día, qué gordo ladrón. Debería levantarme y decirle: Gordo trucho, la concha de tu madre. Dejá de robarle a la gente que tiene ilusiones.” Sin embargo, se quedó quieto, mirando con cara de decepción y dijo:

—Te doy la mitad… Tomá: cincuenta mangos.

Ernesto Funes Dahlurt, Chief in Editorial Management, aceptó el trato.

Simesko había salido de su “despacho” con la autoestima aún más baja que antes. Mientras se iba, musitaba: “La puta que me parió. Soy un pelotudo. Le di cincuenta pesos, aun sabiendo que es todo un curro. Esta antología no existe. Cómo voy a publicar un cuento en un lugar como éste. Debería ponerle una bomba a esta cueva, hacerla estallar.”

“El día que estalló Buenos Aires”… “El día que estalló Buenos Aires”… repicó en su cabeza, como si fuera una contraseña secreta que abría el portal hacia el caos: vio fuego, escuchó sirenas y gritos, sintió el humo subiendo por su garganta. Todo sin siquiera haber salido de la oficina de la editorial. Ya en la calle, intentaba respirar profundo y sentía que no había aire suficiente. Dio unos cuantos pasos y se apoyó en un árbol. No era irreal, estaba sucediendo: un grupo de manifestantes corría de la policía arrojando piedras y hacía explotar en mil pedazos los vidrios de la Editorial New Search.

Se cubrió con su saco la cabeza y corrió a ciegas hasta lograr resguardarse detrás de un contenedor de basura. “Buenos Aires no existe, Buenos Aires no existe, Buenos Aires No Existe…”, se repetía una y otra vez, sentado, abrazando sus piernas. Había momentos en los que Leopoldo creía literal, fervientemente en esa afirmación. En esos intervalos –a veces de apenas unos minutos, otras, de todo un día– tenía revelaciones de un mundo escondido y fabuloso, que más tarde se evaporaban, y eran olvidadas hasta el siguiente trance. Mejor dicho, eran olvidadas a medias, dado que pasaban a formar parte de su novela.

Enseguida un gas lacrimógeno impactó cerca del contenedor, y al esparcirse sintió que perdía todo punto de apoyo: era como si su cuerpo estuviese a merced de aguas agitadas… Se desvaneció. En el sueño soñaba que se ahogaba.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL SEGUNDO PSIQUIATRA

 

—Vamos, vamos, no se asuste, respire profundo… Ya recordó suficiente.

—No, no, hay más, doctor Waiss. Mucho más…

—Vamos, salga, no se sumerja otra vez… Repóngase. Vuelva conmigo, apoye los pies sobre la arena.

—Es que hay mucho más. Si se tratara de una historia serían por lo menos cuarenta capítulos…

—Sí, me imagino, pero por ahora es suficiente…

—¿Le parece?

—Sí, claro, fueron como cinco capítulos. Además estamos casi sobre la hora. Voy a contar de diez a uno. Cuando llegue a uno va a despertar, Leopoldo.

—Está bien, está bien…

—10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1…. ¿Cómo se siente?

—Estoy transpirado, tengo frío, es como si tuviese fiebre.

—Mientras salía del estado más profundo de la hipnosis creyó que se ahogaba. No debió suceder eso, el mar era una imagen de paz para que regrese a un lugar agradable antes de despertar por completo. ¿Recuerda algo?

—Sí. Estaba tan deprimido que al ver el mar quise que el agua me tragara.

—Estaba deprimido. Lo dijo bien, tiempo pasado.

—Sí, estaba deprimido antes, y lo que ocurrió en torno al cuento que escribí me puso peor. Sentí que el destino me colocaba al borde de un precipicio, apurándome a tomar la decisión final.

—Lo que sucedió en torno a ese cuento… Por más malo que sea, ya no puede hacerle daño.

—¿Le parece tan malo?

—Yo hablaba de la estafa del editor, de la desilusión, pero si me pregunta por el cuento en sí…

—¿Y el cuento?

—Es bastante terrible, ¿no? ¿Cómo se le ocurrió?

—No se me ocurrió…  como ya dije: fue la voz de un fantasma que me lo dictó una noche de verano, el verano pasado.

—¿Un fantasma? ¿Acaso no era el hombre de la villa que encuestó cuando trabajaba en el INDEC?

—Y ahora es un fantasma porque está muerto.

—¿Cómo lo sabe?

—El año pasado, cuando logré recordar el encuentro con Leopoldo Simezsko, inmediatamente mi médico me dio de alta del tratamiento psiquiátrico y me puse a escribir con vehemencia. Tanta que me parecía que se estaba yendo de mis manos, como si él fuese un fantasma y yo el cuerpo que elegía para poseer a su voluntad. Había noches que no dormía y escribía sin parar y al día siguiente era un estropajo humano. Pasados unos meses la situación comenzó a inquietarme y quise volver a ver a Simezsko para ver si podía sacármelo de la mente de una vez por todas. Pensé en darle dinero o alguna ayuda, y así quedarme en paz con su recuerdo. Una tarde junté coraje, fui a visitarlo, y me encontré con el lugar en ruinas… se había prendido fuego su casilla. La Casilla 13. Pregunté a todos sus vecinos, creían que se durmió con un cigarrillo encendido. Aunque a mí me rondaba la idea de que lo habían matado, no sé bien por qué, quizá para sacarse un problema de encima. La cosa es que está muerto, por lo que tiene todo su derecho a ser un fantasma.

—¿Usted cree en fantasmas?

—No estoy seguro de que haya vida después de la muerte, pero para mí es un fantasma de mi cabeza. El cuento es la prueba misma de que ese fantasma existe.

—Es una prueba dudosa, como dicen los abogados.

—Sean los espíritus de los muertos que se aparecen como una sábana flotante con agujeros en los ojos y la boca, o sean solo fantasmas de nuestra propia mente, son fantasmas al fin, ¿o no?...

—Digamos que le doy mi aprobación en ese punto, ahora… si le angustia un cuento malogrado, olvídelo. Olvídese del cuento, y del fantasma que se lo dictó, y de todos los disgustos posteriores. Propóngase escribir otros cuentos mejores. ¿De qué le sirve torturarse por lo que ya pasó?

—No busco torturarme, trato de entender cómo se desarrollaron los hechos a partir de entonces, lo que los juristas llaman “la cadena causal”...

—¿Con qué objeto?

—Es que creo que pude haber evitado todo lo que paso después… En eso quiero indagar, por eso necesito conservar ese cuento, ese nombre. No olvido que en realidad soy Pablo Molina, aunque cada a vez que usted me nombre o yo me refiera a mí en tercera persona, en la transcripción que estoy haciendo de la historia, yo seré Leopoldo Simesko.

—Es su historia, haga lo que le parezca más conveniente. Siempre y cuando sepa que es simplemente un seudónimo. Y no se torture, la enfermedad no puede manejarse con la voluntad. Las cosas irán mejorando en la medida en que respete el tratamiento.

—¿Así de simple es todo?… ¿Mi rumbo depende siempre de que respete el tratamiento?

—No sea melodramático, Simesko. Además, otra vez estamos hablando del pasado. Es muy simple: no hay vuelta atrás para eso. Ahora debe confiar en que está por el camino correcto. ¿No es más reconfortante verlo de esa manera?

—Es cierto.

—¿Por qué no empieza a pensar en el presente? Piense que su vida comienza a partir de ahora.

—Está bien, pero entonces… ¿Por qué me hipnotiza? ¿Por qué practicamos la regresión?

—Ese es el trabajo que hacemos acá, en la terapia, dos horas por semana. El resto del tiempo no se torture con eso. Viva su presente.

—¿Es así de fácil?

—Leopoldo, nadie puede hacer otra cosa, se vive en un presente continuo. Es el destino común a todos.

—¿Y la gente que hace grandes planes, que se pone objetivos y los cumple?

—Usted está tratando de salir de varias situaciones, digamos, complicadas. Sin embargo, para todos es igual: el pasado ya dejó de existir, por más doloroso que haya sido, ya no puede dañarlo. Es el agua que está ahí quieta, como en una postal, ni siquiera puede hundirse en ese mar.

—¿Y el futuro?

—El futuro es tan solo una proyección de deseos, de miedos, de buenas y malas intenciones. De planes humanos que se frustran o triunfan por causas que en gran proporción le son extrañas. Y así puedo darle miles de ejemplos más, lo cierto es que el futuro no existe. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí… Pero mi primer psiquiatra, el doctor Pérez, que me dio el alta el año pasado me dijo que escribiera y fue así llegué a este presente lleno de problemas… ¿Sabe qué creo? Creo que escribir me trajo todos estos problemas, y así y todo no puedo dejar de hacerlo…. Y si todo sigue igual siento que voy a terminar por perder lo poco que me queda, ¿me entiende?

—Bueno, tranquilícese… Vamos a reforzar un poco la medicación, y nos volvemos a ver el viernes.

—Lamotrigina 100 mgrs.

—No, no, quetiapina 200, el antipsicótico que estaba tomando. ¿No lo recuerda?

—Sí, claro… es que se me confundieron los tiempos, hace un año en el tratamiento anterior tomaba Lamotrigina 100 mgs. En mi cabeza el tiempo y el espacio se me mezclan. Los hechos del pasado se me confunden desde… desde que escribo sobre ellos.

—Es extraño… Escribir deberías ayudarlo a ordenar su cabeza. ¿No lo cree?

—No lo sé. ¿Es un deber?

—Busque dentro de usted… Intente dejar de lado momentáneamente su novela y escriba para poner en orden su cabeza. Asómese a ese precipicio que es la mente, indague más de cerca…

—Doctor, si me acerco más, me caigo.

 

 

 

 

 

 

 

 

15 DE FEBRERO DE 2001

 

El Aula 1013 está ubicada en el séptimo piso del Palacio de Justicia de la Nación. Allí ingresa el Dr. Álvaro Francese, titular de cátedra. Ronda los cuarenta y cinco años, es singularmente pequeño y regordete, del tipo de regordetes pequeños a los que el traje ciñe, dejando a la vista retazos de la camisa en los pliegues, llegando a dificultarles el movimiento e incluso el habla. En la habitación colmada de estudiantes, muchos comentarán su asombroso parecido con el actor Danny De Vito y culpa de sus murmuraciones, desoirán su clásica presentación.

“Este es el servicio gratuito que presta la Facultad de Derecho a todos los habitantes que no pueden pagarse un abogado. Y ustedes serán los que presten ese servicio por un año como última prueba antes de convertirse en profesionales. Yo soy nada más que un coordinador, así que si hacen su trabajo bien, yo no tengo que trabajar. Resumiendo: un sistema perfecto. Todos contentos.”

Luego de dar una sonrisa irónica, agrega los tres consejos que folclóricamente menciona en las primeras clases, levantando el índice de su mano derecha: “Nunca se le da el teléfono de casa a un consultante. El resultado no los compromete más allá de lo profesional. Y por último, por exagerado que les suene esperen lo inesperado…”

Esa última frase llega como un eco a los oídos de sólo cuatro estudiantes. Y repercute en sus imaginaciones de formas diversas. Uno la razona con ojos brillosos de codicia, estimulado por el mal ejemplo de los abogados de la televisión. Otro, menos soñador, con indiferencia, porque sabe que acabado este trámite de un año ocupará el sillón del padre en el estudio jurídico. Otra chica de gruesos anteojos, levanta la frente con solemnidad, como la alumna que soporta la bandera argentina sobre el hombro en los actos patrios.

Para Leopoldo Simesko, en cambio, esperar lo inesperado, es precisamente eso. Mientras escucha “lo inesperado”, observa una pequeña cucaracha asomar desde el maletín del Dr. Francese, intentando alguna especie de comunicación a través de sus antenas. No comparte con nadie ese avistamiento. Silenciosamente, la ve abandonar el portafolio, bajar el escritorio y perderse entre las oscuras tablas del piso de madera. En un instante, piensa que, culpa de su silencio, la cucaracha se reproducirá secretamente en los zócalos del Palacio, hasta alcanzar el número suficiente como para infestar el edificio y luego desplegarse como un movedizo manto negro sobre todo el microcentro, incluida la Plaza de Mayo y la Casa Rosada. Queda obnubilado, como si el insecto hubiese entrado por algún hueco a su preocupada cabeza. En ese mismo grado de abstracción, una hora más tarde recibe sin demasiado entusiasmo a su primer consultante.

Mirando la tarjeta, Simesko solicita que ingrese “Arévalo, José”. Enseguida asoma por la puerta una figura masculina que a la distancia, se ve alta, delgada, vestida con campera de cuero y jeans, pero que en el lugar de la cabeza tiene algo más parecido a una vela de cera derretida, con el cordel quemado en la punta y todo. Cuando se sienta junto al escritorio, enfrente suyo, Simesko adquiere una visión más detallada del cráneo del Señor Arévalo: parece una esfera abollada formada de diferentes capas expuestas a jirones, con colgajos de colores que van del rosa pálido al rojo bermellón, que podrían ser cortes de telas en distintos tonos de rojos, o, mejor, cortes de diferentes jamones: cocido, paleta, crudo, salame, mortadela... Por lo demás, la cabeza se compone de un par de orificios en espiral donde hubo orejas, los ojos que parecen huevos hervidos sin cáscara –adheridos a las cuencas muy precariamente, como con cinta scotch–, un mechón de pelo quemado que despunta en la parte superior, dos retazos de gasa enroscados conteniendo alguna hemorragia a la altura de la nuca y, más abajo, un tajo reseco y blancuzco desde donde surge lo siguiente: “Vine porque quiero divorciarme.”

—Se-señor... Arévalo... Cuénteme… Desde el principio.

—Mientras dormía mi mujer entró en la habitación, me roció con kerosén y me prendió fuego.

—Entiendo.

—Es muy doloroso.

—Me imagino.

—No creo que pueda imaginárselo.

—No, es decir, no sé lo que se siente, pero puedo imaginar… que le duela.

—Disculpe la intromisión, yo dirijo al grupo. Soy el Doctor Francese, encantado. Sólo intervengo cuando es necesario. Existe para nuestra práctica la necesidad de aclarar una cuestión técnica, a la que llamamos “la cadena causal”. Para ser más simple: ¿nos puede referir las circunstancias en las que se produjo el incidente?

—Yo estaba durmiendo.

—Antes, señor, antes de eso...

—Ah, sí. Habíamos discutido.

—Siendo el marco una discusión y el incidente, y, si usted quiere... digamos, divorciarse, hay que determinar, si sus razones están contempladas por el Código... a ver...  ah, sí... “lesiones graves”.

El Dr. Francese, le habla al oído a Simesko apuntándole un formulismo olvidado, Simesko afirma con la cabeza, y vuelve la mirada al Sr. Arévalo:

—Es nuestra obligación como auxiliares de Justicia preguntarle si existe alguna posibilidad, por remota que fuera de… ¿recomponer el vínculo?

—¿De?

—De… digamos… ¿Salvar al matrimonio?

El Sr. Arévalo estalla en llanto. El titular de cátedra mira a Leopoldo y le hace un gesto de aprobación con la cabeza y la boca fruncida, como diciéndole: “Muy bien”. Pero Simesko se abstrae. Su mirada sobrevuela a su consultante, quien continúa llorando, al resto de los practicantes –que parlotean hacinados en el aula– y se eleva hasta quedar fija en un punto oscuro y móvil, como una luciérnaga apagada, que se corre a la esquina de su córnea cuando intenta enfrentarla. No experimenta ningún sentimiento conocido. A su manera, Simesko vive a la espera de lo que nadie espera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ATRAPADO, DESESPERADO

 

Apenas un mes más tarde, Leopoldo se sentía atrapado, desesperado. Se perdía en los laberínticos pasillos del Palacio de Justicia, hasta dar con la oficina del Patrocinio Gratuito. Su falta de norte se debía en gran parte a ser incapaz de decir “no”. Y así iba acumulando más y más responsabilidades. No podía decir “no” a los pedidos de los consultantes en el Patrocinio Letrado por la tarde. Incluso le había dado su número de celular a José Arévalo. Y tampoco podía decir que no a nadie en el trabajo que había conseguido por la mañana en un Juzgado sobre Avenida de Mayo. Ser el recién llegado en una estructura vertical significaba responder a veinte pedidos al mismo tiempo, teniendo siempre el oído y la sonrisa dispuesta.

Por sobre todas las cosas, lo desesperaba ver cómo bajo la pila de papeles que iba acumulando en su carpeta quedaban cada vez más atrás los borradores de su novela.

Mientras tanto había comenzado a oír voces. Las voces interiores, que podían estar sugiriéndole una línea o planteándole una situación para continuar la historia se confundían con las voces reales. Esto traía consecuencias dañinas sobre su memoria y su capacidad de razonar. Había momentos donde caminaba por la calle y escuchaba una voz detrás. Al girar la cabeza se daba cuenta de que era su imaginación. Otras veces él mismo recitaba en voz alta las líneas que le dictaba su mente mientras caminaba a una velocidad absurda por los pisos del Palacio, en busca de un expediente. A cada paso conseguía que el entorno lo considerara un poco loco.

“¿Adónde irá ese muchacho tan inquieto?”, se preguntaba una auxiliar de justicia cuando lo observaba desde la mesa de entradas mientras hundía un puñado de criollitas trituradas en una taza de té hasta convertirlas en una pasta desagradable.

Había mañanas en las que se sentía tentada de seguirlo y se asomaba casi hasta llegar a la puerta de salida de la oficina donde trabajaba. Enseguida aparecía su compañera, que desempeñaba el mismo cargo pero tenía el doble de antigüedad, y por eso la retaba y le controlaba todo lo que hacía. Con mirada inquisidora le decía: “Concentración, Hilda, concentración… Las distracciones, el ocio son inexcusables para un oficial de la justicia. A ver, decime… ¿por qué mirás a ese imbécil? ¿No te das cuenta de que vive perdido? Así no se llega a ningún lado, Hilda.”

Hilda agachaba la cabeza avergonzada, veía la taza con la pasta de galletitas, y le devolvía la mirada como diciendo: “Y nosotras, ¿adónde llegamos?”

Por las tardes, invariablemente lo veía salir de la oficina para volver a su casa, miraba el reloj colgado en la pared y contaba las horas que le faltaban a ella para abandonar la oficina. Su rutina en los tribunales, aunque más pacífica que la de Leopoldo, le daba a Hilda un largo suspiro de ahogo. Sin embargo, verlo de espaldas le daba una pequeña felicidad: “¡Qué inquieto es! ¡Y qué ajustado le queda el pantalón!”

A Simesko ni siquiera eso lo divertía, no veía la hora de sacárselo y preparar la cena en calzoncillos. Atribulado de voces y rascándose la comezón alérgica en las ingles, hacía todas sus tareas domésticas. Y al fin, cuando se disponía a escribir algo, se quedaba dormido sobre las hojas de su novela, babeándolas, durante su sueño inquieto.

En esa época tenía una pesadilla recurrente. Era náufrago en una isla desierta. Esta isla no tenía palmeras ni frutos exóticos. Era yerma y austral. El sueño se presentaba con diversas variantes. A veces la escena sucedía por la tarde y simplemente se quedaba viendo el mar, azorado, mientras el sol bajaba y comenzaba a tiritar de frío. A veces era de noche y ponía todo su empeño en tratar de armar una balsa. Pero terminaba desarmándose por su impericia a la hora de amarrar las maderas. Justo antes de despertar se preguntaba: “¿De dónde carajo saqué toda esta madera?”.

Otras veces, en cambio caminaba por la costa y encontraba decenas de pingüinos cubiertos de petróleo que emitían chillidos desesperados. Sumido en su propio desamparo, no se preocupaba por ellos hasta que una voz le decía: “Esos pingüinos son tus esperanzas.” Esta última variable era más angustiante.

Al sonar el despertador y recordar la pila de papeles que lo esperaba en la oficina pensaba si no era mejor ser el náufrago de la isla desierta. Mientras se iba despertando, razonaba que las dos situaciones entrañaban el mismo problema: el hombre desarmado ante su destino, ya sea en un laberinto de responsabilidades o en una isla desierta.

Hasta que en un sueño vio una mano amiga, removiendo las capas de petróleo que amenazaban a sus esperanzas, y soltándolas otra vez en agua fresca, cristalina. Si las esperanzas eran pingüinos, el agua pura debía representar a las ideas bien encauzadas. Pero era viernes por la tarde y Simesko se había quedado dormido en el Aula 1013 del Patrocinio Gratuito. La mano amistosa le dio un golpe con el índice en la oreja justo sobre el lóbulo derecho.

 

—Viernes, digo… Walser, ¿Qué carajo querés, Augusto?

—No te calentés, Leopoldo. Te estabas quedando dormido.

—Por eso mismo. La puta que te parió.

 

Leopoldo había leído que un poeta llamado Saint-Pol-Roux cuando dormía colgaba en la puerta de su habitación un cartel que decía: “EL POETA TRABAJA”. Ahora sentía que el destino no era por demás injusto con él. Si despertarlo de su sueño creativo era suficiente para irritar a un joven aspirante a escritor, el destino tampoco ayudaba a la mayoría, escritores o no.

Desde hacía unos cuantos meses se oían redoblantes, fuegos de artificio y gritos de altavoz de los manifestantes que merodeaban el Palacio de Justicia, como parte de una rutina diaria. Corría 2001: las esperanzas, al igual que algunas raras especies de aves, eran vida en extinción.

Palabras más, palabras menos, esto fue lo que concretamente sucedió esa tarde de marzo. Augusto Von Walser, otro practicante del Patrocinio Jurídico, había visto a su compañero Leopoldo, subrayando un libro y redactando oraciones en un cuaderno justo antes de caer dormido sobre el asiento. Alcanzó a leer algo que no tenía relación con el derecho: “Cuando vio entrar a la Prosecretaria, el escribiente tuvo la rotunda visión de su Wanda. Su propia Venus de las Pieles, pero en una versión mucho más pequeñita y chillona.”

 

—¿Qué leés, Leopoldo?

—La Venus de las Pieles.

—¿No será la Venus de Milo?

—No, esa es la estatua. Ésta es la Venus de las Pieles, y el autor es Leopold Sacher-Masoch. Leopoldo, ¡Como yo!

—Ah, no lo conozco. ¿Y escribís también?

—Por ahora anoto algunas ideas sueltas… Cosas que se me van ocurriendo y quiero poner en la historia.

—¿Qué historia?

—Estoy tratando de escribir algo, sí.

—Ah, entonces escribís una novela.

—Ponéle. Pero no te tomés muy en serio lo que digo. Vengo dándole vueltas hace unos meses, pero no la termino nunca.

—¿De qué se trata?

—Del escribiente de un juzgado y sus problemas.

—O sea, de vos.

—No, para nada. Al principio era un cuento, donde el personaje terminaba muerto bajo una pila de papeles. Reencarnaba convertido en cucaracha y moría bajo el taco del zapato de una mujer.

—Tiene sentido. Esa es tu jefa, la que te vuelve loco. ¿Y cómo termina?

—Ahora no puedo terminarla. No encuentro la vuelta de tuerca para darle un final... Quizá se trate de eso mismo: una situación circular.

—....

—¡Claro es eso! La historia no tiene fin, porque la burocracia no tiene fin… ¿Cómo puedo contar eso en una novela?

—¿Qué no tenga final? Poné esto: tiene que resolver uno de estos expedientes que nos dan acá, que están abiertos desde hace mil años y no tienen resolución. Cuando se pone a trabajar en el expediente, y la frustración de no poder cerrarlo, lo pone en un estado de delirio del que nunca logra salir. Fin.

—Podría ser… Es muy buena idea, pero es tuya ¿por qué no la escribís vos?

—Me da fiaca, además soy malo escribiendo, preferiría filmar esa historia. Era una idea inicial que tuve para firmar un corto, ahora quiero hacer una serie. ¿Te conté que estudiaba filmación?

—¿Te puedo robar la idea?

—Las ideas no son de nadie, dicen los anarquistas.

—Es cierto, pero vos no sos anarquista.

—Es cierto, pero la frase es buena.

—¿Puedo tomarla prestada?

—Sí, con tal de que la termines.

—Ojalá, me parece que me esfuerzo mucho, y no tiene sentido. Pero es más fuerte que yo.

—¿Qué cosa es más fuerte que vos?

—La historia. Es como una fuerza invisible que me obliga a escribir. ¿Suena a que estoy loco?

—A mí nunca me pareciste del todo normal. Yo tengo una tía que da talleres de escritura, y gracias a ella, un tipo pudo terminar una novela, y se ganó un premio, y se la publicaron.

—¿Es escritora tu tía?

—Sí… No, pará, es poeta. No me acuerdo. Tiene un par de libros editados, pero nunca los leí.

—Bueno, si es que editó libros es porque es escritora, ¿no?

—Ponéle. Tiene varios tipos de talleres, algunos más amateurs, pero tiene uno más selecto, para jóvenes escritores inéditos que ya tienen obras en proceso. Yo creo que vos podrías entrar en ése.

—¿Te parece?

—Sí, por qué no. Así empezó este flaco que te decía –ahora no me acuerdo el nombre–: se ganó un premio y le dieron plata para publicar la novela. La noticia salió en un diario, mi tía guarda el recorte y se lo muestra a todo el mundo porque ahí le hicieron un reportaje donde la nombra a ella. También parece que se lo dedicó, pero en la familia no todos le creyeron porque ahí dice Irma, y hay muchas Irmas. Te puedo pasar el número, quizá te ayude.

—¿Cómo se llama? Capaz que la conozco.

—Irma, ¿no te digo?

—¿Irma qué, boludo?

—No sé, en realidad era esposa de mi tío, el hermano de mi vieja, ahora enviudo y usa el apellido de soltera. Es esloveno, muy difícil.

—Está medio pirada pero es copada; de libros sabe mucho. Tomá, llamála y preguntále vos.

 

Augusto garabateó un número de teléfono en un escrito jurídico, cortó el papel y se lo dio a Leopoldo. Esa misma tarde él llamó a Irma, la poeta y le preguntó el apellido pero no logró retenerlo. Era difícil, como polaco o yugoslavo, de ésos que concentran gran cantidad de consonantes en la última sílaba: “wietkz”, “witz”, “wistchszt”.

Irma parecía una mujer mayor pero nada lenta, enseguida le sonsacó una cita a fuerza de amabilidad e insistencia. “Qué modo tan dulce, tan tierno, pero firme, hasta diría autoritario”, se quedó pensando, después de oponerse un rato. “Debe tener talento esta señora y también deber ser medio insoportable. Tengo que ir a verla, ya me comprometí, qué me parió. Bueno, quizá esta me ayude de verdad.” Le hizo caso y le envió por correo electrónico los primeros capítulos de su novela, para que ella le diera su opinión.

 

 

 

 

 

 

 

 

SEIS DE MARZO DE 2001

 

Seis de la tarde. Simesko es observado por una mujer que revuelve un té desde un balcón, bajando a toda velocidad por una de las calles que cruzaba Las Heras, a la altura del Botánico. Se pregunta: “¿Adónde irá tan apurado ese muchacho?”.

“¿Adónde voy tan apurado? Son las seis y cinco, no creo que Irma se vaya a mover de su casa.” Pero Simesko no lograba disminuir el ritmo de su paso. Miró el papel que dobló en cuatro en el bolsillo: 3443, Piso 4°, Depto. 13.  “Es este”. Tocó el timbre.

—Querido, ¿cómo andas? ¿Se escucha? Estas cosas andan cómo el demonio. Ahí, sí. Mirá, arrimáte un poco a la vereda, a la altura de la cornisa del balcón, que te tiro la llave, no funciona el portero eléctrico. Bajaría pero ando con un problemita de circulación y tengo las piernas a la miseria.

—No se preocupe señora, no hay problema.—y apenas dio unos pasos hacia el cordón, farfulló: ¡La puta madre!—al tiempo que todo el peso de un enorme manojo de, por lo menos, veinte llaves caía sobre su hombro izquierdo.

—Es la de la cintita roja —gritó una aguda voz desde arriba. 

Ya en el cuarto piso, departamento 13, la puerta se abrió para descubrir a una mujer de unos cincuenta y tantos, de cabellos largos y enrulados como una enredadera. Llevaba un vestido que parecía un camisón, largo hasta sus pies descalzos, por donde se arremolinaba un gato.  “Adelante”, le dijo con una sonrisa resplandeciente y le señaló el camino con la mano extendida.

A medida que Leopoldo ingresaba al departamento –muy distinguido pero venido a menos– iba descubriendo más y más gatos: negros, grises, anaranjados. Contabilizó nueve. Otro detalle que llamó su atención fueron las pinturas sobre las paredes del comedor: diseños abstractos, potentes, de muchos colores, que imaginó, habían sido hechos durante un trance. Se quedó viéndolos, transfigurado, hasta que Irma lo invitó a tomar asiento.

 

—Ponéte cómodo querido. ¿Querés té? Tengo té de la India, té de Ceilán, de Pakistán. El pakistaní, es increíble: abre puertas. Tengo de China, de Egipto, de Malasia. Todos tienen propiedades milagrosas, diría si fuese religiosa, pero como soy budista prefiero decir que tienen propiedades profundas: nos conectan con nuestro yo primitivo.

—¿No tendrá Coca-Cola? O jugo, si no es de sobre.

—Me fijo. No consumo químicos, ni ningún producto seriado, pero a veces vienen mis nietos y me veo obligada a tener refrescos cola —Irma, volvió con un vaso de Fanta, se sentó sobre el sofá de dos piezas, y el mismo gato que la había acompañado hasta la puerta, se colocó sobre su falda. Desde allí, ella hablaría por el resto de la entrevista, acariciándole el lomo a su mascota continuamente— ¿Y bien? Contáme por qué venís, querido.

—Bueno, yo en… En realidad usted me convenció de venir. ¿Se acuerda?

—Ah, sí. Es cierto. Sos el compañerito de estudio de Augusto, mi sobrino.

—Sí, Leopoldo Simesko, encantado…

—Eso ya lo sé, nene. ¿Cómo anda el Agustito? ¿Te contó algo de mí? Hace tiempo que no me visita, ¿qué dice? ¿Me extraña?

—En realidad no me habló mucho de usted, me dijo que escribía y eso.

—Claro. Ahora que anda con esto de la abogacía está tan engreído, sólo le interesa la plata, se cree Fernando Burlando. Es un malagradecido. ¿Querrá un porcentaje?

—No, no…

—En fin. Yo siempre digo como presentación en mis primeras entrevistas que la poesía está en todos lados, depende de uno poder encontrarla. El que contrata mis servicios por más que no lo sepa está buscándome como una guía hasta ese manantial.

—¿Qué manantial?

—El de la poesía. Estoy hablando en sentido figurado.

—OK.

—Una vez que logré despertar la curiosidad de mi entrevistado enseguida lo que propongo es trabajar el núcleo de la palabra poética, a través de la poesía, y la pintura, que son mis dos canales creativos, porque además soy pintora. Es una técnica distinta, que puede ayudar a enriquecer otros procesos creativos. Los narradores con los que trabajo se dan cuenta del caudal poético de la palabra, de cómo la poesía irremediablemente enriquece la lengua. Para que lo veas mejor, no es lo mismo decir: “Se levantó con un fuerte dolor de estómago tras haber comido de más la noche anterior, y corrió al baño, descompuesto”. Que decir: “Los excesos alimenticios de la pasada noche se cobraban un alto precio en el interior de su estómago, el cual se había tornado una tremenda caja de resonancias y fluidos que solicitaban ser descargados violentamente sobre el retrete.” ¿Entendés?

—Sí, entiendo.

—¿Y? ¿Qué te parece?

—Es… interesante.         

—Es más que interesante. Te voy a mostrar una nota periodística que tengo en esta carpeta. Un alumno mío ganó un concurso de novela hace unos años, este muchacho, un señor ya, tenía un argumento interesantísimo, atrapante, pero escribía muy hoscamente, y dio conmigo y mirá sino recibió los beneficios del manantial de la poesía en verdaderas monedas de oro. Leé, Leé… Ahí me nombra: la poeta soy yo. Yo creo que venís por algo así vos, ¿no?

—Puede ser.

—Bueno, será cuestión de ordenarse. Tengo varios grupos, gente sola, burgueses celosísimos con afición por el arte, gente con problemas, es bueno conectarse, charlar, así la gente baja la guardia. Y yo voy a ir proponiendo unos ejercicios de escritura muy lindos, y quien te dice que de ahí no se te ocurran ideas para una linda historia.

—…

—No te convence.

—Es que…

—A ver… Tengo a una chica, también de unos veintitantos, que no encaja. A ella la tengo solita. ¿Vos tenés?

—Veintitrés.

—Fenómeno: podrían congeniar. Es medio gordita, pero es muy bonita, tiene unos ojazos, unos bucles divinos, y, está buscando novio.

—¿Pero escribe?

—Sí, claro. Escribe muy bonitos poemas a sus gatos, a las abuelas.

—¿Las De Plaza de Mayo?

—No, la materna y la paterna.

—Ah, qué bueno.

—¿Qué pasa querido? Te noto angustiado.

—Un poco. Usted me dice que con el tiempo se me van a ocurrir ideas. Pero le mandé mis escritos al correo, capaz que están medio desordenados, y falta corregir partes, pero tengo la idea de una novela… Me dijo que los iba a leer… ¿Se acuerda?

—Preferiría no acordarme.

—¿No le gustaron?

—¿Gustarme? Son terribles. Mirá yo creo que sufrís del síndrome que sufre el promedio de mis talleristas: se creen buenos pero eso es pura pretensión de principiantes. Aunque solo tomo a los que no se creen genios, sino yo los derivaría a los servicios de un psiquiatra.

—Ya tengo un psiquiatra, señora.

—Ah, mejor entonces… Te diría que dejes de lado esa novela que no va a ningún lado, y que empieces a hacer taller sin tantas pretensiones. Haciendo algunos ejercicios de escritura, para ver a donde te llevan.

—Entonces no quiere ayudarme con mi novela.

—Ni ganas de entrar en ese berenjenal, querido. Yo te aconsejo que dejes de lado ese texto. No te va a llevar a ningún lado. Te va a frustrar. Si querés escribir yo te diría que empieces hacerlo sin pretensiones de nada, nada que tenga que ver con la literatura. A la larga te va a ayudar… No a ser un escritor hecho y derecho, pero te puede convertir en un aficionado muy bien entrenado lo cual ya es muchísimo decir, ¿no?

—No, no, no. Todos opinan, pero nadie puede escucharme. ¿Ni siquiera usted?

—No te enojes querido, yo te escucho, decime lo que quieras.

—Yo no soy escritor, quizá nunca lo sea, pero tampoco soy un aficionado. Escribo porque necesito hacerlo. Escribo porque necesito exorcizar voces. De lo contrario me dejarían sordo.

— ¿Voces? La de los personajes, supongo.

—Todo tipo de voces que se enmarañan en mi cabeza y no importa que sean de gente real o de mis personajes. Lo importante es que esos gritos y murmullos no me dejan en paz ni en el trabajo, en el aula de la Facultad, ni siquiera solo en casa, a la hora de dormir.

—O sea que se mezcla la ficción, con la cosas que pasan alrededor tuyo… Eso no es nada bueno, Leopoldo.

—¿Me estaré volviendo loco? Tengo miedo.

—Tu cándido es algo maravilloso, querido. Me tentás a hacerte una confidencia. ¿Ves esos cuadros?

—Sí. Ya los había estado mirando, son muy buenos. Me gustan.

—Sí. Están hechos desde la locura.

— ¿Son suyos? Digo… Quiero decir…

—No te preocupes, te entendí. No son míos, ojalá, son de Marité, mi hija. Está internada, en un neuropsiquiátrico. Desde hace siete años, los pintó allí.

— ¿Qué le paso?

—Es una historia muy larga de contar. Te puedo decir solamente que es una chica con talento, muy perfeccionista. Pero no podía manejarse, todo contacto con el mundo parecía herirla. Por las mañanas se iba a la Facultad de Bellas Artes y todos los días volvía frustrada, triste. Al final no podía ni tomar el colectivo, se angustiaba en la parada y volvía a casa llorando.

— ¿Y ahora?

—La tengo internada. Como un ave muy frágil, guardada en una jaulita, con miedo a todo, a todo el mundo. Es que para cierta gente muy sensible… En realidad –la voz de Irma se puso ronca– no sé porque te estoy diciendo esto, pero yo me culpo ampliamente, teníamos una relación demasiado simbiótica, no la preparé para el mundo. Cualquiera diría que soy una insensible porque no lloro al hablar de esto, pero la verdad es que estoy tan entumecida de dolor que ya ni llorar puedo.

—No se culpe, usted parece muy buena gente.

—Trato de no culparme, pero no es nada fácil. Cada uno hace lo que puede.

— ¿Usted cree que me puede pasar algo como lo que le ocurrió a Marité?

—No, claro que no. No digas eso. Yo te decía esto para vieras que estando verdaderamente loco, se puede hacer arte. Pero yo no te veo loco. Un poco alocado, quizá, pero no uno de los malos.

—¿No?

—Yo creo qué estás disconforme, más que loco. ¿Te molestan? ¿No? A la gente como nosotros nos molesta. Yo tengo esa teoría, somos de luz y por eso las existencias bajas nos atacan. Es como que quisieran robarnos un poco de esa luz, ¿entendés?, por eso nos atacan. Y por eso se es artista, para eso se escribe, o se hace música, o se pinta cuadros, querido. Se supone que uno encuentra un refugio en el arte.

—La verdad no lo había pensado por ese lado. Pero ahora que lo dijo usted, puede ser. Siento que estoy en un laberinto y necesito salir y en el medio me salen todas esas voces. No sé si seré luminoso y ellos malos, pero a veces…

—¿A veces?

—Quisiera tener una ametralladora y quemarlos a todos.

—Ah, mirá. Qué bueno. Qué potente eso que decís. ¿Te puedo proponer una cosa?

—Sí, claro.

—Esto va en contra de mi propio trabajo, pero con vos voy a hacer una excepción: me caíste bien. Empezá por un ejercicio de mirar hacia adentro. Agarrá papel, lápiz, y escribí sobre las voces que te molestan. Escribí sobre esas voces, las que no te dejan tranquilo, pero sin sensiblerías ni victimización. Hacé catarsis. Hacéles frente. Peleáte. Tal cual lo dijiste: hace de cuenta que tenés una ametralladora, pero en términos narrativos, por favor.

—No entiendo

—Sacá el macho que tenés adentro, carajo. Vas a ver que cuando pongas las cosas en su lugar en el texto, vas a poder ponerlas en el mundo real, y así todo va a dejar de pesarte tanto. ¿Me seguís?

—Creo que sí.

—Una vez que logres eso, vas a mirar tu entorno, y vas a ver como todo es poesía, querido: todo. Ese es mi consejo.

—Gracias.

—No me mires así, con esa cara de pollo. Pero cuando estés más tranquilo lo vas a poder apreciar. Ahora, oíme bien. Mirá que podría ser tu madre.

—Sí, qué.

—No hagas taller, no creo que un taller literario te ayude en este momento.

—Muchas gracias. Le agradezco su honestidad, ojalá pudiese darle algo a cambio.

—Me hacés reír. Anda, anda. Que tengas mucha suerte, Leopoldito.

—Gracias.

—Ah, nene. Cuando te sientas muy estresado, tomáte un té con un poquito de estos yuyos que te voy a dar, dejáme a ver dónde lo tengo. Allá. No te olvides de tomarlos, te ayudan a abrir puertas…

—¿Son buenos para las articulaciones?

—No, me refiero a las puertas del subconsciente, querido.

—OK.

—Sí, tenés ganas te invito a tomar el té, otro de estos días.

—Sí, por qué no.

 

 

 

  1. LA CASILLA 13.

Una minuciosa investigación puede develar el lugar donde se pone de manifiesto la inexistencia de Buenos Aires: La Casilla 13. La Casilla 13 suele aparecerse en un edificio del poder judicial, como un secreto cuarto que al abrir su puerta pone en duda todo lo conocido, incluso la existencia de la ciudad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

 

UN CUARTO PROPIO

 

Cómo era posible: una escritora que supuestamente ayudaba a jóvenes autores  inéditos con el desarrollo de sus obras le había aconsejado que descarte por completo su novela. En cambio, le había tratado de conseguir una novia, lo había invitado a tomar el té.

Por si es necesario aclararlo, Leopoldo jamás volvió a la casa de la poeta. La cita con Irma le había dejado una sensación de derrota durante unos cuantos días. Aunque pasadas unas semanas se había convencido de que era una señora demasiado grande y conservadora como para poder entender lo que él escribía. Lo mejor que podía hacer era no tomar ninguno de sus consejos. Lo que sí tomó de ella fueron sus tés de hierbas, antes de dormir, por la sola curiosidad que le despertaba el hecho de que “abrieran puertas”. Fue quizá bajo el influjo de esas hierbas que comenzó a tener sus primeros sueños con “La Casilla…”

En el sueño Leopoldo se encontraba parado junto a un terreno baldío, cerca de la estación de trenes de Flores, apenas separado de la vereda por un pequeño cerco de alambre. Mientras buscaba con la vista por donde cruzar el alambrado se le acercaba un linyera y le señalaba hacia arriba. Recién entonces veía un rectángulo de ladrillos con una puerta y algunas ventanas, sin nada alrededor, a unos veinte metros del suelo, suspendido, flotando en un cielo celeste, lapislázuli. El linyera le decía: “Es ahí vea…”. Y él le devolvía una mirada confundida. A lo que el linyera respondía: “Es la casilla…”. En ese momento siempre despertaba.

Luego de dos o tres veces de soñarlo, se dio cuenta de que ese lugar existía. Reconocía la cuadra en la que estaba y los dos edificios que se levantaban a cada lado. Ese terreno baldío del sueño, ocupaba el mismo espacio que el edificio del barrio de Flores, donde la familia de Leopoldo tenía un departamento. La misteriosa casilla suspendida en el aire era el departamento que se convertiría en su casa de soltero en poco tiempo. Sin embargo, las primeras veces que soñó con la casilla, mudarse ni siquiera era un plan en su cabeza.

Como si los sueños fuesen la materia originaria, la piedra fundente que antecede a toda realidad. En la cabeza de Leopoldo una noche había quedado repicando una frase que había leído en un ensayo sobre Virginia Woolf: "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción."

Y Leopoldo se quedó mirando el gesto algo altivo de Virginia impreso en la revista, hasta que se animó a preguntarle: “Y un muchacho, Virginia… ¿Acaso un joven no necesita eso mismo para escribir ficción?”

Se durmió deseando soñar con su propia casilla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FINES DE MARZO

 

Leopoldo se mudaba a un departamento en Flores sobre la calle Yerbal, cerca de la estación de trenes. Era una propiedad que la familia había recibido como herencia diez años atrás. Estaba en oferta de alquiler desde entonces, sin encontrar inquilino. Quizá se pedía demasiado por ese dos ambientes, al contrafrente, en un segundo piso por escalera. Sin embargo, toda la familia se ponía de acuerdo a la hora de hacerlo valer ante los extraños: “Es antiguo, pero está en un estado inmejorable. Todas las cañerías están hechas a nuevo. No tendrá ascensor, pero es una edificación sólida, con detalles de categoría. Obras como ésa ya no se hacen.” Sería un precio alto, pero lo valía, en eso coincidían todos, como en ninguna otra cosa.

A Leopoldo le bastó ofrecer un poco más de la mitad de lo que pedían para que se lo dieran con moño. “¿Será este dos ambientes la casilla suspendida en el aire de mi sueño?”, se preguntaba. Mientras parado sobre una escalera plegable, pintaba de blanco las paredes del comedor.

No sería un lugar fantástico como el que se le aparecía en sueños, pero al menos era un cuarto propio, austero y bastante digno. ¿Qué significaría el hecho de que el cuarto flotara? Era una imagen onírica que lo atraía. Entre pincelada y pincelada, le pareció que debía incorporarlo a la novela. Comenzó a imaginar una historia fantástica alrededor ese cuarto. Allí dentro había algo mágico. Nada se le parecía en este mundo. Al contrario: había era una revelación alucinante que podía enloquecer a cualquiera que entrase desprevenido. Así se explicaba que estuviese suspendido a muchos metros del piso, que fuera inaccesible.

“No, mejor no. Un cuarto que levita es demasiado fantasioso. Podría ser una habitación perdida en algún lugar laberíntico. Por ejemplo, entre los pasillos de uno de esos viejos edificios del microcentro. Con muchas llaves y candados. O con una figura protectora: una especie de gárgola, que lo previniese de entrar. No, otra vez, muy fantasioso.”

 

Le costaba decidirse: el pincel parecía cubrir todas las ideas de blanco, volviéndolas a su punto de partida. Cuando miró el piso y vio el desorden de cajas con ropa y libros, los pormenores de la mudanza volvieron a ocupar la cabeza de Leopoldo. Se bajó de la escalera un instante para ver donde habían quedado sus discos, necesitaba música. “¿Dónde quedaron mis discos de Blondie? Necesito armar un faso y escuchar a Blondie”. Abrió una caja al azar y encontró varios objetos inútiles: adornos de repisa, una alcancía con forma de cerdo y varios juegos de mesa: las damas, un ajedrez y El Juego de la Vida de Yeten. Ese último le llamó la atención. Hacía mucho tiempo que no lo usaba, desde la infancia, quizá; es más, ni siquiera recordaba haberlo conservado tantos años. Lo desplegó sobre el piso, se puso a estudiarlo, a recordar sus reglas.

El juego de la vida consistía en una larga carrera a través de los casilleros de un tablero de cartón plegadizo, que representaba a“la vida”. Allí los compañeros de juego estaban representados sobre el tablero por fichas en forma de autos. Por turno, se batían dos dados con el cubilete, se lanzaban y de acuerdo al número sumado de ambos dados se avanzaba tantas casillas.

Cada casillero indicaba la lectura de una tarjeta. Cada tarjeta anunciaba un avance o un retroceso en el tablero. Así, se iban sumando bienes, viajes, hijos y mascotas, con cada tarjeta que indicara un momento positivo. “Hace un buen negocio. Gana U$S 100.000.” “Felicitaciones: es padre de mellizos”. “Hace saltar la banca en el casino.” Esas tarjetas hacían que el jugador volviera a tirar, avance y gane unos billetes verdes como los dólares pero más pequeños. 

Pero también podía indicarse un estancamiento. Cuando en las tarjetas se leían cosas como: “Un amigo entra en bancarrota y le pide dinero”. “Su socio lo estafa”. “Problemas: su mujer descubre una amante”. La consecuencia podía ser la inmovilidad.

Peor aún era una tarjeta de retroceso: “Se divorcia, su mujer le reclama la mitad de los bienes”, “Su negocio entra en quiebra”. “Hace un mal negocio y sus socios lo dejan afuera de la compañía”. Esas frases daban lugar a una consigna escrita en letra más pequeña y color rojo, indicando cosas como: “Pierde el turno en la siguiente jugada” o “se queda en el casillero por dos jugadas”. “Retrocede cinco casillas. “Tira de nuevo y retrocede la cantidad de casillas que marquen los dados.” Es decir, dos, tres, seis, once, doce –pero nunca más que doce-.

Lo que ahora le llamaba la atención a Leopoldo era que elegir no tirar los dados –es decir, conformarse con lo que se había conseguido– no existía ni como posibilidad en el juego. Aunque estadísticamente las rachas de suerte iban seguidas de largas desgracias, la idea era hacer rodar los dados sin descanso. El juego solo proponía avanzar y llegar a la meta. Los competidores se veían obligados a hacer apuestas ciegas para no quedar rezagados.

La meta final era un Paraíso con un cerco de oro, poblado de montañas de monedas del mismo material... Pero claro, este lugar era sólo alcanzable para uno: el ganador. Visto como pedagogía, sin embargo podía ser una manera lúdica de explicarle al niño por qué los adultos que no conseguían ser ganadores en la vida, a veces tenían problemas económicos. Eran proclives a que los dejaran sin trabajo, en la calle.Podían sumirse en profundas depresiones, volverse locos, alcohólicos e incluso llegar al suicidio.

A Leopoldo desde chico le sorprendía como la realidad misma parecía imitar ese juego. Le extrañaba como los adultos incentivaban la competencia entre los compañeros del colegio y los amigos: en la clase de gimnasia, en las jornadas de matemática, en ser abanderado. Mirar a su alrededor le quitaba esperanzas de que la vida fuese de otra manera. Sin embargo, no se resignaba a que –salvo los dados y el cubilete– todo se redujera a las reglas de El Juego de La Vida.

Así sucedían los cambios importantes en la existencia de alguien, reflexionaba, con el ceño fruncido. Nunca resultaban de meditaciones profundas, sino de movimientos en una carrera alocada. Era demasiado ilógico. Recordó los cumpleaños familiares, cuando escuchaba a sus padres y sus tíos conversar, como si jugaran el juego. Le prestaba especial atención a las miradas que se cruzaban entre cada comentario. Con el tiempo, su observación se había agudizado de tal manera que podía adivinar las reacciones posteriores.

Si una prima de su madre anunciaba, por ejemplo: “Me mudo, cambio a una casa más grande, con parque, tiene un lugar ideal para poner una pileta”. Las miradas del grupo se inflaban un poco, enseguida varios se ponían a felicitar, proponían un brindis. Mientras tanto algún otro pariente guardaba silencio, quedaba a un costado, taciturno por el resto del festejo. En la próxima reunión, ése otro familiar –digamos otra tía– se aparecería con una sonrisa impostada, apurado por anunciar su carta: “Nos mudamos a una casa con parque, pileta y quincho.” Quizá hasta se pusiera a dibujar un croquis del nuevo hogar para el resto. Así era como los familiares de Simesko iban tomando las decisiones trascendentes como la elección del espacio vital, de las amistades y de los viajes.

Pero incluso aceptando las reglas del juego había algo más aterrador que la competición en sí misma: la meta final. Leopoldo se preguntaba si ese sector central lleno de monedas, sería en una lectura más profunda, la metáfora de la vida después de la muerte. En ese caso, debía visualizarse a un grupo de familias en sus autos llenos de acopios, entrando con sonrisas triunfales al cementerio.

Largó las tarjetas de juego y se puso de pie, siempre pasaba igual: tenía un objetivo concreto, y cualquier distracción lo hacía perderse en oscuros razonamientos. Un tonto juego de mesa, por ejemplo, lo hacía pensar en la muerte. Era mejor no pensar así, ni le daban ganas de seguir pintando.

Tomó el rodillo, lo hundió en pintura blanca y trató de aclarar sus ideas. No había nada que hacer: mientras hubiese vida se tirarían los dados. Siempre se debía pensar en avanzar, el que negaba esa premisa se convertía en un marginado. Aunque eso para el resto era algo incomprensible.

A Leopoldo, en cambio, su propia decisión de moverse le resultó incomprensible. Todavía no entendía que lo había empujado a vivir solo. Apenas unas semanas atrás estaba encerrado en un cuarto de la casa familiar con depresión y agorafobia. Y en unos días, en un rapto de adrenalina movió cielo y tierra para ocupar el departamento que la tía Ofelia le dejó a la familia en Flores.

Aunque solo fuera para explicárselo a él mismo, había escrito una carta a su madre. En la carta comparaba su relación con la de Ofelia y su hijo Marcelo. Marcelo había vivido con su madre hasta los cuarenta años, edad a la que ella falleció de un accidente cardiovascular. Nunca había tenido intenciones de irse de ese departamento, donde dormían en la misma pieza. Todos en la familia opinaban que era una relación simbiótica. Que su madre lo había incapacitado para enfrentar el mundo solo. La abuela de Leopoldo, menos diplomática, decía que su sobrino era un “Lelo”. Su madre se persignaba ante la sola idea de tener un hijo como el de su prima Ofelia.

 

Madre:

Temo que sin darnos cuenta, hayamos desarrollado una relación simbiótica, fruto de la cual y como consecuencia de la misma temo verme incapacitado para enfrentar el mundo,  valga la redundancia, por mí mismo.

Quisiera que, para revertir la situación, entonces, pensé que sería bueno,

Bueno, en fin… Quería decirte: “Dejáme usar el departamento de tía Ofelia. Necesito vivir solo. Tengo miedo de convertirme en un Lelo, como Marcelo.”

Nunca quiso terminar la carta, recordaba con cariño a su primo, el Lelo. A cambio, convenció a su madre por el lado de los números. Le hizo cuentas en un papel, explicándole lo que se iban a ahorrar ambos por mes. Ella se convenció al instante e intercedió ante el resto de la familia para que le alquilen el departamento. La mudanza fue un hecho más rápido de lo que el mismo esperaba, incluso más rápido que lo que deseaba.

Mientras la pintura blanca bordeaba la puerta del 3° B, y manchaba un poco la madera barnizada, llegaba a la conclusión de que en el PH de sus padres en San Justo nunca había habido tiempo para relaciones simbióticas. Siempre sobraban los apremios económicos y nunca alcazaba el espacio. Lo que Leopoldo siempre había deseado desde la adolescencia era dejar de pagar hoteles alojamiento de mala muerte, instalarse en casa de amigos durante días o tener que esconder bajo llave la marihuana para que no se la tirasen a la basura. Detestaba que su padre le diera discursos sobre las virtudes del ahorro y la realización personal a través del trabajo y la formación de una familia durante la cena. Que le controlara las cuentas y le prestara y quitara el auto de acuerdo a los humores de cada día.                                                             

Frunció el ceño y se quedó mirando las paredes blancas, como si en el blanco alcanzara la paz de una mente sin memoria. Faltaba por lo menos una mano más pero había quedado bastante cubierto.

Le gustaba el blanco, y la decoración mínima. Le vino a la mente una isla en medio del océano. Imaginó un gran mural con esa imagen. Hacía tiempo habían pasado de moda los murales pero ése le traía recuerdos felices. Leer Robinson Crusoe en el primario. La casa de sus tíos y primos donde había un empapelado así sobre una larguísima pared del comedor. Probablemente eran una moda de los años ochenta, igual que el Juego de la Vida. De todas formas a Leopoldo le gustaba.

Imaginó un casillero mágico en el juego de la vida. Al que accedía el jugador que sacará un número imposible con los dados: un punto más que doble seis. Ese casillero premiaría al jugador excusándolo de competir: “Toma vacaciones en una isla desierta, se aleja de los dados y el cubilete indefinidamente. Se retira del Juego de La Vida hasta que otro jugador necesite de su presencia”.

Visualizó la isla como si el mar lo acabase de devolver a la playa. Avanzó unos metros, se agachó para sentir la cálida arena como azúcar impalpable entre sus dedos. Oyó el canto lejano de una gaviota y suspiró: “Perfecto…” Avanzaba sonriente hacia unos arbustos cuando se divisó en lo alto: parado sobre una escalera plegable, pintando el cielo del horizonte. Intentaba dibujar nubes blancas sobre un cielo lapislázuli. Pero no quedaba conforme y recubría el mismo pedacito, una y otra vez, hasta formar una costra desagradable, mientras murmuraba insultos con el ceño fruncido.

Se detuvo, prendió un cigarrillo y gritó hacia abajo: “No va a funcionar, la idea está tomada de la película ochentosa Un Cuento de Navidad 2: Los Fantasmas Contraatacan.” “No importa”, lo alentaba un puntito negro, desde abajo, entre los arbustos: “Sigamos adelante: la práctica hace la perfección”.

LA PRÁCTICA HACE LA PERFECCIÓN

 

—La frase correcta es: “La práctica hace al maestro.”

— ¿Y yo qué dije?

—La práctica hace la perfección. Pero es: “La práctica hace al maestro.” Así dice el refrán, Leopoldo. ¿Qué era eso de Un Cuento de Navidad 2?

—Una película que vi de chico y que me inspiró para escribir un capítulo de mi novela. Pero eso que importa ahora, Doctor Waiss. Antes de que terminara 2001 ya no iba a haber maestro, ni perfección, ni práctica, ni siquiera un cuarto propio para escribir. Nada. Todo se convertiría en un caos y ruina. Mi vida se iría a pique como si me hubieran llenado los bolsillos de piedras y arrojado al mar.

—Tranquilícese, voy a contar de diez a uno.

—Tengo frío, tengo miedo de ahogarme…

—10, 9, 8… Ya casi… 7, 6, 5… Tranquilo… 4, 3, 2… Puede despertar,  Leopoldo. ¿Se siente mejor?

—Sí.

—Está tiritando, pero es pura sugestión. Vea el termostato 25º C.

—Me dio frío, fue como si me hundiese en profundas aguas heladas. Tan profundas que no llegaba ni un haz de luz.

—Sus últimas palabras fueron: “Todo se convertiría en un caos y ruina”. Estaba terriblemente angustiado.

—Es que recordé, usted ya sabe qué… No me haga decirlo.

—Está bien, no lo diga si lo incomoda. Pero convengamos que dónde quedo el relato usted estaba en un punto alto de su vida.

—Sí. Era mi mejor momento: había conseguido trabajo en el Poder Judicial y con el ahorro de dos meses de sueldo me había ido a vivir sólo.

—Tengo entendido que el Poder Judicial es un ámbito muy cerrado. Una especie de cofradía. ¿Cómo consiguió ese puesto?

—Gracias al Doctor Francese. Él había sido mi profesor de Derecho Constitucional I, años atrás. Cuando me encontró en la cátedra que tenía en el Patrocinio Jurídico pensé que no me había reconocido. Pero al final de una clase él mismo me llamó aparte para hablar.

    ¿En serio?

—Fue así: yo ordenaba mis cosas para irme, era uno de los últimos en salir y él me llamó por el apellido. Me dijo: “¿Tomamos un café de la máquina del pasillo?” Mientras tanto sacó uno de sus cigarrillos y me convidó fuego. Yo lo miraba sorprendido. Y él por fin se río. Me dijo: “Qué te hacés el sorprendido? Todavía me acuerdo de tu ensayo sobre las lagunas del derecho”.

    ¿Qué es eso?

—Una monografía que tuvimos que hacer en Constitucional I, tres años atrás.

—Qué notable que recuerde una monografía suya después de tanto tiempo.

—Eso mismo le dije. Y él respondió que no podía olvidarlo porque era brillante. Así dijo él: “Brillante”. Yo nunca hubiera usado esas palabras. Enseguida me advirtió que me iba a aburrir en el curso porque el nivel era muy básico. Me preguntó si estaba trabajando y le comenté que el año anterior había renunciado a mi trabajo en el INDEC. Entonces se puso contento y me preguntó si tenía ganas de entrar al Poder Judicial. Yo me reí y le dije que sí, pero que no conocía a nadie, cómo para facilitarme el ingreso. Y él me dijo: “Me conocés a mí, pichón.” Y me ofreció una recomendación para entrevistarme con el Doctor Wolf, un juez amigo suyo. En pocos días me nombraron escribiente en ese juzgado.

—Gracias a ese nuevo trabajo es que pudo independizarse, hacer la vida de un soltero exitoso… ¿El estado depresivo del año anterior había quedado superado, entonces?

—No entiendo. ¿Qué trata de decirme?

—Usted me dijo que por cosas que pasaron durante 2001 su vida se fue al fondo del mar. Pero sin ir más lejos su paso por el trabajo de encuestador le había acarreado cierto trauma el año anterior.

—No entiendo.

—¿No será una constante suya eso de ir por la vida cosechando frustraciones? ¿No será que recurre a los estados depresivos para no hacerse cargo de su responsabilidad?

—No, no creo que haya sido así. La primera vez fue apenas un síntoma de estrés con una leve agorafobia. No se compara a lo que siento ahora…

— ¿Qué siente?

—Me siento muerto en vida, doctor Waiss. ¿Eso quería escuchar?

—No, Simesko: eso es lo que usted quería decir. Ahora que pudo hacerlo tratemos de ver que es lo que ha hecho usted para llegar a ese sentimiento.

—Entiendo. Si eso quiere voy a adelantarme para advertirle que en esa historia, real, hubieron al menos cuatro asesinatos. Que pude haber muerto yo mismo. Que pude haber ido preso, pero tuve la suerte de que un psiquiatra de la obra social me favoreciera con un diagnóstico de esquizofrenia.

—Intenso.

—Sí, es intenso mi pasado.

—Lo escucho con atención, quiero todos los detalles sangrientos…

—No, espere. Falta mucho antes de llegar a eso. ¿No quiere saber de qué trataba la monografía que había escrito para Francese?

—Adelante.

—El tema es las lagunas del derecho. ¿Sabe qué son?

—La verdad que no.

—Es la forma de referirse a los silencios y ambigüedades en las que a menudo incurre la ley. Esos espacios en blanco suelen generar un debate filosófico en torno a la naturaleza misma del hombre. Y por lo tanto, al rol que debe jugar la ley. En mi monografía había concluido que cada ser humano puede rellenar esos espacios en blanco con lo que le dicte su propia conciencia. Si se es un hombre de corazón noble, ese silencio será un espacio de libertad y plenitud suficiente como para desarrollar sus virtudes y su fuerza creadora. Para un perverso o un psicópata será el clima ideal para dar rienda suelta a su maldad.

— ¿Y usted por qué visión se inclina?

—Por la del hombre bondadoso. Yo me sentía un hombre de ley, con algún que otro pasatiempo peligroso, quizá. Pero eso no importa ahora, en un momento erré el camino y cuando eso pasó desperté dentro de una tumba junto al muerto al que le había robado el nombre.

 

 

 

 

 

 

 

ENTERRADO VIVO

 

— ¿Ya se despertó, joven? Acá estamos otra vez.

— ¿Dónde estoy?

—En mi nueva casilla. Es más chiquita que la otra, ¿no?

— ¿Qué casilla? No puedo ver nada… ¿Estoy ciego?

—Es que no hay nada para ver acá. Cuando se cerró la puerta por última vez quedé sellado y bajo tierra. Ni una abertura me dejaron. Ni pensaron en que me podían dar ganas de fumar.

— ¿Quién es usted?

— ¿Cómo quién soy? ¡Caramba! Tomás prestada mi vida para tu novela, la firmás con mi nombre… ¿Tan malagradecido sos qué ya te olvidaste de mí por completo? ¡Estos chicos bien! ¡Se creen con derecho a todo!

— ¿Simeszko? ¿Es usted?

—Tuteáme. Con confianza: ya somos como de la familia.

—¿Cómo puede ser, señor Simeszko? Yo vi su casilla, digo, tu casilla en ruinas, usted, ¡vos te prendiste fuego!

— ¿Acaso no estás contento de volver a verme?

— ¿Estoy soñando? ¿Estoy muerto yo también?

—Tranquilo, muchacho. No estás muerto, pero tampoco soñando. No te agites, ni trates de entender qué pasa. Si te relajas y me hacés de una pregunta a la vez vas a respirar mejor, y así no vas a sentirte tan oprimido.

— ¿Oprimido? Estoy cagado de miedo.

—No me tengas miedo, estoy acá para ayudarte. Vos fuiste bueno conmigo.

— ¿Fui bueno?

—Claro, tan bueno que en retribución Dios me puso para advertirte de algo: Estás a merced de un terrible mal.

— ¿Qué cosa?

—Si me escuchás bien y seguís mi consejo es posible que evites tomar el camino equivocado.

—Es que estoy tan asustado que no puedo entender bien lo que me estás diciendo.

—Ya sé… La situación es bastante estúpida: se supone que si Dios quisiera darte una mano pondría el consejo en boca de, por ejemplo, la más bella de tus compañeras de la secundaria. De esa a la que un día le sacaste la ropa interior metiéndole la mano por debajo de la pollera. Pero bueno, Dios tiene formas misteriosas. ¿Seguís asustado?

—Sí…

—Me tienta preguntarte a qué le tenés más miedo: si a estar hablando con un muerto o al hecho de estar atrapado con el muerto en su propia tumba.

—A ambas cosas por igual. ¿Puedo responder así?

—Podés responder lo que quieras. Pero a lo que deberías tenerle miedo de verdad es al hecho de que te estás quedando sin aire y en poco tiempo vas a empezar a gritar y nadie te va a oír porque estamos muy profundo bajo la tierra.

—Está bien, entiendo. Entonces voy a economizar todo el aire posible, voy a contenerme de gritar y… le voy a preguntar solamente una cosa: ¿Qué consejo tiene que darme?

—Astuto de tu parte. Pero todavía no voy a dártelo. Necesito que charlemos antes.Un poco nada más. Decime, ¿no le harías a un muerto una pregunta sobre algún aspecto de su condición que te despierte curiosidad?

— ¿Cómo?

— ¿No te tienta saber algún secreto del reino de la muerte?

—Ah, a ver… Sí. ¿Puede explicarme cómo se siente en su estado?

—Bueno, ante todo debo aclararte, joven Leopoldo, que mi vida no fue un lecho de rosas, sino más bien todo lo contrario: la vida del pobre es dura, llena de privaciones, por eso el descanso eterno es…

—No, no le pregunto cómo se siente anímicamente, sino a nivel físico el estar muerto.

— ¿A nivel físico?

—Es mi pregunta: siempre me dio curiosidad eso. Las historias de fantasmas orientales siempre presentan a los muertos como hologramas translúcidos, mientras que las películas americanas los muestran como sus propios cadáveres que se levantan de sus tumbas para satisfacer un hambre voraz. Yo creo que eso es así porque la cultura occidental es materialista y la oriental, más espiritual. ¿Qué se siente en realidad?

—Bueno, no lo había pensado. Te puedo decir que lo físico es la parte más concreta de estar muerto y también la más desagradable. No puedo hablar en términos generales. Puedo decirte que se siente de manera distinta en cada parte del cuerpo: en cada zona donde ha dejado de circular la sangre se siente un hormigueo intenso sea en un brazo o en una pierna. Es peor todavía cuando esa parte está gangrenada. La putrefacción en los órganos es parecida a una fuerte acidez estomacal que se extiende desde el pecho hasta el bajo vientre. Los líquidos que supuran los tejidos muertos se parecen bastante a los procesos digestivos acelerados por una noche de borrachera. En cada músculo rígido se siente que el cuerpo ya no responde a las órdenes del cerebro, y en cambio, los nervios bailan a veces como si uno estuviera lleno de gusanos enloquecidos. Esto último ya no sé si es nada más que una metáfora o es real. Pero no me pidas mayores detalles. Si me pongo a pensarlo más creo que voy a desvanecer. Y créeme: en este estado el proceso de descomposición no tiene fin. Incluso cuando uno cree que se desmaya, solo cae infinitamente en un abismo en su mente, pero no se mueve un milímetro de su posición horizontal.

—Bueno. Hablemos de otra cosa. ¿Puede darme el mensaje ahora?

—Sí, Leopoldo, el tiempo y el aire se te terminan. No puedo irme sin darte el mensaje: quiero que me escuches bien…

—Por favor, apúrese. Quiero salir: empiezo a escuchar mis propios latidos en la cienes. Creo que me voy…

—Está bien. Prometo pasarte el mensaje tan rápido como pueda. Luego vas a tener que hacer tu mejor esfuerzo para despertar antes de que mueras asfixiado acá…

—De acuerdo.

—Bien: hoy desde tu cama vas a ver que el reloj marca las seis y media. Por la mañana irás a cubrir tu puesto en el Poder Judicial. Por la tarde, a tus prácticas profesionales. Será un buen día, hasta más tarde, cuando recibas el llamado de José Arévalo, que va a insistir con encontrarse y que lo ayudes con su juicio de divorcio. Te querrá citar en el Café Forum, que está en la esquina de Viamonte y Uruguay. Negáte. Si por alguna razón no podés evitar el encuentro, eso significará que desoíste mi advertencia y caíste en desgracia.

—Eso ya pasó, Simeszko. Anoche me llamó. Yo mismo le propuse ir al Café Forum.

—Llegué tarde, qué macana. Bueno, aún podrás negarte, cancelá la cita o dejálo plantado directamente. Si vuelve a llamarte le cortas, si vuelve a buscarte en el curso ese de abogados, abandona la materia. Te ordeno por todos los medios que te alejes de José Arévalo.

—No entiendo. ¿Por qué debería temerle? Es un pobre hombre, su cabeza quemada es algo espantosa, pero parece buen tipo.

—Arévalo no es un ser humano. Es lo que el folclore germánico llama “dopplegänger": una criatura maléfica con tu exacta apariencia que espera arrastrarte al infierno donde fue creado.

—¿Un demonio germánico? ¿En el servicio para pobres y ausentes de la universidad?

—Los edificios públicos están llenos de demonios y todo tipo de espíritus bajos que asumen la identidad de gente humilde y necesitada para aprovecharse de los incautos.

— ¿Y cómo es que es mi doble idéntico? Tiene la cabeza completamente quemada, no se le adivina un solo rasgo.

—No está quemada, sino que aún no ha adquirido la forma deseada. Es decir, la de tu rostro. Él planea volverse tan cercano a vos que cuando quieras darte cuenta se habrá adueñado de tus gestos y facciones. Y llegado el momento, te va a eliminar por completo y ocupará tu lugar sin que nadie pueda notar la diferencia.

—Eso es ridículo.

—Pensálo por un momento: te parece que Dios movilice cielo y tierra para darte un mensaje tan importante y vos lo desoigas porque te suena ridículo.

—Puede que tengas razón. Pero por otro lado, me decís que voy a despertar. Eso convierte a todo esto en nada más que un sueño.

—Exacto. Podés no creer. Yo ya no puedo hacer nada para convencerte: las cartas están echadas.

 

 

 

 

 

EL INFIERNO DESENCADENADO

 

Todas mis desgracias comenzaron esa misma tarde. El sueño de la noche anterior me había advertido de todo lo malo por venir. Pero entonces, apenas un año atrás, yo era otra persona, doctor. Mi forma de ser no admitía los miedos irracionales ni mucho menos las supersticiones. Yo era un joven abogado, bueno, casi abogado, moderno y con un pensamiento positivista sin fisuras. ¿Cómo iba a temerle a la voz de una pesadilla que me advertía de una presencia diabólica? Tenía veintitrés años y hacía todo lo que se suponía que hace un muchacho de mi edad. Incluso más.

Me había independizado económicamente. Trabajaba duro y estudiaba aún más. Pero también me divertía con mis amigos de la universidad. Con ellos jugaba al fútbol, iba a bailar, me emborrachaba cada tanto. También me drogaba un poco, como para estar a la moda: iba a fiestas electrónicas y tomaba éxtasis, o cocaína si era noche de prostíbulos, en los recitales, solo marihuana. No tenía una novia fija, pero sí salía con varias chicas que se interesaban en mí sin grandes esfuerzos de mi parte. Nunca me consideré un verdadero galán, ni fui tan apolíneo como esos clones porteños de Brad Pitt o Tom Cruise, pero ejercía un magnetismo innegable en el sexo opuesto. Sí, en parte tenía que ver con mi buen pasar, pero más que nada con la liviandad de espíritu con la que encaraba la vida moderna. Mi amigo Walser siempre me lo decía: “Tenés alma y mente de negrito, pero ante las mujeres siempre quedás como un señor. No sé cómo lo logras, Leopoldo.”

Pensará que hago alarde, doctor, pero no: eso era un año atrás, mi vida cambió radicalmente.

Yo debí oír la advertencia del fantasma de Simeszko. Por más que se tratara tan solo de un sueño, intuía que de concurrir algo malo sucedería. Sin embargo, fui por demostrarme a mí mismo no sé qué… Quizá que era cierta esa imagen de superado que vendía al mundo exterior, esa sonrisa a prueba de adversidades, fui a la cita con José Arévalo. En ese momento, la idea de que ese hombre fuera una amenaza debía ser desestimada de acuerdo a mi manual de joven cosmopolita exitoso.

 

Era seis de mayo de 2001 por la tarde, y ahí estaba yo con José Arévalo: Café Forum, en la esquina de Viamonte y Uruguay, a dos cuadras de la Defensoría en la que hacía mis prácticas.

Tendría que haberlo observado y escuchado para que se diera cuenta: por más graciosa que fuera su falta de cultura había que tratarlo con mucha cautela, Arévalo era un tipo de temer si uno lo buscaba de enemigo.

Al principio me daba un trato “de usted”, que impuso él mismo desde las primeras veces que me vio porque sabía que yo era un practicante de abogacía. Entonces me dijo: “Voy a tratarlo de doctor, y de “usted, doctor esto”, “usted doctor, lo otro”, no porque le tenga respeto, es un pendejo. Para que se acostumbre a ser siempre el doctor y se haga notar por sabio y distinguido a todo lado nuevo que vaya y siempre con una mano en el mentón cierre las ideas con una reflexión en latín.”

Esa tarde, sin embargo, como desafío me propuse hacerlo entrar en confianza. Le dije que me tuteara, como a un amigo más. En pocos minutos me habló de su historia que era todo un prontuario: había sido barrabrava de un equipo de la B, estuvo preso por riñas callejeras y venta de drogas. Se le había hecho fama de matar a un hincha rival, pero eso solo era un mito, él había sido parte de los que lo atacaron, pero no le había dado el golpe de gracia. Desde que había salido de la cárcel, no andaba por la calle sin su arma, porque “muchos se la habían jurado ahí adentro”. Tenía cinco hijos pequeños de varias mujeres, al menos tres. Todo en escasos treinta años, apenas seis más que yo. Ocasionalmente me trataba de “gato”, “man”, “bro”, pero enseguida me aclaraba que me lo decía con afecto, lo que me despertaba ternura y me hacía darle gracias a la providencia por haber puesto de mi lado a semejante vándalo.

Yo le pasé los escritos que me tenía que firmar para iniciar la demanda de divorcio y él los firmó sin leer. Ya me sentía tan a gusto con él que me tentó comentarle como al pasar el tema de mi sueño. No sé si lograría entender que gracioso era para mí que en la pesadilla se me haya insinuado que este simpático ex tumbero pudiera ser una figura maléfica de una saga folclórica germana, pero quería confesárselo:

 

—…y me firma estos otros, son las copias para correr traslado de la demanda. Con eso ya estamos, Arévalo.

—Ningún problema, doc, donde pongo el gancho.

—Ahí, ahí y ahí. Quiero confesarte algo. Espero que no te moleste. Al principio tu aspecto me daba un poco de impresión.

—Y más vale, bro, si me parezco a este que se comía los chicos, como era, el Freddy Krueger.

—Sí, puede ser, pero te ves un poco mejor, ya de las primeras veces que nos vimos a ésta se nota que estás en plena recuperación.

—Sí, igual voy a quedar fulero, porque aunque no se note ahora, yo tenía mi facha. No digo que haya tenido tu facha doctor, pero tenía lo mío.

—¿Qué decís?

—Eso, alto gato debés ser. Lo digo bien, eh. A vos sí que te deben esperar en fila las chicas.

—Mira quien habla vos las miras fuerte y les haces un hijo.

—No es para tanto, amigo, tuve que laburar bastante para fabricar esos pibes. Ahora que los tengo que mantener a fin de mes, me la quiero cortar.

—Bueno, Arévalo… Solo digo que sos un bardo, chabón. No te ofendas, por eso creo que me caes tan bien.

—Sí, es cierto. ¿Y vos? Vos sos un bardito, doctor, no me lo niegues porque te delata ese brillo en la mirada. Vamos, carajo, ese es mi abogado.

—Bueno, ya estamos terminando con esto. Y quería contarte algo que soñé anoche…

—Ja, soñó conmigo, yo le dije soy como el Freddy Krueger de Lanús ahora que tengo esta cara. Y la verdad, algún pibe que otro me he comido, lo admito. Pero vos no me tenés porque tener miedo. Con vos la mejor, doc.

—Sí, lo sé. Pasa que no soñé con usted.

— ¿En qué quedamos?

—Bueno, soñé con otro, con un muerto, pero este muerto se me aparecía. En realidad yo me aparecía adentro de su tumba, y él me decía que me había traído hasta allí porque Dios le había dado un mensaje para mí. Y ese mensaje era que vos, ¿Conoces el mito del dopplegänger?

—¿El doppelqué?

—No, sí ya sé, haber dejáme explicarte desde un poco más atrás. Estos días vengo mal, acabo de mudarme solo, estoy a mil de trabajo y encima tengo un proyecto… La verdad es mucha presión… Estoy tratando de decirte que según mi sueño… A ver cómo ordenarlo para que entiendas… Por más que para vos yo sea tu abogado, para que entiendas hay un secreto sobre mí que no puedo ocultarte más.

—Oigo.

—Lo que trato de decirte es que yo… soy escritor.

—Ah, bueno… Ahora, sí entiendo. ¿Y la estás flasheando mal?

—Mal.

—Mirá, ahí viene el mozo. Yo te escucho, me interesa, pero deja que pida algo porque tengo una lija mortal.

—Si me haces el favor de prestar la oreja no puedo menos que invitarte. ¿Qué vas a querer?

—Un café con leche y un tostado mixto.

—Dos cafés con leche y dos tostados, entonces.

—Gracias, amigo. Soy todo orejas.

 

Y empecé desde el momento en que escribo mi cuento hasta la noche que sueño con el fantasma de Simeszko que vuelve para advertirme de Arévalo. Cuando terminé de contarle todo se quedó con el ceño fruncido y me miró un rato en silencio. Después soltó una carcajada y me dijo: “Doctor, no te puede estar pegando tan mal, porque vos sos un pibe bien y seguro tomás de la buena.” Después se dio cuenta de que yo estaba de verdad angustiado y se puso serio. Me dijo:

 

—Entiendo que la realidad lo angustie, amigo. Pero míreme a mí, ¿le parece que yo tengo motivos para cagarme de risa?

—Ya sé, Arévalo. Estás en todo tu derecho de creer que todos mis problemas son pajas mentales de un pendejo de clase media que se cree Edgar Allan Poe. ¿Pero qué puedo hacer?

—Podés contarme algo gracioso. ¿No? Digo, entre todo ese infierno que se te abre justo un paso antes de los pies, debe haber algo que dé risa.

—No lo creo. Aunque quisiera poder reírme más de mí.

—Bueno, entonces espera que venga el café y ponéle por lo menos tres sobres de azúcar, una vez que haya sentido el gustito, trata de recordar, algo debe haber. No digo que sea mala tu historia, pero hace falta una anécdota divertida para matizar un poco, nada más.

—Voy a intentarlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UNA ANÉCDOTA GRACIOSA

 

Déjeme pensar. No. No me acuerdo que anécdota graciosa le conté a Arévalo. ¿Quiere que le cuente algo que me parezca divertido ahora? En este momento nada me da gracia. Estoy demasiado angustiado para que algo me de gracia.

Bueno, si insiste…. Desde que comenzamos a tener nuestro trato de médico-paciente nos tratamos de usted, por mutuo acuerdo, como un gesto posmoderno de dos amantes de la literatura del siglo diecinueve. Aunque ambos tenemos en común cierto espíritu pomposo, creo que usted se toma todo demasiado en serio. Ni bien arrancamos, me dijo algo así como que en nuestra chata vida moderna, siempre trataba convocar momentos de intensidad de épocas mejores. Por ejemplo, nuestro trabajo de terapia, si era encarado con la entidad que se merecía, podía ser parte de la historia del psicoanálisis, y que por eso debíamos sentirnos como verdaderos caballeros del siglo diecinueve. Me aclaro que en su interior se sentía un hombre del Renacimiento trasladado al tiempo actual a través de una máquina del tiempo. Me dijo: “Simesko, yo debí haber nacido siglos atrás, soy un Lord Byron, perdido en el siglo veintiuno.” Y no creo que fuese del todo una metáfora. Me refiero a ese alter ego poético suyo, Francis Waiss, con el que publica sus poemas Byronescos. A que tiene una sala con un piano bebé que toca a la luz de un candelabro. Hasta lo he visto usar un gorro frigio y una capa. ¿Creyó que había olvidado que Francis Waiss no es su verdadero nombre? Lo recuerdo bien: hicimos un pacto al principio de la terapia para usar nuestros seudónimos, aunque insistió en que Francis Waiss era más que eso: era un heterónimo. No sé qué será eso, pero me pareció gracioso.

Sí, claro, yo también soy un caballero de época, más decadentista, me viene bien el trato de usted, y mi seudónimo responde a la voz de un fantasma. ¿Me entiende? No, no quise ofenderlo. Tiene razón, el trato de usted se volvió imprescindible. Cambiemos de tema. Ya recordé la anécdota que le conté a Arévalo. Porque será que lo gracioso de verdad es siempre algo que incluye al que narra en una situación de ridículo, o de simple y llana humillación. Va a reírse a mi costa. Déjeme contárselo en tercera persona.

 

Simesko vivía solo ahora en un departamento del barrio porteño de Flores. La primera semana no tuvo contacto con los vecinos salvo poco más que el saludo y la obligada charla sobre el clima en los trayectos comunes, que en este edificio era mínimo dado que ni siquiera había un ascensor.

Hasta que pasados unos cuantos días. Una noche, sonó el portero. Cuando abrió la puerta, vio a una señora cincuentona, delgada, muy maquillada, de gestualidad felina.

—Hola querido, soy Haydeé, la vecina del cuarto ¿sabes?

—Qué tal, Leopoldo. Encantado.

—Me imagino que habrás oído hablar mucho de mí.

—No, la verdad que no.

 

“Es la vieja loca que quieren echar del edificio”, pensó Leopoldo, de inmediato. El consorcio estaba juntando las firmas de todos los propietarios. Entonces comenzó un silencio largo e incómodo.  Ella lo estudiada, él la estudiaba.  Él sabía que ella lo miraba con intenciones más afectuosas que las suyas. También sabía que las palabras cumplían, en ciertas ocasiones, el objetivo inverso: marcar distancia.

 

—… en realidad, sí.

—¿Sí? ¿Sí que?

—¿Qué sabés de mí?

—Que están juntando firmas porque la quieren echar.

—Ah, mirá. Acá la mierda corre rapidito. ¿Te dijeron por qué?

—Porque… porque… ¿está loca?

—Ah, ¿vos pensás eso?

—No, yo no, yo no la conozco, pero dicen… Capaz que me llegó el rumor de una persona que no le tiene mucha simpatía.

— ¿Fue la gorda de la planta baja?

—No, no sé, no me acuerdo.

—Está bien, está bien, se dice el pecado pero no el pecador. En fin, yo no vengo a eso, querido. Yo solo quería presentarme, ya que no tuvimos oportunidad de hacerlo antes. Quería que me conozcas tal cuál soy. Para que no te dejes llevar por todas esas pelotudeces que se dicen.

—Está bien, no se preocupe, ya la veo que no es como dicen.

—Ay, ahora que lo decís, me intriga saber cómo me ves vos, querido.

—Es que no soy muy bueno para las descripciones. No sé, me cuesta.

—Te estoy cargando, es un chiste. Mira, yo soy una señora muy sola, algo protestona. Pero es la vida, he tenido un par de altercados con los vecinos, no te lo voy a negar. La verdad es que vengo teniendo unos años negros. Primero me echaron del trabajo.Ahora mi madre con cáncer postrada en la habitación oscura, que solo me llama para pedirme cosas. Te juro. Hace tiempo que ni la cara le veo, es como en aquella película de Hitchcock: La Psicosis.

—¿Está muerta?

—No, no, era un decir. Pero a estas alturas no veo la hora, querido. Disculpá  que sea así de honesta, pero me inspirás confianza.

—Ajá, qué casualidad, todos me dicen que soy una persona, no sé, que sabe escuchar. ¿Cómo se dice? ¿Comprensiva? ¿Atenta?

—Me hacés reír vos, “persona”, qué ocurrente. Flor de muchacho sos. Y bueno, por todo lo que te cuento te darás cuenta…

— ¿De?

—De que es mucho para una mujer sola. Yo soy mujer, y estoy tan sola. ¡Ay!

— ¿Qué le pasa, señora? No llore, por favor.

—No, ya ni lágrimas me salen. Es un dolor acá ves, acá, tocáme, sentíme…

— ¿Qué? ¿Le duele el pecho? ¿Sufre del corazón?

—No, es un decir…

— ¿Quiere una aspirina? ¿Un vaso de agua?

—No, corazón. Me duele el pecho, pero es de la pena que tengo. Vení, abrazáme… ¡Abrazáme!

—Bueno, un poquito nomás. ¿Así está bien?

 

Mientras Leopoldo abrazaba sin fuerzas a Haydeé. La piernita delgada de ésta emergió de su sobretodo, desnuda, blanca, todavía firme, y comenzó a tantear el espacio que había entre las dos piernas del joven escritor. Una vez invadida esa zona siguió subiendo lentamente hasta rozar el pliegue de sus pantalones, justo a la altura de sus testículos, hasta elevarlos sutilmente.

 

—Chiquito, sigamos hablando en mi dpto., ¿querés? Hoy mamá fue a casa de una hermana en La Plata, no viene hasta mañana. Tengo una cerveza en el freezer…

—Eh…

—… música.

    ¿Eh?

—Puedo poner velas.

    ¡No!

    Ay, pero, ¿qué dije? ¿Te ofendí?

—No, para nada. Yo en realidad… ¡estoy esperando visitas!

— ¿Tenés novia? Mira que lo mío es un rato agradable nomás, si querés se podrá repetir, sino como dicen ustedes ahora: “Todo bien, eh”. ¿Viste qué actualizada estoy no?

—No, no tengo.

—¿No tenés novia?

—No, yo espero a un amigo…

—Ah, sos puto, no te preocupes. Yo soy una señora de mundo.

—No, tampoco, señora, tengo que irme en este momento. Es decir, ya.

—…

—¡Me estoy cagando!

—Ay, pero qué grosero.

 

La saludó cortésmente, aunque casi al mismo tiempo la empujaba hasta el hall. Cerró la puerta de un golpe que hizo vibrar las ventanas y se quedó sosteniéndola con la espalda, como si se estuviera por caer. Creyó que había usado la peor de las excusas pero ahora sus vísceras se retorcían como tratando de no faltar a la verdad.

 

Ese fue mi primer encuentro con Haydeé. Luego me la crucé en el palier cuando venía mi madre de visitas. Estaba seria, nos saludó con sequedad, tenía el orgullo herido. De todas formas entabló diálogo, casi sin quererlo. Se presentó frente a mi madre como “una nueva amiga”.

 

“Usted tiene suerte de tener un hijo tan bueno. Es todavía muy pichón, un tanto torpe, pero el manual de cortesía se aprende con el tiempo. Yo la verdad que no me quiero meter en su vida, si sabré… Fui joven hace no tanto y sé muy bien que lo peor que se le puede hacer a la juventud es decirle qué hacer. Su chico me despierta una ternurita, no como madre, porque la verdad que lejos de eso estoy, jamás sentí instinto maternal en mi vida. Soy una persona muy sexual. Lo que quería decir era otra cosa: soy vidente natural. Desde los trece años, cuando se me presentó un ángel y me dijo que papá iba a morir a causa de su alcoholismo. Es un don, y a la vez, una carga enorme, te tildan de esto y de lo otro. Yo igual le estoy inmensamente agradecida a Dios, que es el único todopoderoso, a mí no me ha dado nada más que un poquito de su gloria en ese don que tengo. Que por cierto me ayudó a tener un ingreso cuando me quedé sin mi puesto municipal. Bueno, no voy a robarles más tiempo, lo que quiero es advertirles nomás. Señora, este chiquito está metido en un ambiente muy jodido, así que cuídelo. Yo otro día le voy a hacer bendecir una foto si me deja. Todo ese tema de los juzgados y los presos, la misma gente que trabaja ahí, toda una matufia. Yo voy a orar, pero que me haga el favor de no bajar guardia, le veo el aura muy asediada por entidades bajas… Bueno, no les robo más tiempo. Un gusto, señora.”

 

Y tiró unos besos al aire. La miramos con intriga. Y mi vieja susurró a un volumen peligroso: “Loca de mierda”. Después me miró seria y me dijo: “Con esa ni se te ocurra, eh.”

 

INCONMESURABLE, INFINITO

 

Basta de anécdotas. Voy a hablar de mi trabajo como escribiente en el juzgado. De todo lo que sucedió allí en el tiempo durante el que estuve allí, que fue corto pero ahora me parece inconmensurable, infinito.

El Dr. Francese nos hizo una carta de recomendación a Augusto y a mí, porque le parecíamos los alumnos más destacados que tenía en su grupo de practicantes del turno tarde. Con sus referencias tuvimos entrevistas laborales en dos juzgados del Edificio del Poder Judicial de Avenida de Mayo 757.

¿Necesita que lo describa? No hay mucho que decir, uno de esos edificios típicos del microcentro. Tres pisos, frente deslucido, un imponente portal de acero repujado en el frente, vitreaux con motivos sacros que permanecía semiabierto para dejar ver un ascensor antiguo, de esos que parecen una gigante jaula para canarios. Llamativo, pero a simple viste se confunde perfectamente con el resto de las construcciones de esa calle. La única diferencia notable es que sobre las ventanas del segundo piso tiene posadas dos gárgolas, o al menos dos aves de piedra con caras monstruosas, junto al pequeño balcón de la ventana principal. Me impactó al principio. Me sentía transportado a un escenario del siglo pasado pero con el tiempo se volvió parte del paisaje.

Bueno, retomando, ahí me entrevisté por primera vez con el Dr. Wolf, o para ser más preciso me entrevisté con su secretaria privada, una chica más joven que yo, delgada, lánguida y pálida, con lentes gruesos y una antipatía sin matiz alguno. Ella ojeó la carta del Dr. Francese y mi curriculum me hizo unas preguntas con su voz chillona que parecía leer con nerviosismo desde el monitor de su computadora. Luego tuve que esperar en el hall del juzgado que quedaba en el segundo piso del edificio.

Durante la entrevista creí entrever la mano del Dr. Wolf mientras charlaba por teléfono, su voz ronca y murmurante y una espesa nube gris proveniente de su cigarrillo. Lo que más me llama la atención hoy es que, durante todo el tiempo que pasé en el juzgado, la presencia del Doctor Wolf sería igual de elusiva que ese día. Como una figura de un sueño, una especie de holograma que siempre elude el primer plano.

Volviendo al día de la entrevista. Pasada una espera de unas dos horas, su secretaria salió y me dijo que era mi turno. Enseguida salió el Dr. Wolf. Parecía debajo de un enorme gabán un hombre alto y fornido, de cabellos muy negros y anteojos oscuros, pero con un rostro pálido, impersonal, casi sin facciones. Me estrecho la mano rápidamente, tosió y salió apurado hacia la calle. Fue un apretón blando, que parecía no tener peso, además la mano se sentía helada. Antes de irse, me dijo que arreglase los detalles de mi ingreso con Patricia Zamudio, la Prosecretaria.

Patricia, en cambio, desde el principio, fue una figura central, de esas que uno trata de eludir y siempre ocupan el plano principal del campo visual. Sus facciones mal retocadas por la cirugía plástica no parecían tener nada en común con los rasgos humanos, sobre ellas había excesivas capaz de maquillaje. No era para nada alta, al contrario –un metro sesenta a lo sumo–, era en extremo delgada, y sin embargo su presencia física era pesada, imponente. El cabello teñido de un negro azabache con reflejos violáceos parecía una peluca que le calzaba perfecto, peinado tirante hacia atrás y corto como el de un varón. El día ese vestía un masculino trajecito azul petróleo, con camisa blanca y una corbata roja. Parecía un siniestro muñeco de ventrílocuo.  Acentuaba ese algo intrigante y macabro de su presencia una voz de trueno que parecía una perpetua amenaza incluso cuando la intención de sus palabras fuese amable. Su semblante impertérrito y el fulgor de sus ojos almendrados definitivamente no pertenecían a este mundo. Desde ese mismo momento lo supe: Patricia sería una pesadilla viviente. Y a pesar del terror que me producía no podía concentrarme en las indicaciones que me daba. Solo logré retener que empezaba el lunes a las siete en punto: “traje, corbata o moño”, me aclaraba socarrona.

El día que comencé a trabajar en el juzgado del Doctor Artemisio Van Der Wolf, o Dr. Wolf, como mejor se lo conoce, se encontraba de licencia porque se había quebrado una pierna. No, no recuerdo cuál, ni qué hueso exactamente, pero sí que el accidente había sucedido en Suiza, mientras esquiaba. Lo que sí recuerdo en detalle es que fue Patricia la que me comunicó con una sonrisa burlona la situación. Agregando misteriosamente, con aspereza: “No te preocupes, estoy segura de que solos nos vamos a entender. Te acordás de esa canción infantil: “Juguemos en el bosque...” Y acto seguido prendió un cigarrillo. Yo le respondí con una de mis sonrisas breves, como las que le hacía a mi madre después de tragar su sopa, para mostrarle que para mí no era tan mala cocinera como decían las tías. Posiblemente satisfecha con la impresión que me había causado, caminó unos pasos en línea recta, ida y vuelta, en silencio, mientras jugaba con su llavero. Se presentó finalmente: “Soy Patricia Elisabetta Zamudio Mondragón, Patricia Zamudio, para abreviar. La Prosecretaria de este juzgado. La depositaria de muchos comentarios insidiosos, también. No soy la figura de simpatía de la mayoría de la gente de este edificio. Para serte sincera tampoco soy la figura de simpatía del Dr. Wolf, pero soy su mano derecha en todo lo administrativo. Por una simple razón, no se me escapa una coma ni un punto, tengo todo bajo control, y exijo ese mismo rigor de todos mis subalternos. Ya sé que estás pensando: no soy abogada. Pero tengo título universitario, del conservatorio de artes dramáticas. Pero nunca ejercí, llevo veintidós años trabajando en el Poder Judicial. Pongámoslo de este modo: vueltas de la vida”, decretó arqueando apenas las cejas. Su pequeño trajecito masculino acentuaba la teatralidad de su forma de hablar.

Una vez terminada su escena me di cuenta de que había cesado toda actividad en la oficina. Por unos instantes se hizo un hueco de silencio y vi todas las caras de mis futuros compañeros, de frente y expectantes. Fue como una fotografía del elenco completo, personajes sin nombre, asomándose entre ficheros y pilas de papeles para ser vistos en su totalidad al menos una vez. “¿Qué te parece este circo? ¿Pintoresco, no?”,  se rió con amargura. “Espero que te guste porque acá vas a pasar la mayor parte del día, conmigo y mis subalternos”. “Subalterno”, era una de las palabras favoritas de la Prosecretaria. Cuando empecé a ensayar una respuesta, Patricia Zamudio ya me había dado la espalda. No se detuvo para averiguar lo que yo podía pensar, ni esa vez, ni ninguna otra. Prefería dirigirse de la manera más atroz, monologando, sin fijar la atención ni la vista sobre nadie, sin escuchar lo que se le respondía, como si estuviese representando una pieza teatral.

 “Ahora te pido que me esperes un rato. Toma asiento por ahí hasta que vuelva”. Insinuó irse y todos se pusieron a charlar a los gritos. Entonces volvió, arremetiendo entre el bullicio: “Ah, me olvidaba. El doctor dejo un encargo para vos. Pero no puede interferir con tu trabajo acá. Esto es tarea para el hogar. Vas redactar un borrador de sentencia de un juicio de amparo, es “Lacayo, Agustina y otros, contra Gobierno Nacional s/ Amparo por vivienda”, buscálo en el casillero F. En media hora estoy con vos”. Esa última oración la dijo muy lenta, especialmente el apellido de la demandante, que lo dividió en sílabas “La-ca-yo”, mientras en el fondo, se formó un murmullo compacto del que no pude desenredar una palabra. Al callarse las voces, se entendió bien nítido a un gordo de anteojos gruesos y pelo grasoso, decir: “¡Uy, Lacayo!”.

 

—Perdón, puede ser el casillero L, digo, si es Lacayo —intervine por primera vez, dibujando una “l” mayúscula en el aire con el dedo índice.

—No, no. Es el F, F de Fernández. De Filisberto. ¿Estamos? —insistió ella poniéndose algo inquieta.

—Ah, entiendo —afirme sin saber por qué.

 

Cuando tuve visualizado el casillero F, el último de la derecha y arriba de todo, como a cinco metros, busqué con la vista la forma de alcanzarlo. En el otro extremo de la habitación encontré una escalera con manija que se deslizaba por todos los casilleros, a través de dos rieles, uno que surcaba el techo y otro el piso. Tomé la escalera y respiré hondo, para treparla por primera vez. Comencé a escalar despacio pero firme. Cada uno de los escalones sin excepción crepitaba peligrosamente, sugiriendo mi caída. Pero llegue al último peldaño victorioso.

Arriba empecé a apilar sobre el brazo derecho los expedientes que iba retirando: “Fígaro”, “Ferreyra”, “Felford”, “Fumigadora del Oeste”, “Farrell”, “Finkelstein” “Financiera Dock Sud SA”, “Fernández”… Ya tenía como diez kilos de papel y plástico en el brazo y no aparecía lo que necesitaba. “No te preocupes, el que buscas siempre está último. Esa es una ley que siempre se cumple” me previno desde abajo Asunción, la Auxiliar Administrativa de nacionalidad boliviana que atendía la Mesa de Entradas.  Por su tamaño a Asunción todos la llamaban Recesión en su propia cara. Ella parecía no inmutarse al oír ese apodo. Y no era para menos, la misma Patricia parecía alta a su lado.

Mientras hacía equilibrio en las alturas, me las ingeniaba para ir apilando los expedientes que no necesitaba en un solo brazo, mientras me movía tambaleando, aferrado a la escalera, dándome empujones con el pie derecho a los marcos de la biblioteca. Así evitaba bajar de la escalera, una y otra vez.

¡Lo encontré! “Lacayo, Agustina y otros c/ Gobierno s/ Amparo por vivienda. Nº de expediente: 11.242”. Tenía adherido un cartelito escrito a mano que parecía tener un tiempo ya: “URGENTE. A RESOLVER” Más abajo se leía mecanografiada la fecha de inicio del expediente 12/02/1992.

Pensé entonces en febrero de 1992, seguramente veraneaba en Mar del Plata, con catorce años. No hubiera imaginado una carrera judicial. Entonces quería ser cirujano. Practicar autopsias y operaciones a corazón abierto. ¿Dónde había ido a parar todo aquello? Vueltas de la vida, coincidí con Patricia, la licenciada en Artes Dramáticas.

Pero ahora reconsideraba el destino no tan azaroso. Con el expediente entre mis manos, todo cobraba sentido. Tuve la sensación de que la Señora Agustina Lacayo y los otros innominados de la carátula de plástico negro estaban allí, erróneamente encasillados. Desde hacía catorce años esperaban que yo fuese a rescatarlos. A redactarles el borrador de esa sentencia que se estaba demorando como el Reino de los Cielos. Era un expediente grueso, casi completo en sus 200 fojas reglamentarias. Al abrirlo vi que empezaba por la foja 1001.

Desde abajo, Recesión, me informaba que ese era el noveno cuerpo del expediente. Para ver la causa debía dirigirme al segundo subsuelo, donde estaba la oficina de Archivos. Ahí daría con los ocho cuerpos faltantes.

Mientras bajaba la escalera, me admiraba de lo diminuta que era mi compañera. Estaba de buen ánimo y por eso daba saltito de escalón en escalón, haciendo vibrar toda la biblioteca. En ese momento, irrumpió desde abajo la Prosecretaria, y sujetó la escalera, regañándome: “Bajá con suavidad, querés. Esas escaleras están todas agusanadas.” Más suave agregó que en el juzgado de al lado, se había caído un ordenanza y hubo que darle una licencia por dos meses. “Podés creer, dos meses enteros pagados sin mover un papel. Así estamos. Siempre al borde de colapsar”.

No me caí. Aunque mientras Patricia me daba directivas desde abajo, no podía dejar de fantasearlo. Después quise ir al archivo a buscar los otros expedientes, pero me dijo que lo hiciera al finalizar la jornada.

 

—Tarea para el hogar. Ahora te quedas y atendés la mesa de entradas con Asunción. Son casi nueve mil expedientes, ya vas a ir memorizándolos, paciencia. Más adelante vas a hacer tareas propias de escribiente. Y si Dios quiere vas a llegar mucho más lejos también ¿Sos creyente?

—Un poco.

—Mira, cuando uno cree, nada es tan grave. Mi único deseo era ser madre. Pero Dios quiso que fuese tía.

 

Esos fueron mis primeros contactos con la Prosecretaria, con el tiempo aprendería a quererla, en el fondo, sabía tenía un corazón tierno y rojísimo.

¿Me faltó algo?... Ah… Walser no consiguió el trabajo. Pero no se puso mal, ni nada.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LACAYO CONTRA GOBIERNO 

 

“Tenes que ponerte a trabajar sobre el caso como si fueses “Su Señoría”, pero vos trata de no pasarte con el whisky, querido”, me había dicho Patricia. Era bastante común que el juez le encomendara a un subalterno redactar el borrador de una sentencia. Si Dr. Wolf aprobaba el borrador se convertía en sentencia sin más trámite que su firma al pie.

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El expediente de “Lacayo” me provocaba angustia. Quizá las miles de causas pendientes le provocaban eso mismo al Doctor Wolf, y por eso recurría a las bebidas blancas. Una vez se le comenté a Patricia pero ella me dijo que no, que era de viejo putañero nomás. En lo que a mí respecta, la angustia no se debía a tener un trabajo extra. Con solo comenzar a leer el caso me sentía mal. No había una razón evidente, no encontraba palabras para explicarlo. Cuando abandonaba el expediente por un rato mi malestar quedaba en suspenso. No lograba afectarme hasta que volvía a abrirlo.

 

La causa la había iniciado diez años atrás un defensor oficial que ya no permanecía en el cargo. Desde entonces, se habían ido acumulando nueve cuerpos que hoy no puedo comprender como hice para transportar del trabajo a mi casa y de mi casa al trabajo, durante varios meses. Pero no quiero contar esos viajes, sino los interminables trayectos que cuenta el expediente en sus mismas páginas.

Antes me parece importante aclarar, que hay varios tipos de peticiones judiciales, la que se inicia en este caso se llama “acción de amparo”, es un tipo de pedido que debe atenderse de forma “urgente y expedita”. Por ejemplo, porque puede estar en peligro la vida o la salud de una persona.

En este caso, según cuenta el primer Defensor Oficial en abril de 1992, la señora Agustina Hilda Lacayo acudió hasta su despacho con un bebé en brazos para contarle que su familia –era viuda y tenía ocho hijos menores– se habían quedado en la calle luego de que la pensión donde vivían, fue clausurada por riesgo de derrumbe.

Allí empiezan los viajes que la mayoría de las veces terminan en desencuentros.

La Defensoría envía el expediente –que por entonces eran apenas unas veinte hojas– al juzgado en el año 1992. Una vez allí, el juez dice que el mismo irá hasta el lugar para comprobar si verdaderamente está a punto de caerse a pedazos. Desde ese momento y por seis meses, el juez intenta notificar de dicha visita a los dueños del hotel, y siempre por uno u otro motivo –mal un nombre, mal una calle, mal un número, nadie que abra la puerta– la notificación fracasa.

Salteando unas cuantas hojas donde el expediente va y viene con informes del juzgado a la defensoría y viceversa, se llega al momento donde se logra notificar a los dueños de la pensión. Días antes de que el juez reúna a los peritos el edificio es demolido por orden de la municipalidad. Semanas más tarde, el juez toma audiencia a las familias para comprobar su situación socioeconómica, es decir, para saber si aún viven en la calle. (En realidad habitaban un terreno baldío donde habían armado una toldería.)

A continuación, el juzgado le solicita a una oficina municipal, llamada Unidad de Planeamiento Urbano, que informe sobre el progreso del programa habitacional que ellos coordinan. Como estos pedidos nunca se contestan se aplican multas a la municipalidad. Pasado un tiempo, un abogado, en representación del municipio, apela la multa, por lo que el expediente se eleva a la Cámara de Apelaciones. Luego de una larga discusión doctrinaria se decide que no corresponde aplicar las multas. En cambio, sí, cabe otorgar un plazo más amplio para que la Unidad produzca los informes. Cerca del vencimiento de ese plazo, el mismo abogado hace notar al juez que un decreto ha disuelto la Unidad de Planeamiento, reemplazándola por otra unidad, llamada “Polivalente”. Entonces, se le traslada la responsabilidad de dar informes a esta Unidad Polivalente. Y luego de varias otras idas y vueltas, intimaciones y discusiones de diversos colores, un año más tarde, la Unidad Polivalente brinda toda la información.

Más tarde, un escrito del juez ordena a la municipalidad dar albergue a estas familias sin techo en algún otro hotel “de los denominados familiares cercano la zona de Constitución” –un eufemismo para referirse a una nueva pensión. Para el caso de que esto no se cumpla, el juez además amenaza con aplicar “astreintes”, que son una sanción diaria de varios pesos que se van acumulando.

Y así continúan varias páginas más hasta llegar a 1999. A partir de ahí expediente no deja de viajar puntualmente cada quince días. Siempre surge un nuevo obstáculo para darle cierre a la causa. En cambio, se lo deriva a alguna otra oficina para pedir nueva información. De regreso al juzgado puede leerse siempre la fórmula: “Por devueltos, agréguese y hágase saber.” Y a continuación: “Remítanse los mismos al Defensor Oficial”.

Cada nueva observación del Defensor Oficial alcanza, al menos quince fojas, que  informan la cambiante situación del grupo de personas hospedadas en un hotel familiar de Constitución. Por ejemplo, narra que no todos han sido alojados en el mismo hotel, o que alguna de las personas que iniciaron la causa, se ha retirado del domicilio y se han perdido de vista. Así, el juez se ocupa de rastrear el paradero de esas personas a través de la Defensoría. Le indica al municipio que los informes que emitió son anacrónicos y le ordena que los actualice. En ese ínterin, se van acumulando largos escritos donde se repite mucha de la vieja información: el detalle pormenorizado de las obligaciones del Estado con los ciudadanos sin techo. Una reseña de las obligaciones asumidas en tratados y declaraciones de derechos internacionales que se cumplen gracias a la actividad de la Unidad Polivalente. Citas jurisprudenciales sobre la problemática de la falta de vivienda. Tablas porcentuales que dan estadísticas sobre la población en estado de indigencia desde 1978 hasta 1999. Un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el que se decide no sé qué cosa, y un todavía más largo etcétera, hasta llegar a los últimos párrafos donde el nuevo Defensor Oficial le pide al Juez de una sentencia.

Después de haberlo leído todo, pensé que si me apuraba a escribir un borrador de la sentencia, iba a lograr que el expediente dejara de crecer, como los tomos de una infinita enciclopedia. Lograría que Agustina, y toda la gente sin nombre que se acumulaba detrás de ella, consiguieran un domicilio fijo. Gracias a esa ilusión, un tiempo estuve más concentrado y animado que nunca con el trabajo. Era una buena razón para justificar mi presencia en el juzgado: dar cierre a un circuito que parecía una locura.

Un presente continúo en el que se seguían agregando papeles sin fin.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TENSIÓN EN LOS HOMBROS

 

—Qué interesante, Leopoldo. ¿Cómo solucionó el problema del expediente infinito?

— ¿Cómo lo solucioné? ¿Qué parte no entendió, doctor? Yo era un escribiente, nada más. Cualquier idea de que podía solucionar algo era una ilusión.

—Le habían dado a un usted la responsabilidad de la sentencia.

—Sí, es cierto. Me di cuenta de que esa ilusión de tener cierto poder era algo pensado para mantener al personal ocupado. En mi caso fueron casi seis meses de engaño, que para mí no fueron nada pacíficos.

—No entiendo, ¿puede ser más preciso?

—Durante los cuales me sentí adentro de un maelström. Tenía tanta ansiedad por los giros de la causa que a menudo me mareaba, me caía al piso, terminaba lleno de moretones. ¿Me sigue?

—Trato de seguirlo, no se agite.

—Es que parece infinito este asunto. Ahora me veo contándole, palabra por palabra, la misma historia que un año atrás le contaba a Arévalo, el cara-quemada. Es una historia que debe ser contada dos, tres, cuatro… infinitas veces, porque el narrador descubre nuevas implicaciones cada vez que alguien le echa un ojo a su relato.

—Digamos que debe ser contada dos veces y ya. Para que el narrador pueda identificar las partes en que el delirio se adueñaba de su razón. Ahora: lo oigo.

—Bueno: lo más importante es que ese expediente nunca se resolvió, a pesar de que trabajé como un condenado. Primero que nada me dediqué a hacer un resumen de toda la causa. En esa sola tarea estuve un mes más o menos. Casi siempre trabajaba de noche. Era el único momento silencioso del día. Pero llegaba tan cansado que quería escribir pero cabeceaba sobre el monitor. A veces, me quedaba dormido sobre la mesa. Soñaba con Agustina Lacayo y sus hijos. Iban sentados en la caja de una camioneta que se alejaba por una ruta polvorienta. Me miraban con reproche, como diciendo: culpa de tu flojera…

—Su subconsciente le pasaba factura.

—Así es. Pero me inventé un método para no ceder al sueño y tenerlos siempre presentes. En una National Geographic encontré unos retratos de una refugiada iraquí y sus hijos desnutridos. Los recorté y los pegué en un panel de corcho que tenía en la pared, junto detrás del monitor.  De esa manera siempre los tenía a la vista: con solo mirar ese sufrimiento tenía que ser muy negligente para no sentarme y trabajar.

—Un poco exagerado, ¿no?

—Sí, además si se tiene en cuenta que los hijos de Agustina Lacayo a esa altura  debían andar entre los 25 y 19 años: ya no había menores que tutelar. Además en diez años sin un techo se habrían acostumbrado a vagabundear como vagos de ley.  Pero no quería enfocarme en la realidad, sino otra vez bajaba los brazos.

—Es interesante ese concepto, ¿no?

— ¿Cuál?

—Que una persona que piensa en términos prácticos y realistas no puede seguir los lineamientos de una organización burocrática que impone su lógica propia. Es ese el verdadero paria de la organización, ¿no le parece?

—No sé, doctor. Creo que exagera usted ahora. Patricia me decía algo sobre eso: “No te pierdas en pensamientos laterales, Leopoldo. Solamente te desalientan. Vos tenés todo para ser un muchacho de ley, así que derechito para adelante y con anteojeras.” Y más allá del regaño creo que me lo decía con buenas intenciones. Porque si uno va a lo simple, yo tenía que sentarme y sacar ese maldito borrador de la sentencia. Era un encargo de mi jefe máximo, tenía que ser eficiente si quería progresar. Y eso hice: escribí y escribí, con prisa y sin pausa.

— ¿Cómo le fue con eso?

—Le voy a decir que escribir una sentencia no es tan distinto a escribir un cuento de ficción.

— ¿Lo dice por el final feliz?

—No, lo digo porque yo nunca puedo terminar lo que escribo y esto corrió la misma suerte. Mientras no podía cerrar el proyecto se seguían realizando informes y cuando quise llegar a una conclusión ya existía un noveno cuerpo para leer y resumir. Pero eso no logró desmoralizarme: me había puesto en una situación de duelo. Era yo o el avance del tiempo. Tenía que correr hasta llegar a escribir: “fin” o “es justo”. Firmado: Doctor Wolf. Ya no podía ni siquiera pensar en Agustina o sus hijos. Mi objetivo era ganarle la carrera al tiempo.

—Y no lo logró. ¿Verdad?

—No, pero tampoco desmerezca así de lleno todo mi trabajo. Déjeme decirle que hubo momentos en los que estuve cerca.

— ¿Qué tan cerca?

—Una tarde llegué a entregarle un borrador a la secretaria privada de Wolf. Apropósito esta chica, Gracia se llamaba, era un misterio, porque se la veía en las oficinas con menos frecuencia que al propio Wolf. Al tiempo que yo entré a trabajar, se platinó el pelo e intentaba ser cordial conmigo. Pero se ponía en evidencia lo triste y amarga que era. Se puede decir que en ella su bonito nombre lucía como un oxímoron. Todos decían que era una de las amantes de Wolf y por eso la tenía ahí. En fin, iba a hablarle del borrador de sentencia.

—Adelante.

—Se lo pasé a Gracia. Y un par de semanas más tarde me lo devolvió todo lleno de correcciones en rojo: globos, palabras tachas, acentos, aclaraciones al margen. Con una sonrisa de yo no fui, me dijo: “Bastante bien por ser un primer borrador. Leelo bien y presta atención a las correcciones. Igual, te comento que hay nuevos informes para tener en cuenta, no los dejes de incluir en el próximo borrador.”

—Le molestaron las correcciones hechas por ella.

—Ese dato no me inquietaba demasiado. Era la carrera contra el tiempo lo que me tenía ya a esa altura, ansioso al borde de la angustia. Estuve un par de meses más persiguiendo el objetivo, que se aplazaba hasta la semana siguiente cuando aparecía un nuevo documento a tener en cuenta. Al final, ya me pateaba las ojeras, había empezado a fumar y andaba taciturno por los pasillos. Hasta que otro empleado, un gordito de anteojos, no recuerdo su nombre pero era macanudo, una mañana se apiadó de mí y se me acercó. Me invitó a tomar un café de la máquina que estaba en el pasillo.

—Quería hacerle una confidencia.

—Exacto. En tono susurrante, algo nervioso por temor a ser oído, me lo confesó.

—¿Qué cosa?

—Me dijo que Wolf no tenía intención de sentenciar en ese expediente. Y por eso lo hacía dar vueltas de acá para allá todo el tiempo. Me explicó que con la medida cautelar que había dictado al comienzo había ordenado darle alojamiento a la familia en un hotelito y que con eso ya había cumplido su parte. Pero que nunca se iba a arriesgar a dictar una sentencia final. Si lo hacía podía sentar un mal precedente para el municipio. Imagine que quilombo armaría una sentencia así. Le pregunté a mi compañero… Conrado, ahí recordé el nombre: “Conrado para qué tantas vueltas, tanta tinta, porque no lo deja dormir en un cajón y listo”. Y él se puso colorado, como si le diera vergüenza ajena y me dijo que así el doctor se divertía con los recién llegados.

—No entiendo.

—Yo tampoco lo entendí. Pero cuando caí me quedé tieso. Primero fueron los hombros, luego la tensión subió al cuello. Estuve así unos cuantos días: con un gesto de horror, los omóplatos erguidos como si fuese el lugar donde se insertan las alas en las aves. El kinesiólogo me aconsejó un psiquiatra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SINDROME DE STENDAHL

 

      Días más tarde sucedió algo aún más extraño... Un domingo –no recuerdo si en junio o julio, ya era invierno– un amigo me invitó a una muestra de arte cerca del puente de La Boca. Le dije enseguida que iría: si me dedicaba al borrador de sentencia esa tarde era probable que quisiera suicidarme.

La obra era una pequeña instalación, hecha por un pintor italiano ya fallecido. A decir verdad, no había nada visualmente distinto a lo que estaba acostumbrado en las oficinas y eso me puso tenso desde el principio. La instalación consistía en unos cuantos escritorios con sobres postales acomodados de mayor a menor. También había gigantografías de cartas de correo, colgadas como cuadros, con la intención de poder prestarle atención a los distintos sellos y a la información burocrática. A simple vista, era difícil sentirse atraído. Más bien quería salir a paso rápido por la puerta principal.

      Sin embargo, en un momento de la tarde me relajé fumando un porro en el baño y me interesé por una pequeña habitación donde se proyectaba un documental donde el propio artista explicaba su obra. Era una cinta de los años sesenta, en Super 8. En ese instante, mientras veía un material fílmico donde se relataba el proceso creativo, creí tener una repentina revelación acerca de mi angustia. Todo me pareció tan claro que no podía entender cómo no me había dado cuenta antes.

      ¿Una qué? Sí, eso: una epifanía.

     

Si mal no recuerdo el nombre de la obra era “El documento postal” de Alighero Boetti.

      La idea había empezado como un juego. Boetti había comenzado a hacer una compilación de la correspondencia que dirigía con datos erróneos a muchas personas, entre las que había amigos y otros artistas, desparramados por distintos países. Las cartas tenían siempre como remitente a este pintor italiano. Lo que se veía en la muestra eran los sobres vacíos con los datos de cada destinatario. Deliberadamente Boetti había emitido todas las cartas a direcciones inexistentes. Así un tiempo después habían vuelto a sus manos todos los sobres rechazados.

      Pero ahí no terminaba: luego realizó un segundo envió postal a los mismos destinatarios con destino a nuevas direcciones, otra vez equivocadas. En esta oportunidad, las cartas contenían en el interior los primeros sobres rechazados. Volvió a repetir esta operación una tercera vez, una cuarta, una quinta vez, y varias otras veces más, usando sobres cada vez más grandes para guardar el anterior.

      Si bien hubo casos donde las cartas nunca regresaron –por ejemplo el de una con destino a la Isla de Montecristo que no contaba con servicio de correo de ningún tipo–, en general logró que la correspondencia fuera rechazada unas quince veces. El resultado final fue un grupo de cartas que al abrirse alojaban otras cartas, cada vez más pequeñas, como muñecas matrioshkas.

      Según el artista esos sobres simbolizaban “las capas de cebollas en las que se envuelve el tiempo y el espacio”. Con ese escaso material hizo la instalación. Como lo explicaba en el video, intentaba plasmar de forma clara, el continuo cambio que implica la existencia humana, y representar al universo como partículas en eterno movimiento.

En la pequeña sala de proyecciones donde veía el cortometraje, me di cuenta de que algo parecido ocurría en el expediente que había llegado a mis manos. Por primera vez tenía un ejemplo concreto del universo entrópico en el que a menudo nos vemos perdidos. No importara cuanto avanzasen las tecnológicas –los GPS o los mapas virtuales o los sistemas LoJack o los rastreadores de llamadas–, frente a los continuos desencuentros que nos deparaban el tiempo y el espacio, estábamos todavía bastante desamparados. Ahí el origen de mi angustia.

Vi la imagen nítida de mi futuro: redactar tres, cuatro, cinco, seis, cien, mil borradores, todos sin sentido. Hasta llegar al día en que la pila de papeles se desmoronase sobre mí, aplastándome como a un insecto.

Comencé a sentirme mareado, pronto me di cuenta de que estaba bañado en sudor, la gente alrededor en la sala de proyecciones me fastidiaba, por más que permanecían en silencio podía oírlos respirar, oler sus alientos. Me levanté a los tumbos, creí que podía llegar al baño pero antes de llegar a la puerta perdí todos mis sentidos y caí desmayado sobre un par de personas que estaban sentadas en el piso.

En la guardia médica me dijeron que había sido solo una lipotimia. Una baja de azúcar en la sangre. Pero cuando comenté la sensación de que la obra de arte me había llevado a ese estado, uno de los médicos se tocó la barba y me dijo que había leído de un fenómeno llamado “El Síndrome de Stendhal” que se parecía a mi descripción.

En mi departamento, investigué el tema en internet y di con un artículo que parecía bastante serio. Lo firmaba un psicoanalista. Advertía que el síndrome se produce como consecuencia de la saturación de la capacidad humana para percibir, en poco tiempo real, impresiones de gran belleza artística. Relataba que en el año 1817, Stendhal apuntó en su diario que después de visitar la iglesia de Santa Croce experimentó unos síntomas muy desagradables a los que nadie podía dar una explicación coherente. Según sus propias notas, Stendhal sintió una ansiedad repentina, una sensación de ahogo y la pérdida de todas las referencias espacio-temporales. Hacia fines del siglo pasado la academia psiquiátrica acuño el término Síndrome de Stendhal para hacer referencia a ese estado de ansiedad que invade a los turistas al visitar una ciudad como Florencia, donde el arte realmente impresiona. Este Síndrome también es conocido como “la enfermedad de los museos” debido a que es el lugar más frecuente donde suele manifestarse. Hasta el presente este fenómeno continúa ocurriendo en las grandes ciudades del mundo donde la gente se deja impactar ante una gran obra de arte.

Había podido entender mi angustia, ahora necesitaba desahogarme. El lunes siguiente me armé de coraje y hablé con Patricia. Le comenté, sin tanto detalle, que mi trabajo entorno al expediente era un callejón sin salida. Durante toda la charla ella ponía sellos con la leyenda “Es Copia” sobre escritos, sin levantar la vista:

 

— ¿Y si así fuese?

—….

— ¿Cuál es la solución?

—….

— ¿Dejar de redactar una y otra vez la sentencia?

—Tal vez.

— ¿Y qué harías entonces?

—Eso no lo pensé. Puedo dedicarme a pensar, pensar una solución al problema…

—Ni lo sueñes, el Juez te arrancaría la cabeza.

 

Patricia sacudió unos papeles en el aire como espantando unas moscas y con una media sonrisa que evidenciaba no estar regañándome del todo, me mandó a trabajar. Enseguida me vio suspirar de agobio y me sacudió el flequillo: “Vamos, Leopoldo: ritmo, color y alegría”.

Siempre me lamentaba no memorizar ninguno de esos adornos pomposos de la lengua jurídica: los vocablos en latín, las citas textuales, los datos históricos. Y de repente esa tarde, en un rapto de lucidez, mis ideas brotaban con la locuacidad de un largo insulto con sustento epistemológico.

Oponiendo el pensamiento de Heráclito con el de Parménides, me pregunté si el cambio era continuo o si lo continuo era un movimiento circular alrededor de lo eterno. Rápidamente concluí que no importaba si era el fluir o el permanecer lo que el destino le deparaba a Agustina Lacayo, a su prole, y mí, el escribiente.

La noción que conciliaba estas dos teorías venía del filósofo cristiano Nicolás de Cusa: “Cointidentiaoppositorum: en Dios se unen los contrarios.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ORIGEN DE LA ANGUSTIA

 

—Está bien, no se angustie. Detengámonos acá… ¿Quiere que charlemos sobre eso?

—Estamos al borde de un precipicio.

— ¿De un precipicio?

—Si esto fuese una historia más lineal el capítulo que sigue sería el punto de inflexión del relato: esa tarde todo cambió porque el lunes yo entraría al juzgado con una mirada distinta y actuaría en consecuencia. Lo siento otra vez: me viene el mareo.

— ¿Puede postergar un poco esa ansiedad de contar hechos? ¿Podemos reflexionar sobre esa angustia?

—Adelante.

—La parte buena es que haya entendido el origen pero la conversación con la Prosecretaria lejos de aliviarlo lo hundió más en sus obsesiones. El problema es que esa comprensión lo angustió más todavía: se vio inmerso en un sistema que no lo comprendía.

—Es cierto.          

—Vayamos un poco más atrás aún: mientras relataba los detalles de la obra de arte usted dijo algo así: “Allí supe de dónde provenía mi angustia”. ¿Cierto?

—Sí, claro.

— ¿Puede desarrollar más sobre esa frustración?

—Me sentía atrapado en el fracaso. No en el fracaso personal de no conseguir un ascenso o algo así. En el fracaso de querer ayudar y que todos los esfuerzos sean inútiles. Además al resto ni siquiera le parecía importante mis esfuerzos. ¿Vio cómo las buenas intenciones se escurren como agua entre las manos?

—Ese episodio fue una enseñanza de cómo en el mundo adulto se acaban los ideales.

—Nunca me creí una persona idealista o no idealista. Cuando tuve la oportunidad de ayudar a alguien, el caso concreto frente a mí, me pareció que era lo correcto y no dudé. Este asunto no se trata solo de la caída de los ideales. Es más profundo.

— ¿Por qué?

—Con solo leer el caso ya me había angustiado. Era algo que ya estaba mal para mí, incluso antes de ponerme a escribir. Saber de toda esa pérdida de tiempo, todos esos viajes sin sentido, todos esos desencuentros. Eso me pareció desolador.

—Entendió algo más trascendental que su visión del mundo. Reconoció cual era la ubicación de lo humano en el universo. Vea, existen dos grandes grupos de personas.

— ¿Cuáles?

—Las que son conscientes de su propia finitud, de que en algún tiempo más morirán y las personas que directamente no lo entienden. No es poca cosa. Es una experiencia desestabilizadora el despertar a la noción de muerte.

—No, no es eso. Eso yo ya lo sabía. Imagínese cómo me sentí cuando supe que ese expediente no iba a tener sentencia, que estaba escribiendo sin sentido.

—Eso es anecdótico, Leopoldo, no debe ser motivo para que usted se angustie. Es trabajo, solo eso. Acá lo importante es esa revelación y la imposibilidad de compartirla con alguien que lo comprenda.

—Le comento que sí pude compartir esto con alguien. Días más tarde me reuní con Arévalo y como quien no quiere la cosa le conté todo este embrollo.

— ¿A Arévalo? ¿Qué sentido tenía hablar de eso con alguien como él?

—Eso mismo pensé yo mientras se lo contaba. Pero a veces una mirada sin prejuicios puede ser la más certera de todas.

— ¿Por qué? ¿Qué le dijo?

—Me dijo que por qué no escribía sobre eso. Es más, me recomendó que lo convirtiera en parte de la novela. Y me miró risueño, no sé si por la cerveza que se había tomado o qué, agregó: “Yo que vos lo escribo en el trabajo y si me pescan, les digo: Lean, putos.”

— ¿Y le hizo caso?

—Sí. Encontré la manera de escribir en horario laboral: le dejaba a las hojas de Word el formato de escrito judicial, que lleva en la parte superior todos los datos burocráticos, incluso los del expediente y en el interior del texto, en letra muy pequeña escribía mi novela. De esa forma si la prosecretaria se acerba al monitor creía que estaba trabajando. Fui feliz unas cuantas semanas más porque me parecía que la historia encontraba su rumbo. El empleado judicial descubría el expediente sin fin que era como una especie de Aleph perdido entre cientos y cientos de papeles.

—Es una analogía interesante.

—Sí. Por un tiempo no sabía qué giro darle: lo descubre y qué… ¿Se mata? ¿Mata a alguien? ¿Se vuelve loco? Tuve unos cuantos de días de bloqueo creativo y en lugar de avanzar con la historia me emborrachaba y me drogaba a la hora del almuerzo. Al regresar encaraba el texto que había quedado paralizado en ese episodio y por impotencia me ponía a escribir insultos larguísimos contra el juez Wolf, contra Patricia, contra el Poder Judicial, la democracia. Ahora que lo pienso hasta esos insultos parecen no tener fin…

—La mayoría de las cuestiones humanas quedan inconclusas, Leopoldo. Usted no es la excepción: nadie puede contra eso porque todo lo humano queda trunco por culpa de la muerte.

— ¿Va a dejarme decirle que fue lo que pasó?

—Lo escucho.

—Escribir en el trabajo fue como firmar mi propia condena. Lo que hice generó un problema que no tiene vuelta atrás.

— ¿Lo descubrieron? ¿Lo sancionaron?

—No exactamente. Perdí ese manuscrito y llegó a las manos no indicadas. Extravié mi borrador entre mis papeles de trabajo. Lo encontré semanas más tarde cuando fui a recoger la canastilla de los escritos firmados por el juez. Mi narración sobre la ruina de Agustina Lacayo y otros, perdidos en el tiempo y el espacio firmada por el propio juez como un escrito judicial. Su firma estampada justo debajo de la pila de insultos: “Puto, puto del orto, botón, enemigo del pueblo, explotador, asesino de ideales”. Y a continuación su firma. ¿Entiende?

—¿Qué es lo que debo entender? ¿El hombre no lee lo que firma? ¿O lo leyó?

—Creo que leyó todo, insultos incluidos. Solo que en lugar de mirarme a los ojos y despedirme, decidió tomar una venganza fría y silenciosa. Cosa que pasó unos meses más tarde.

— ¿Le contó a Arévalo lo que había ocurrido?

—Sí.

— ¿Y él qué le dijo?

—Se terminó el último trago de cerveza, me miró serio y me dio unas fuertes palmadas en la espalda. Finalmente dijo: “Mala leche, Leopoldo, qué se le puede hacer. Pedíle que sea con paciencia y vaselina.”

 

 

 

 

CON HABILITACIÓN DE DÍA Y HORA

 

La gente por lo general cree que los juzgados están completamente cerrados durante enero y julio, los meses de “feria judicial”. En realidad existe una guardia por cualquier emergencia que se pueda presentar y no pueda esperar hasta el fin del receso. Alguien en peligro de muerte, un edificio a punto de derrumbarse, una discoteca que deba ser clausurada, por ejemplo. Para habilitar el funcionamiento del juzgado durante la feria es necesario que un abogado presente un escrito pidiendo la intervención inmediata de un juez, indicando en el título: “CON HABILITACIÓN DE DÍA Y HORA”

El 23 de julio de 2001, Asunción, la Prosecretaria, y yo trabajábamos durante la feria a pedido de Wolf. Yo iba y venía desde la mesa de entradas en la planta baja, cargando expedientes en una carretilla hasta el segundo piso donde estaba la oficina del juzgado. Ellas dos permanecían siempre allí arriba, tomándose un “tecito” o un “cafecito” mientras charlaban con jocosidad y hacían que ordenaban algún papel cada vez que me acercaba. “¡Por Dios! Todo pregunta… Preguntita, preguntita, preguntita. ¡Ya es hora de que aprenda a hacer algo solo!”, la escuché a Patricia cuchichear con Asunción. Justo después de preguntarle qué hacer con la canastilla de oficios. Comentarios así me hacían odiarla, pero en el fondo agradecía su presencia entre tantos hombres jóvenes, ávidos de rivalizar. La actitud de Patricia era en parte monstruosa, parte maternal. Me sentía resguardado y por eso le hacía caso en todo sin protestar.

Momentos más tarde caminaba por el pasillo que separa las mesas de entradas de los diferentes juzgados, musitando insultos contra la Prosecretaria cuando las luces en los paneles del techo comenzaron a apagarse en cadena. La oscuridad venía desde el otro extremo hacia mí. Cuando se hizo la penumbra perdí la orientación. Cargaba la canastilla llena de oficios que había firmado el juez antes de entrar en licencia. Yo mismo los había sellado con el sello que decía: “Artemisio Van Der Wolf – Juez Contencioso Administrativo - Poder Judicial de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Mi destino inicial era la oficina de la Mesa de Entradas pero me tuve que desviar hacia los baños. Buscaba un lugar donde apoyar la canasta antes de entrar al baño. La posé sobre un dispensario de agua potable. El cilindro lleno de agua no era una base muy estable y la canasta se cayó y se hizo una montaña de papeles en el piso.

Mientras juntaba los documentos bajo la escasa luz natural que venía de una claraboya, me puse a reexaminar mi trabajo: no paraba de encontrar errores… Errores, errores, más errores... Me parecía imposible, había puesto toda mi atención en el trabajo. Algunos oficios no tenían sello. Encontré también faltas de ortografía, gramaticales, problemas de coherencia interna. A simple vista varias direcciones de destino estaban incompletas, faltaban los códigos postales o  las alturas de las calles. Tuve ganas de arrojar todos los papeles a un cesto de basura. En cambio seguí pasando papeles, negando con horror. Entonces lo vi: mi manuscrito perdido con la firma del juez en cada hoja.

En la parte superior la leyenda: “CON HABILITACION DE DIA Y HORA”. Luego venía todo ese épico fluir de la conciencia en el cual insultaba eruditamente a todos. A los pobres ausentes sin techo y sus necesidades básicas no cubiertas por darme tanto trabajo no remunerado, al Defensor Judicial por su voluntad de romper tanto las pelotas, al ministerio pupilar como institución por ser tan minucioso, detallista e hijo de puta, y al mismo juez que firma el escrito por no poder siquiera poner el sello debajo de su firma: “Traidor, puto del orto, botón, explotador, asesino de ideales”. Por lo que este juzgado resuelve: “Dar por finalizadas estas actuaciones y todas los demás a su cargo, dado que Buenos Aires No Existe, y por lo tanto este juez y su oficina a cargo tampoco. Váyanse todos al infierno.” Y al final con el formulismo: “regístrese, notifíquese y archívese”, una firma bien grande de Wolf con el sello judicial. Retrocedí angustiado, tapándome la boca. “No puede ser”, me lamenté en voz baja y entonces comencé a destruirlo en trozos, por un momento incluso consideré tragarme los rastros. Pero mientras repetía el proceso de cortar en pedacitos cada vez más pequeños, sentí un pinchazo agudo en la muñeca derecha. Me corrí el puño de la camisa y manó un hilo de sangre. Era una aguja de las que se usan para coser el expediente que había quedado entre los papeles. Ahora la tenía clavada en la muñeca, en forma perpendicular, como si quisiera insertarse y perderse en la carne. Por suerte, aún tenía unos centímetros de hilo enhebrado y pude tirar del cordón para quitármela. Cerré los ojos y extraje de un tirón. Luego me mordí la zona, succioné un poco de sangre y escupí.

Mientras me quejaba, casi lloriqueando, a mis espaldas, sentí el rechinar de una puerta contigua a la del baño de hombres que se abría lentamente. Cuando miré en esa dirección un haz de luz que me encandiló. Volví a ver al montón de papeles ahora ensangrentados y tuve ganas de gritar con desesperación, pero me salió algo más parecido a un hipo. En ese momento, desde la penumbra, una voz habló tras mis espaldas: “No se haga mala sangre por el lío, yo después limpio todo, don”.

 Miré a mis espaldas, y a pesar de la falta de luz, pude distinguir que era un viejo encargado de limpieza. No lo conocía, pero tampoco conocía a ningún empleado de ese sector. La compañía de limpieza renovaba el personal completo cada dos meses. Pero su uniforme me daba confianza de que no fuera un intruso.

 

— ¿Quién es usted? ¿Cuál es su nombre?

—Eso no importa. Lo importante es lo que voy a mostrarle ahora: Miré en esa dirección… —señaló la puerta junto al baño de la que había manado la luz, era el cuarto del mantenimiento. Cuando quise asomarme, se cerró de un golpe. Fue extraño porque no había viento era más bien como si la hubiese empujado una fuerza invisible.

—Bueno, veo que hoy no es el día para mostrarle más.

— ¿Qué hay en esa puerta?

—Es imposible explicarlo pero el hecho de que estemos hablando de ello significa que lo que hay ahí lo involucra a usted. Por ahora puedo decirle que a ese cuarto se lo conoce como “La Casilla”. En apariencia es exactamente eso, una casilla donde se ponen útiles del personal de mantenimiento. Pero como va a ser suyo puede ponerle el nombre que quiera.

— ¿En serio? ¿Va a ser mío?

—Claro. ¿Cómo le gustaría llamarlo?

—A ver: La Casilla… La Casilla 13. ¿Pero cómo es que va a ser mío?

—Vuelva mañana a esta misma hora, lo voy a estar esperando, aquí, junto a la Casilla 13.

 

Al día siguiente pude inventar una excusa para bajar y encontrarme con el hombre de limpieza. Antes de llegar debí atravesar un pasillo largo y muy ancho que separa los boxes de atención al público, conocidos como mesas de entrada, que son unos doce, dos por cada juzgado. Al terminar ese sector el pasillo comienza a afinarse. Ese tramo del corredor tiene escaleras a cada lado, que van a las oficinas internas de los juzgados. Finalmente, una puerta ancha hacia una dependencia de servicio en el subsuelo y a cada lado dos puertas con las siluetas que señalaban los baños públicos. Creo que la anticipación me hizo llegar diez minutos antes. A la izquierda unos metros antes del baño de hombres, la puerta era ahora inconfundible: le habían puesto el número 13 en letras metálicas.

Estaba cerrada. La escruté con las manos en los bolsillos, las cejas altas. Miré hacia el extremo del corredor para ver si aparecía el hombre de mantenimiento.

Cansado de esperar tomé la puerta por el picaporte. Estaba seguro de que no iba a girar. No me conformé con el primer intento y volví a girar una vez más, con mayor firmeza, entonces cedió. Del otro lado todo era oscuridad.

Cuando encontré la llave de luz, no vi nada del otro mundo. Una habitación completamente blanca, que parecía recién pintada. Había diarios en el piso con manchitas de pintura blanca. Apenas un foco bastaba para iluminar el espacio que era de dos por cuatro, más o menos. No tenía una sola abertura.

Me puse a estudiar el lugar con detenimiento. Entonces encontré una finísima grieta que empezaba en el techo y bajaba por una de las paredes más angostas. Terminaba justo a mitad de camino entre el techo y el piso. Me acerqué para verla mejor. Cuando intenté tocar el fin con el índice, la grieta continuó extendiéndose hasta llegar al piso y desaparecer entre los diarios. Corrí los papeles para ver que había debajo y me encontré con un fondo oscuro y denso que al tocarlo parecía no ser sólido, pero tampoco del todo líquido, era más bien como una gelatina. Me di cuenta de que la oscuridad aumentaba porque pronto mis piernas iban desapareciendo como si la sustancia las consumiera. Enseguida yo era engullido hasta la cintura. Quise gritar, pero ya estaba tan constreñido que no podía emitir un sonido. Tuve que cerrar los ojos: una helada masa de oscuridad me devoraba. Pronto era todo vacío.

¡Oscuridad!

Desperté otra vez en el interior de La Casilla. La puerta estaba entornada y salí rápidamente. A medida que me movía por los pasillos del edificio, descubrí algo increíble: no tenía cuerpo. Los cristales no me reflejaban. Al mirar hacia abajo no veía mis pies. Sin embargo, veía perfectamente todo lo que me rodeaba. Me había convertido en una suerte de cámara, una lente sin presencia física que recorría el edificio de tribunales. Descubrí que podía elevarme tanto como quisiera, podía bajar hasta el ras del piso. Pero no atravesar las paredes, ni el techo, ni los objetos. Aunque sí podía entrar por la mirilla de una puerta, por ejemplo. Al principio recorría el edificio vacío. Me imaginaba que no era más el mismo día que hacía minutos atrás. Tampoco podía ser un sábado o domingo, porque ni siquiera encontraba un empleado de vigilancia.

Entonces las figuras humanas empezaron a aparecer sobre el plano. Reconocí algunas caras, pero a la gran mayoría, no. Me di cuenta de que  no todo sucedía en el mismo momento, sino que asistía a diferentes tiempos, yuxtapuestos sobre el mismo espacio. Esto lo supe porque veía que algunas personas se traspasaban unas a otras, volviéndose un poco traslucidas en ese momento, siguiendo sus caminos y diálogos como si nada. Sólo yo podía ver ese fenómeno.

Al igual que las imágenes, las conversaciones se superponían, pero yo tenía la facultad de escucharlas a la vez, de alguna manera. Así  escuchaba como la gente se quejaba de errores, insultaba, rompía papeles y volvía a las computadoras –las había de todo tipo desde las más antiguas que eran comunes verlas en los años ochenta, hasta las de último modelo. También había empleados que usaban solo máquinas de escribir. Siempre presenciaba el momento exacto en que descubrían un error. Lateralmente veía sus rostros de angustia o enojo.

Luego comencé a advertir la situación opuesta: como se generaban los errores al escribir y no eran detectados, ni siquiera cuando releían los papeles. Errores… errores y más errores.  Después de un rato de observar me di cuenta de que esto último era más bien la norma y a partir de ahí todo avanzaba encauzado por el error.

Quise retirarme, salirme, pero ya no podía moverme a mi voluntad me sentí angustiado, atrapado en una pesadilla, donde las imágenes se sucedían vertiginosamente, para que yo fuera un simple testigo del caos. Entonces todo se fundió en blanco y por un instante me sentí aliviado.

Suspendido en el blanco absoluto, vi aparecer pequeñísimas letras, miles y miles de letras, como frenéticas filas de insectos. Se acomodaban frente a mis ojos unos instantes y podía leerlas: eran un texto completo, que enseguida se iban moviendo para dar paso a un nuevo texto, sin dejarme terminar de leer. Ahora pasaban por mis ojos, a toda velocidad. De pronto podía verlo era una escritura gigante, parecía infinita.

Poco a poco empezaba a ser enunciada por una voz, dos voces, diez, doce, veinte… Pronto eran cientos de voces.

 

—Mañana tengo dentista, por eso mejor no voy… Voy a otro lado, al ginecólogo y que me diga que no tenía turno, así me peleo con la secretaria, le digo que cómo puede ser qué yo saqué turno con el doctor, qué el error es de ella…

—Mis hijos son demasiado jóvenes, por eso los dejo irse de vacaciones solos… Les doy la llave de la casa y que se arreglen. Si les pasa algo me mataría, pero lo que más  temo es que no tendré el coraje. Viviré toda mi vida para reprochármelo.

—Luego del viaje voy a revisar los frenos del auto, porque andan fallando… No es bueno salir a la ruta sin ver los frenos, por eso ni bien vuelva… Aunque es probable que no lo haga. Digo, volver vivo.

—Lo odio, le fui infiel desde el primer mes. Me voy a casar con él, para sacarle partido. No tiene un centavo, el solo hecho de que esté con otra mujer no me permitiría vivir tranquila. Sé que nuestro matrimonio está condenado al fracaso, la decisión está tomada.

—No hay nada más terrible que estar en silencio, me aterra, necesito la voz de mi familia para llenar ese espacio hueco donde cada tanto escucho mi propia voz.

—Ese pájaro en la jaula, es el culpable de todas mis desgracias. Siempre me resistí a él desde que me lo regalaron, por eso nunca le puse un nombre. Él hizo que yo enfermara de cáncer. Y sin embargo, no puedo más que darle el alpiste y el agua cada mañana cuando me despierta con ese trino que me eriza la piel.

—Es tan buen empleado. Hace todo lo que le pido, pero quizás por eso lo odie aún más. Por su mirada sumisa, sus ganas de complacer. Lo haría morir sepultado en una pila de expedientes para no escuchar su voz de pobre hombre.

— ¿Adónde va toda la basura de esta ciudad? Está bajo nuestros pies. Un día no van soportar más, estos subsuelos, va a estallar bajo nuestros pies, ese va a ser el fin de todo.

—Es el tic tac del reloj. Tic, tac. Y pip pip. Y el tuc, tuc, tuc. Si lo oigo una vez más, voy a romperle la cabeza a alguien.

— ¿Dónde dejé el auto? ¿Dónde lo dejé estacionado? No, no, ya no está. Lo vendí, lo vendí en 1996. ¿Dónde estará estacionado? ¿Dónde estará mi Ford Escort hoy?

—En la película que vi en la televisión, el protagonista renunciaba a todo para ir a una isla desierta. Iba en busca de la felicidad. ¿Podré hacer lo mismo? Es lo único que quiero ahora, pero era una película. ¿Una película puede volverme loco? Si la hubiese visto ayer diría que no ha pasado tanto tiempo para que mi idea sea obsesiva, pero ya van tres meses, y no dejo de pensar en eso. Irme a una isla desierta para ser feliz.

—Mis piernas son demasiado frágiles, hay días que creo que no pueden soportar el resto de mi cuerpo. Dicen que la naturaleza es sabia, pero a mí me parece injusta, es demasiado peso para estas pobres piernas que tiemblan como ramas secas. Que pasara cuando ya no tenga piernas, como voy a hacer para moverme de un lado a otro, existirán mejores piernas ortopédicas que las que ofrece hoy día el mercado. Voy a tener que ahorrar si quiero las mejores.

—No me quiere, me desprecia. Y por eso yo me vuelvo más sumisa, más atractiva, menos inteligente. Sabe que su ego no le permite estar al lado de una mujer que lo supere, y por eso cedo a su voluntad hasta que vuelve a mi lado. Cuando vuelve a depender de mi avanzo sobre él con toda mi soberbia. Nunca vamos a estar juntos más de un mes. Lo importante es armarme una agenda para esos momentos huecos.

—Manzanas, me hice una dieta solo a base de manzanas todo el invierno, y por las mañanas me cargo el estómago de café con leche para soportar el frío. Así recupero mi silueta de los veinte, aunque ahora hay un montón de piel suelta, como una sábana o un mantel, que tengo que doblar en pliegues cuando me calzo la ropa que usaba diez años atrás. Mientras no me vean desnudo, nadie se va a dar cuenta que tengo cuerpo de mujer. Esta tarde voy a comprar una media de lycra para fajarme.

—Una nube, dos nubes, tres nubes, necesito contar todas las nubes, no sé, tengo esa urgencia. La siento en el estómago y en el recto.

—Cuando llegue voy a abrir el placard y voy a sacar el scalectric. Voy a ponerlo a andar otra vez. En cada vagón una paloma de las que vengo matando en la plaza.

—Soy enroscado, ensimismado como un yoyó, por más que quiera pensar, hablar de otra cosa, solo puedo referirme a mí una y otra vez.

—Necesito salir de mi cabeza un rato, no puede ser que uno tenga que estar solo acá dentro con uno mismo.

—Cuando mamá me grita, no me salen las palabras, se me cierra la garganta, siento que no me llega el oxígeno o la sangre al cerebro.

—Frases hechas, dice frases hechas todo el tiempo, por eso no piensa, cuando alguien no piensa, lo invade un pensamiento premoldeado, algo que viene de afuera, en el caso de ella, la televisión, y así dice lo que otros quieren que diga, y la invasión continua, su cuerpo está lleno de enunciados ajenos. Es una poseída de fantasmas, solo por no pensar. Así que hay que pensar, no se puede correr ese riesgo de que a uno le invadan el cuerpo.

—Cáscaras de naranja quemadas en la hornalla a eso huele todo alrededor. Estoy seguro de que viene alguien cuando me voy y quema cáscaras de naranja y con eso hace una limpieza. O algo así. Pero que retrógrada, todos saben que para limpiar la casa de fantasmas hay que usar inciensos.

—Hay una pila de cosas que digo que voy a hacer y nunca hago. Se acumulan y nunca las hago. Y no por eso dejo de imaginar otras que digo que siempre haré. A la noche me acuesto en la cama, pero en realidad siempre me acuesto en esa pila de cosas que son papeles y más papeles de cosas que me prometía hacer. Durante el sueño alguien me obliga a leerlas y yo me niego, agitando la cabeza. Y por eso nunca duermo tranquilo, ni nunca dormiré…

—Todas las tardes me digo lo mismo, pero siempre acabo en los baños. Los baños de los subtes, los baños de los centros comerciales, los baños de las estaciones de trenes. Quizá busque realmente enfermarme.

—Nadie nunca hace lo que quiere. Si todos nos pondríamos a buscar lo que queremos, sería más terrible que cualquier tipo de revolución. Uno está en su lugar y se siente tranquilo porque el corazón no le late, es decir no lo oye latir, si lo oyera latir se sentiría vivo de verás y trataría de que el corazón le diga dónde está la satisfacción. Entonces seríamos miles y miles en las calles abandonando de repente los puestos laborales, nuestras casas familiares, nuestros autos, para ir seguir ese deseo como si fuese una brújula. El norte sería donde nuestro deseo se satisface, por más salvaje y horrible que fuera.

 

El murmullo de otros, cientos, cientos de pensamientos seguía zumbando.

Ahora podía ver quienes los enunciaban, en pequeños paneles, como los de un panal de abejas. Eran los empleados del edificio o gente que entraba a hacer un trámite… Puede ver entre varios cientos, los rostros de Leopoldo Simeszko, el de José Arévalo. Y algunos más que ahora no recuerdo. Todos sin excepción parecían en trance, tenían la mirada hueca, desolada… A algunos los conocía de vista, pero a la inmensa mayoría nunca los había visto. Todos habían estado allí: en La Casilla. La Casilla 13 los había enloquecido. 

Me parecía haber encontrado la matriz del delirio, podía entender que era allí que una fuerza exterior originaba el caos. Traté de gritar, advertirles, pero era imposible comunicárselo: ni siquiera podía oír mi propia voz. Tenía que salir de ahí, si me seguía quedando iba a enloquecer… Me tapé los oídos, cerré los ojos, grité… ¡Grité!

De repente se encendió una luz y fue como si despertara. Estaba de pie, en el interior de La Casilla mirando la pared agrietaba. El hombre de mantenimiento que había encendido el interruptor se acercó a mi lado y me tomó del hombro. Cómo palmeándome para darme fuerzas me dijo:

 

—Vio, ésa era La Casilla 13. Era para usted.

—Es… Es… ¿Qué es este lugar?

—Yo soy un simple empleado de mantenimiento, a mí me encargaron ponerme a pintar el lugar para usted. Me dijeron que iba a ser su oficina.

— No, no entiendo.

—Y no sé, pregúntele al juez, él me mandó a hacer el trabajo, capaz que si no se lo dijo es porque iba a darle él mismo la sorpresa.

—¿Por qué?

—A mí me dijo nada más que desocupe La Casilla y la acondicione para un empleado que es un genio.

—¿Cómo supo que iba a ser yo?

—Porque el juez me dijo que iba a estar trabajando en la guardia de la feria en la mesa de entradas. Y ayer lo vi y dije: es él. ¿Simesko? ¿No?

—Sí. Pero sinceramente no lo entiendo.

—Bueno, si no lo entiende usted… A mí me dijo que iba a darle el lugar para que escriba tranquilo y no lo moleste el resto.

—Pero, pero pasó algo recién, muy raro.  Primero me rodeó la oscuridad y después… Hay que comunicárselo a alguien. ¿Usted no vio nada ahí dentro?

—Qué quiere que le diga, por algo este cuarto estaba clausurado. Hay algunas leyendas. Bah, historias en este edificio de gente que se vuelve loca.

—Ajá, dígame qué sabe.

—No, no quiero hablar, dicen que trae mala suerte para el que oye la historia. Además, me van a tomar por loco. Yo estuve pintando y la verdad, no vi nada. Nada. Ahora me voy, le pido que cierre la puerta al salir. Por favor, no se olvide sus cosas. Mire se le cayó algo al suelo.

 

El empleado se escurrió como una sombra. Miré el suelo cubierto de diarios, levanté mi billetera de cuero negro. Me sentía mareado, como si me hubieran golpeado la cabeza o me hubieran dado una fuerte droga. Me sacudí el polvo de la ropa y le hice caso al hombre de mantenimiento: apagué la luz y cerré la puerta antes de irme. Me dirigí al ascensor para regresar a las oficinas. Era como si me sintiese avergonzado por algo que no recordaba. Quería llegar a las oficinas de arriba sin que nadie se percatara de mi presencia. Cuando estaba ya por subir al elevador alguien a lo lejos me gritó en tono burlón, a lo que siguió una carcajada escalofriante. No entendí una palabra pero la idea de que fuera dirigido a mí me dio un terrible malestar.

Al día siguiente ni bien entré al edificio caminé directo hasta el lugar donde había visto La Casilla, la puerta estaba sellada con ladrillos. Dos hombres de mantenimiento, a los que sí tenía vistos de antes, terminaban el trabajo pasando una capa de cemento sobre los ladrillos. No me animé a preguntarles nada, pero entre risas jocosas, comentaban algo así:

 

—Así que la conoció.

—Dicen que sí, qué estuvo ahí adentro.

—Qué locura, ¿eh?

—Y sí, ahora hay que sellar otra vez.

—Y sí, no vaya ser cosa que…

—No hay que hablar. No hay que hablar.

—Es cierto, es cierto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA CASILLA TRECE

 

— ¿La Casilla 13?

—Así es.

—Estamos hablando de una alucinación. ¿Verdad?

— ¿Es una pregunta?

—No sé, dígamelo usted.

—Bueno, pudo haber sido una alucinación. Pero no. Fue todo demasiado real. Allí la gente enloquecía, sin excepción. Los muertos seguían adentro, vagando como ánimas en pena. Simeszko y Arévalo habían estado ahí. Los había visto.

—Dejemos de lado lo que creyó ver en ese momento. Es lógico que alguien que alucina confunda esa situación como parte de la realidad. Mejor avance con el relato.

—Está bien. ¿Por dónde? Todo lo sucedido es demasiado complejo como para continuar con una línea de tiempo.

—Por ejemplo: ¿Nunca creyó en la posibilidad de que haya sido una represalia del juez por lo que usted había escrito? La gente del poder suele ser muy perversa. Tal vez en lugar de despedirlo prefería humillarlo, desestabilizarlo emocionalmente, hasta volverlo loco. Siendo un hombre de poder no tenía por qué escatimar recursos como hacerlo creer un genio al que iba darle una oficina propia. Es lo más razonable que puedo imaginar, Leopoldo.

—Siendo así, ¿cómo explica lo que vi ahí dentro?

—Quizá le hayan dado un alucinógeno, no lo sé... ¿No va a negarme que todo lo que ocurrió allí se parecía a un delirio, no?

—Es cierto que fue una experiencia difícil. Terminé internado en un hospital psiquiátrico. Pero incluso allí tenía la idea de que todas mis desgracias no eran más parte de un premeditado ritual de iniciación. El juez me estaba poniendo a prueba. Me estaba mostrando ese lugar para ver cómo reaccionaba.

—No entiendo. ¿Adónde quiere llegar?

—A que el hecho de que abrieran para mí esa puerta significaba que me estaban iniciando en la logia.

— ¿Una logia? ¿Qué logia?

—Una logia que integraban algunos los jueces y algunos otros empleados del edificio.

—Usted era un empleado raso. Un escribiente al que lo pusieron bajo un perverso juego de poder y eso lo desestabilizo al punto que su mente no pudo tolerar y lo llevó al territorio del delirio. Y terminó internado.

—Eso es lo que se vio hacia afuera, pero yo vi y escuché otras cosas que prueban lo que digo. Me sometí a varias pruebas más para entrar a la logia.

— ¿Varias pruebas?

—Sí. Aunque mientras pasaba por todas esas pruebas secretamente me convencía de que cuando todo terminara iba a publicar mis escritos como un documento de divulgación para que otros conocieran la verdad. Claro que para resguardarme debía usar un seudónimo.

—¿El seudónimo de Leopoldo Simesko?

—En realidad eso no lo había pensado. Pero sí, ahora que lo menciona, hubiera sido conveniente.

— ¿Hubiera sido? ¿Ya descartó la posibilidad de publicar ese documento?

—No lo sé todavía. Estoy desorientado, creo que estuve a punto de llegar al fondo de la verdad, en algún momento. Pero el juez descubrió mis intenciones de operar como un doble agente. Al salir de la internación, me transfirieron a otro edificio, bien lejos, con la excusa de que necesitaba un clima laboral menos estresante. Ahora estoy en una oficinita periférica.

—Periférica. ¿Quiere decir lejos del centro?

—Lejos de La Casilla 13 que es El Purgatorio. Y lejos de El Infierno, porque vi también El Infierno. Es una puerta que se abre en el despacho del Dr. Wolf, justo detrás de sus espaldas.

—Bueno, bueno. No se agite. Mencionó su internación…

—Así es.

—Es bueno que la recuerde. ¿Recuerda algo en particular?

—Perfectamente, recuerdo que desayunábamos mate cocido con leche y un pan tostado con una mermelada muy sabrosa, de zarzamoras o algún fruto del bosque, después fumaba mucho hasta la hora del almuerzo. Miraba películas en la tele, siempre fumando. Nunca fumé tanto en mi vida, ni tampoco dormí tanto. Recuerdo las visitas de mi madre, a veces también venía mi padre, pero él menos porque estaba con mucho trabajo. Mi madre en una visita lloró, contándome que una tarde mientras limpiaba mi departamento había atendido un llamado: me llamaban del INDEC para ofrecerme un trabajo por un nuevo semestre, como encuestador.

 —Suena inquietante, ¿no?

—Claro. Era como si el tiempo transcurriera circularmente. Volvían a llamarme de mi primer trabajo.

—Pero una mente sana debe entender esos problemas burocráticos. Imagine por ejemplo un escenario lógico: siempre hay una persona nueva en el sector de contrataciones y nadie actualiza la base de datos. Por eso lo llamaban del INDEC ofreciéndole el mismo trabajo una y otra vez.

—No, doctor, es la logia. Desde el principio yo estaba ahí, recuerda quien me hizo ingresar al poder judicial: el Dr. Francese. Años antes había sido mi profesor en una cátedra de Derecho Constitucional. ¿Sabe cómo conseguí el trabajo en el INDEC? A través de esa misma cátedra en la que ofrecían pasantías para organismos oficiales. ¿Me entiende lo que quiero decir?

—Puedo tener mi interpretación de los hechos, pero dígamelo usted… ¿Qué quiere decir?

—Lo que quiero decir es que desde el principio la logia me había elegido. Al principio no podía verlo, pero ahora puedo. Todo comenzó con las encuestas.

—No entiendo.

—Vuelvo a ese momento, mientras entraba a la casilla de Simeszko. Me asalta el recuerdo de un instante donde él adquiere un gesto irónico, y me susurra: “Usted me ve acá, pero estoy en La Casilla 13. Pronto usted también va a estar allí”.

—Pero eso no sucedió así. ¿No es cierto?

—Eso ya no lo puedo decir. Lo único que le puedo asegurar es que desde que entré en La Casilla 13 no han dejado de suceder cosas horribles. Puedo narrárselas, pero no sé si estará preparado para escucharlas.

—Lo escucho.

—Eso lo sé. Lo que no sé es sí está preparado.

 

 

 

 

 

 

  1. LOS ARTÍFICES.

Hombres del poder, como jueces y políticos. Pero también empresarios, burócratas de bajo vuelo. Incluso algunos escritores y artistas. Conforman una logia secreta que mantiene en pie la farsa: Buenos Aires, la ciudad más europea de América del Sur.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

“ÁBRETE SÉSAMO”

 

Pasada una semana luego de mi entrada La Casilla 13, a simple vista, nada había cambiado. Pero yo ya estaba seguro de que mi realidad se había trastocado por completo. La relación con mis compañeros seguía siendo escasa, casi nula. Pero ahora notaba una intencionalidad detrás de su indiferencia. Supongo que sabían de lo ocurrido. No volví a ver al hombre de mantenimiento. ¿Un cambio de personal? Me parecía todo demasiado casual. Tampoco vi a Wolf durante esa semana. Patricia me decía que era porque se había tomado una licencia para viajar a un congreso. No pude dejar de imaginarme el momento en que tuviese que enfrentar a Wolf en un pasillo o que me mandase a llamar a su despacho. Aunque con solo imaginarlo me temblaba el cuerpo.

Tengo que hablar con alguien de lo que pasó. Una tarde me llama Arévalo y arreglamos una cita para el día siguiente. Café Forum, cuatro de la tarde. Arévalo llega media hora más tarde. Me encuentra hundido en oscuros pensamientos. Se sienta frente a mí, hace una broma sobre el culo de la chica que sale del bar y me saca de mis tribulaciones. Me pongo a hablarle de mi novela. Aunque de forma subrepticia, pienso ir derivando la charla hasta contarle sobre la puerta que se me apareció en los pasillos del juzgado y lo que vi detrás.

Me pierdo en rodeos sobre la lógica de la burocracia como si no pudiera salir de ellos. Nunca llego a hablarle de La Casilla 13. Me doy cuenta de que lo aburro porque mira el techo o se pierde en alguna noticia del diario que está a su lado. Cuando veo el reloj ya estoy cerca de la hora en que debo ir al Patrocinio Jurídico. Un poco defraudado por no haber sido un buen cuentista comienzo a despedirme:

 

—Me alegro de que hayas disfrutado de mis anécdotas. Ahora tengo que irme. Yo invito. ¿Dónde está el mozo?

—No, todavía no te vayas.

—Disculpáme, pero tengo que hacer.

—No. Quedáte un rato más. No es buen momento para salir a la calle. Llueve fuerte.

—Parece a propósito, cuando uno está apurado el mozo siempre mira para otro lado. ¿Por qué no le haces una seña?

—Es que a mí no me ven los mozos.

—Si a vos no te ven, a mí menos, Arévalo: vos está del lado de la barra y me estás tapando.

—Paciencia, cuando más ansioso te pongas menos te van a responder.

—Es cierto, ignorar por largo rato a los clientes es un rasgo de carácter de todos los mozos porteños. Como los perros detectan la adrenalina, los mozos tienen un instinto para saber quién está apurado y entonces lo ignoran con frialdad.

—Pero qué estás diciendo. Oíte: delirás.

—Te dejo la plata y pagas cuando te vas. ¿Te parece bien?

—No, si te vas yo me voy también.

—Pensé que no estabas apurado.

—No, no estoy apurado, pero es como una ley transitiva, como en la matemática, ¿entendés?

—Ahora sos vos el que delira. Lo mejor va a ser que me levante y vaya a pagarle al cajero.

—Olvidáte, Leopoldo. Te ordeno que te olvides de salir, quiero que sigas hablando.

 

Su tono es hipnótico, más que violento. En ese momento ni siquiera me lo cuestiono y me quedo sentado, sin siquiera pensar que llego tarde a mis prácticas. Pero ahora que lo recuerdo ése: “Te ordeno que te olvides de salir”, no fue una orden que cumplí por el temor que me daría desobedecerle. Creo que realmente lo olvidé, como si sus palabras fuesen una instrucción mágica. Igual que: “Ábrete sésamo”.

Por un buen rato me quedo mirando por la ventana del bar como sucede un accidente automovilístico a metros de la ventana, o mejor dicho como podría haber sucedido un accidente, dado que el taxi frena de golpe haciendo ese chillido ensordecedor y el taxista putea al hombre del impermeable que está perplejo, sin reacción. Yo mismo tiemblo y me vuelco la taza de café sobre el pantalón. Cuando despego la vista de la ventana, vuelvo sobre Arévalo, como si hubiese pasado tan solo un segundo. Le digo:

 

— ¡Puta Madre! Me volqué el café sobre el pantalón… Perdón, ¿Qué me estabas diciendo?

—Te preguntaba sobre el corralito financiero. ¿Hace cuánto qué sos drogón, doc?

—No es eso. Me sobresaltó esa frenada en la calle. ¿Viste? El tipo podría haber muerto…

—Sí, claro, es una posibilidad. También pudo haber sido un fantasma el que te tiró la taza.

    ¿Un fantasma?

    Es un decir.

—Ahora voy a tener que quedarme sentado hasta que se seque y cuando no haya nadie mirando voy a tener que mojar la mancha en el baño y después esperar que se vuelva a secar el agua. ¿Me querés decir por qué justo se te ocurrió la de un fantasma?

—No sé, fue algo que dije sin pensar.

—Es que ando de para bienes con los fantasmas últimamente.

—No entiendo.

—Nada, dejá. ¿Mejor te cuento sobre el corralito?

—Sí, dale.

—Por lo que sé, en algunos casos están dejando sacar la plata. Por ejemplo, si uno prueba la necesita para un tratamiento médico.

 

Pero enseguida entendí otra vez por su gesto que la charla lo estaba aburriendo, así que corté abruptamente la situación y le pregunté sin más vueltas si quería que le hablara sobre algo muy raro que me había ocurrido en el juzgado hacía unos pocos días atrás. Solo puse un reparo: que no me tratara de loco. Sin embargo, a medida que avanzaba el diálogo, me parecía que nada de lo que decía tenía sentido que realmente me había vuelto loco. Y entonces levanté la voz angustiado:

—Esperá, esperá, Arévalo. Creo que todo esto me está pasando porque no dormí casi nada, creo que las cosas se me están mezclando, me siento mareado. Me está bajando la presión.

—¡Vamos, hombre! Ponéle mucha azúcar a ese café. Tomálo de sorbos cortos y cuando te sientas mejor, retomá tu relato.

—Ahora… Sí, gracias. Detrás de esa puerta en los pasillos del juzgado vi algo muy, muy extraño y aterrador… Era como si al entrar la locura misma… ¡Tengo mucho miedo de lo que pueda pasarte si oís esto, José!

—Excelente, eso quería oír. Seguí adelante.

—Bueno, a ver… Por donde sigo… Ah, sí: volvamos el tiempo atrás.

 

 

—Doctor, nadie tiene derecho de decirle a nadie que no haga tal o cual cosa. No veo porque tenga que dejar de escribir por lo que opinen otras personas. Pero vamos, tome aire y trate de decirme lo que vio…

—Hasta hubo una escritora bastante famosa que me dijo que no tenía esperanzas como escritor. Y ella había ganado premios y todo, así que creí en su palabra. Logró deprimirme.

    ¿Y quiénes son para opinar? ¿Son mejores que usted?

—Todos. Sin excepciones, todos los que leyeron me desmoralizaron, dijeron que lo que escribo es inentendible… Que no tiene sentido…

    ¿Quiénes son todos?

—Si escribo sobre esto creo que se me va a confundir más la cabeza. No puedo escribir, no puedo escribir… Además, ya todos me dijeron que no sirvo para escribir.

    ¿Intento escribir sobre eso? Por ahí pueda organizar mejor sus ideas en el papel.

    ¿Pesimismo? Estoy atrapado, volviéndome loco.

—No me río de usted. ¡Siempre esa persecuta!

—Es la maldición de La Casilla 13. Oí a unos trabajadores del edificio decir que no podía hablar de La Casilla 13, que era de mala suerte para los que supieran de su existencia. ¡No te rías!

    ¿Corre al revés? No, no me doy cuenta. A ver, hagamos silencio.

 

Silencio.

 

— ¿No te das cuenta, José?: el diálogo está corriendo al revés. Hagamos silencio un rato y empecemos a hablar. A ver si así se compone la situación.

    ¿Distinto?

—No. Sucedió en horario laboral, la semana pasada, durante la feria. Una semana atrás. ¿Dije atrás? No puedo creerlo, pero siento como si el tiempo estuviese corriendo al revés.

    ¿Pero estaba drogado o borracho?

—Porque es así, es más parecido a una alucinación que a algo real, sin embargo para mi es imposible que haya sido una alucinación.

    ¿Por qué dice eso?

—No lo sé, tengo mucho miedo. Pasa que cualquiera que lo oiga me va a decir: “Pero eso no es posible”. Y por eso no lo cuento. Pero ahora siento que si no lo cuento me voy a volver loco de verdad.

 

La conversación iba de atrás para adelante como si se rebobinara una larga cinta de audio o video. Incluso dándonos cuenta, no podíamos evitar ninguna de nuestras palabras que hacían volver el diálogo a su punto inicial. Mi rostro estaba angustiado, desencajado, en cambio el de Arévalo tenía una media sonrisa, una mirada picarona, como si entendiese lo que ocurría e incluso lo estuviera disfrutando.

 

    ¿Tan grave es?

—Bueno, si no te asustas y me tratas loco te voy a contar algo muy extraño. Pero tenés que jurar que no vas a decirle a nadie. Te voy a contar de La Casilla 13.

—Contáte algo igual, si este momento va a durar una eternidad.

—No, no tengo nada muy interesante que contar. No soy un abogado como los que se ven en la televisión, no hay juicios orales ante jueces con toga, ni nada de eso… Me puedo quedar diez minutos más, a lo sumo.

—Pero eso es dentro de dos días, recién. Ahora es ahora, todavía. Contáte algo, doctor… Algo para pasar el tiempo, los abogados siempre tienen historias raras, interesantes.

—No, no puedo. Pero el viernes puedo sentarme con vos una hora.

—¿No podés quedarte cinco minutos siquiera?

—Yo te espero adentro, no me hagas esperar demasiado.

—Ahí estaré…

—No, el de enfrente es “Cosa Juzgada” o algo así. Desde acá no se ve el cartel, pero viste que le ponen esos nombres ridículos, con términos jurídicos.

—A las ocho está bien.

—El viernes, el viernes no tengo problemas, a las ocho. ¿Te parece? En el bar de enfrente.

    ¿Y cuándo podrías?

—No, pasado tengo una audiencia, me va a llevar todo el día.

—Sí, ya lo sé, pero necesito que hablemos. ¿No podremos vernos mañana?…

—No me puedo quedar, vos Arévalo llegaste media hora más tarde de lo que arreglamos. Hoy no, estoy retrasado, me corren unos vencimientos.

    ¿No te podés quedar  ni siquiera un ratito más?

—Claro, sí. Si te parece, podemos juntarnos a charlar un rato el viernes que viene en el barcito de enfrente... Este está lindo. Pero es medio caro.

—Entonces no te quejes. Andá nomás. Charlemos la próxima.

—No, la verdad, yo me pongo nervioso y transpiro mucho. Nada más.

—Yo me refiero a una verdadera presión. Ves este rollo de gasa me está apretando, es como un pequeño torniquete. Me molesta mucho, pero si me lo toco me chorrea pus. ¿Vos, doc, estás sintiendo algo parecido a eso?

—A mí también me mata la presión, Arévalo.

—Disculpas, pero en este momento me mata la presión.

—Bueno, más paciencia, entonces.

—Pero si es por paciencia yo tengo toda la paciencia del mundo.

—Significa que, que, qué sé yo que significa, pero vas a tener que tener paciencia, José.

    ¿Qué significa eso?

—Tenés razón, no tiene un carajo que ver lo tuyo con esto. Pero hay declaración de emergencia en el poder judicial, loco.

    ¿Y qué carajo tenés que ver eso con mi divorcio?

—Ya sé que pasaron seis meses, pero ahora los juzgados están abarrotados con las causas del corralito.

    ¡Pero si pasaron seis meses!

—No me fui, pero estaba a punto. Lo único que tengo para decirte es que no hay novedades, Arévalo. Se me hace tarde…

—Qué bueno que me hayas esperado.   

    ¿Cómo te va, Arévalo? Llegas tarde.

 

Y nos saludamos, como si nos encontráramos pero en realidad fue una despedida. Arévalo caminó de espaldas hasta la salida, y esa fue la última vez que lo vi con vida. Me quedé unos minutos más en el bar sin moverme del asiento, respirando profundamente una y otra vez, como quien se despierta de una pesadilla perturbadora. Cuando me sentí capaz de moverme, pagué la cuenta y fui caminando hasta el Palacio de Justicia.

Nunca más recibí sus llamados, y su silencio me intranquilizó tanto que lo intenté ubicar pero siempre tenía el celular apagado. Unas semanas más tarde, el Doctor Francese nos informó que Arévalo había fallecido producto de las infecciones en las heridas de su rostro. Yo mismo le cocí al expediente la copia de la partida de defunción, por lo cual nunca tuve razones para dudar de su muerte.

Lo que me quedó claro de todo aquello es que de La Casilla 13 no se podía hablar. Si se hablaba de ella las consecuencias eran nefastas.

Me sentí terriblemente culpable. Me di cuenta de que al contarle de La Casilla 13 lo había matado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SÍNDROME DE COTARD

 

    ¿Ésa fue la última vez que vio con vida a Arévalo?

—Exacto, fue la última vez que lo vi vivo… No quiero enrollarme la cabeza ahora y dejemos ese cabo suelto. ¿Puede ser?

—Está bien, pero entonces ayúdeme a hacer una conclusión de lo que me contó, a ver si entendí bien. La última vez que vio con vida a Arévalo éste hablaba de atrás para adelante y se fue caminando de espaldas. Como si fuese la proyección que una cinta de video que se rebobina.

—Es correcto. Así fue.

—Justo en el momento que le cuenta el incidente de La Casilla 13.

—Así es: entonces entendí porque los empleados de mantenimiento decían que no se debía hablar de ese lugar. Por eso mismo, doctor, no quiero ponerlo en peligro, ¿podemos alejarnos de ese tema?

—Está bien. Entonces de que quiere hablar.

—Desde que me enteré de la muerte de Arévalo tengo una pesadilla recurrente. Estoy esperándolo en el Café Forum y él no llega.

—Sí, recuerdo que me habló antes del sueño recurrente del suicidio.

    ¿Lo hice?

—Estoy seguro de que así fue.

—No lo recuerdo. ¿Cómo era el sueño supuestamente?

—Si no lo recuerda, cuéntemelo usted otra vez, con sus propias palabras.

—Yo estaba esperándolo a Arévalo y él no aparecía. En el sueño yo no sabía que él ya había muerto. Estaba sumido en mis pensamientos y me quedaba mirando por la ventana la calle. Vi una manifestación de ahorristas que insultaban a un juez, pude oír que era mi jefe, el Dr. Wolf. Entonces como en un trance salí a la calle a defender la institución. Estaba hecho un autómata programado para inmolarme. Y así fue que en medio de mi discurso un N/N estrelló una molotov contra mi cabeza. Enseguida se me prendió fuego como la punta de una antorcha.

    ¿Y?

—Y no hubiera podido parar de correr si no hubiese sido que un taxi que dobló a toda velocidad hacia Uruguay me hizo saltar por el aire y caer de nuca contra el pavimento. Sueño con eso una vez por semana desde al menos un año, con una que otra variable. Y cuando despierto, presiento que se trata de algo más que un sueño. Es decir, siento que eso realmente pasó.

—No entiendo, ¿qué es lo pasó?

—No lo sé. Después todo se funde en negro y comienzo nuevamente. Como en el juego de la vida.

—…

—Me muero ahí supuestamente. Enseguida es como dormirme y volver a empezar al día siguiente, en mi dormitorio, asaltado por la alarma del reloj.

—Simesko, a eso se le llama “sueño”. No sé si lo tenía presente.

—Ya sé… Entiendo que así sea, lógicamente. Pero siento que fue más que un simple sueño.

—¿Cómo sería eso?

—A veces, el sueño continúa luego de un falso despertar. Como ser… voy al lavadero y veo el impermeable que tenía puesto, todo llenos de pintitas de sangre, por algunos partes quemado, el pantalón rasgado en la botamanga, lleno de mugre de la calle. Otras veces incluso llego a correr al baño, a mirarme en el espejo.

    ¿Y ve su cabeza quemada?

—No sé, siempre me despierto antes de eso.

—Qué extraño, ¿no?

—Muy. Ahora mientras le hablo no puedo evitar pensar en el accidente. Veo las marcas de las ruedas en el pavimento, la sangre sobre el paragolpes. Me puedo ver tendido en el suelo, cerca de las ruedas, veo un grupo de gente formando una ronda alrededor del lugar, al mismo taxista que se baja y me insulta, pero enseguida se agacha a auxiliarme.

—Simesko, usted está acá, conmigo.

—Sí, lo ¿Es posible que haya sucedido en un mundo paralelo?

    ¿Cómo?

—En otro espacio y tiempo que corre pa-ra-le-lo a este. En ese mundo a mí me atropelló un taxi, luego de haber sido atacado con una molotov. Pero en este espacio y tiempo, sigo vivo porque Arévalo me distrajo con la charla y me salvó. Yo en cambio, le hablé de La Casilla 13 y… Había dicho que no iba a hablarle de La Casilla 13.

—Bueno, a ver. Volvamos al sueño: al principio usted puede verse a sí mismo corriendo por la calle, sabe que va cruzar con el semáforo en verde y trata de evitarlo.

—Sí, estoy dividido en dos. Mientras una parte mía no puede ver y va a arrojarse debajo de las ruedas de un automóvil, la otra parte quiere salvarme, pero siempre está unos pasos detrás.

—Entonces ahí está la clave de toda la cuestión, incluso así se explica como un sueño recurrente. Su yo se encuentra dividido en dos personas distintas porque el sentimiento hacia la muerte, el suicidio le es ambivalente. Además si el sueño es tal cual usted lo cuenta, toda la escena transcurre desde la óptica de su parte “Salvadora”. En el sueño usted suplanta a Arévalo.

—Pero de todos modos termino debajo de las ruedas del taxi. Y al despertar me siento muerto. Me siento como un espíritu errante, que no está ni en el cielo ni en el infierno. Que está condenado a repetir el mismo día una y otra vez.

—Lo importante es indagar hasta qué punto se siente de ese modo por el resabio del sueño. ¿No cree que el sentirse muerto es su descontento con la vida que lleva?

—No, he estado mucho más descontento con mi vida, y sin embargo no me sentí así antes. Hay algo que me angustia únicamente por el sueño. A medida que va pasando la mañana se evapora.

—No sé qué pasó antes. Antes de despertar en mi cama y abrazar la almohada. No sé qué hice antes de eso, es como si no hubiese nada antes. Como si no hubiese antes. Y por lo tanto, no debe haber después. No hay tiempo.

—¿No hay después? ¿No está acá, por ejemplo? No hay después, dice usted. Amplíe que es lo que siente.

—Me pregunta sobre un hecho que ocurrió un año atrás. Eso refuerza el sentimiento de sentirme afuera de la vida, como si todo corriese con normalidad para los demás salvo para mí. Es como estar suspendido. Es una sensación de ajenidad, de…

—De extrañamiento.

—Síndrome de Cotard, se le dice, doctor. Lo busqué en Internet.

—Es cierto. El delirio de creerse muerto. ¿Pero me lo está contando o no? Sí lo puede poner en palabras es que ha escapado a ese estado delirante.

    ¿Usted cree?

—No solamente creo eso, creo algo más: En el sueño recurrente usted suplanta a Arévalo por usted mismo. Porque Arévalo es una proyección suya. En el sueño la cuestión se le clarifica, usted es Arévalo. Arévalo funciona como un doble que ha creado su propia mente.

—Pero aquel primer día en el Aula del Patrocinio muchos lo vieron, incluso yo cosí su partida de defunción al expediente. Puedo traérsela y mostrársela.

—Leopoldo, no dudo de que haya existido Arévalo, pero pongo en duda el lugar que usted mentalmente le ha dado.

—¿O sea que cree que el día que lo vi desaparecer fue un delirio, que yo estaba solo?

—Sin dudas, Leopoldo. Y vamos a llegar a desentrañar también como su mente construyó, metafóricamente hablando, esa habitación en los pasillos del Juzgado: La Casilla 13. Y así dejará de torturarlo. Pero suficiente por hoy. Leopoldo, ya es hora, terminamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UNA TRANSICIÓN

 

—Me vendiste, gato.

—¡Eh! No me hables así, Arévalo.

—Me buchoneaste con tu psiquiatra, Leopoldo.

—Me asusta que te aparezcas sin avisar. ¿Dónde estamos? No veo nada, no me puedo mover. ¿Estamos muertos, Arévalo?

—No. Es decir yo sí, vos no.

    ¿Es un sueño esto?

—No, estamos en una transición. Imagínate que jugamos al Juego de la Vida, este momento no tiene imagen hasta que tires los dados y poder ver el casillero nos toca, según las indicaciones de la tarjeta. Pronto va a sonar el despertador y te vas a mover y todo, pero para que eso pase tenemos que definir nuestros próximos movimientos.

—Te escucho.

—Tenés que ser consciente de que algo cambio sustancialmente: le hablaste de mí a tu psiquiatra. Ahí vos rompiste nuestro pacto.

—Es cierto. Te pido disculpas, Arévalo, no quise ser buchón, ya vamos a encontrar la forma de reparar esto. Si querés me desdigo, le digo que nada de eso paso pero quería escribirlo y se lo conté a él para testear si era una buena idea para la trama de mi novela.

—No. No hace falta. Ahora te sentís capaz de poder convivir conmigo en tu cabeza. No tenés por qué desdecirte. Todo lo contrario: si pudiste hablarlo significa que estás preparado para pasar a la siguiente etapa.

    ¿Cuál es siguiente etapa?

—Él ya te adelantó lo que piensa: “Arévalo no existe, está en tu mente”. De ahora en más va a usar mil estrategias para demostrártelo. Y él va a seguir sin creerte. ¿Estás dispuesto a defender tu versión?

—Sí, creo que sí. Pero, ¿hace falta?

—Por ahora, solo te sugiero que lo manejes con la misma ambigüedad que él aplica a todo, dejálo todo en estado de duda: “Puedo haber sido así o no, no sé”. Pero no te olvides de que no podés mantenerte para siempre en ese estado de transición.

—¿Cómo?

—Eso ya lo deberías saber: nuestros encuentros y tus encuentros con Francis Waiss transcurren en dos mundos paralelos. Y ambos mundos son tan distintos que nunca encontrarán un espacio común de convivencia. Por ahora ambos espacios coexisten. Llegado el momento tendrás que optar por cuál camino seguir.

    ¿El del bien o el del mal?

—No, el de su tratamiento psiquiátrico o este.

    ¿Es así de drástico?

—Si optás por éste, a la larga vas a tener que olvidarte de tu terapia. Y viceversa.

    ¿Cómo voy a decidir eso?

—A medida que avancemos se te va a ir preparando para tener más revelaciones, cada vez más grandes. Cosas que no podrás explicar racionalmente, y entonces podrás decidir en qué creer.

    ¿Falta mucho para eso?

—El tiempo suficiente para generar y sostener una intriga hasta que su historia encuentre un desenlace.

    ¿Cómo?

—Paciencia. En el medio vas a ir teniendo pequeñas revelaciones. Por ejemplo: todo ese galimatías de la angustia existencial en torno al caso judicial. ¿Sabes a qué se debe?

—No, ¿a qué?

—La primera vez que lo viste, el expediente estaba del lado del escritorio de la Prosecretaria y leíste la carátula al revés. Entonces confundiste el nombre “Agustina con Angustia”. Por eso cada vez que lo abordabas sentías eso: “Angustia”.

—¿Así de sencillo?

—Es así. O sino podés creer que sufrías una depresión existencial como dijo tu psiquiatra. ¿Pero realmente creés que tenés una depresión existencial?

—No, pero la idea era muy interesante. Pero mejor cambiemos de tema un rato.

—¿De qué querés hablar?

—Quiero hablar sobre que contarle al psiquiatra en la sesión de hoy.

—Háblale de sexo, el sexo les encanta. A un nivel teórico.

—Sí, es cierto. Además el sexo se ha convertido casi en algo teórico para mi últimamente.

—¿Por qué decís eso?

—No es mi mejor etapa, en ningún aspecto, y eso incluye, o mejor dicho, excluye mi vida sexual.

—¿Nunca siquiera pensaste, por ejemplo, en voltearte a Patricia?

—No. Más bien su presencia pudo haber sido la responsable de mi falta de deseo sexual.

—Vamos, ¿no hubo nada, nada, en todo este tiempo?

—Bueno, en realidad sí. Conocí una que me gustaba. 

—¿Cómo era?

—Era… No sé, me gustaba. Me volvía loco. Su nombre era Ailén. Para mí era hermosa.

    ¿Qué paso con ella?

—Nos vimos un par de veces, pero tenía novio.

—Ah, qué mal.

—Aunque el novio vivía de viaje… Se había ido a Estados Unidos, y regresaba. Pero regresaba unos días y se iba otra vez.

    ¿Adonde?

—A Canadá, a Inglaterra, a Australia.

—Qué suerte tienen algunos...

—Sí, viajar tanto debe estar bueno.

—No, hablo de vos, Leopoldo, de vos.

    ¿De mí? ¿Y eso?

—¿Cómo “y eso”? Mientras el pelotudo laburaba vos la pasabas bomba con su noviecita, ¿no?

—Bueno, visto de esa manera… Puede ser.

—Decime que habrás aprovechado el momento y la pasaste bien con ella, por favor.

—Sí.

—Decime Leopoldo. ¿Cojían de parado?

    ¿De parado? Eso era nada más que la previa.

 

 

 

 

 

EL PERFUME

 

 

La cena había sido tan abundante que Leopoldo necesitaba recostarse boca arriba para digerir los ravioles con salsa boloñesa y el flan con dulce de leche. Ailén le había señalado la alfombra, justo debajo de la mesa. Ella después de juntar los platos y ponerlos en la pileta de la cocina, se había recostado junto a él. En poco tiempo, habían pasado de jugar como dos chicos, tocándose las barrigas y haciéndose cosquillas, a prestarse sexo oral mutuamente.

Un rato después, Leopoldo iba dando saltos de conejo con los pantalones caídos hasta llegar al morral y tomar un preservativo. El sexo en el suelo no le resultaba del todo cómodo. Pero sucumbía al encanto de verla así, desnuda, esperándolo con un dedo en la boca. Después de revolcarse juntos un rato por el piso, la ayudó a ponerse de pie y se ubicó por detrás de ella, acorralándola contra un mueble exhibidor donde había una vajilla que parecía bastante distinguida. A Leopoldo le pareció excitante que durante la relación sexual la intensidad de los movimientos hiciera caer algunos platitos de porcelana que se rompían en pedazos a sus pies.

Cuando terminaron, Leopoldo se quedó mirándola con los ojos brillosos, sosteniendo el cigarro de marihuana entre los labios al borde de consumirse. Le señaló la puerta de la cocina: “Ahora uno ahí, ¿sí?”. Ailén se levantó desnuda y entre carcajadas enfiló hacia la cocina, haciendo el gesto de silencio de las enfermeras. Se dio vuelta y arqueándole una ceja le susurró: “Lo que quieras, gordo, pero que no se entere todo el edificio, ¿puede ser?”. Mientras se masturbaba para mantenerse erecto, Leopoldo la seguía mirándole la espalda y torciendo la cabeza le preguntó con cierta timidez: “¿Dijiste lo que quiera, no?”

 

Mientras la penetraba por detrás contra la mesada, sosteniendo un pecho en cada mano, Leopoldo vio salir varias cucarachas de la alacena.

—No me digas que vos también tenés cucarachas, Ailí.

—¿Qué decís? ¿Dónde tengo cucarachas, tontito?

—Mira, ahí arriba.

—Ah, pensé que me decías… Qué papelón, Leo. Pensé que las había exterminado.

—Tontita sos vos, ahora ya no podés tener vergüenza de nada conmigo.

—Ya lo sé. Pero me da cosita, estoy tratando de combatir esas desgraciadas ¿Vos no tenés?

—Sí, también, hace cosa de un mes se llenó. ¿Podemos dejar de hablar de eso? Estoy tratando de hacerte el culito, ¿sabés?

—Sí, y me muero de ganas. ¡Hacélo ya!

—¿En serio?

—En serio, gordo.

 

Ahora Ailén fumaba boca abajo, con el torso erguido, desnuda sobre la cama. Leopoldo que volvía del baño secándose el pelo con una toalla de mano, al verla se descubría una vez más enteramente excitado. Arrojando la toalla se desplomó sobre la cama para tomarla por detrás, mientras le acariciaba y besaba el cuello, tanteaba la mesita de luz en busca de protección. Estaba colocándose un preservativo, pero Ailén se lo arrebató y se lo guardó en un puño: “Pará un poquito, ¿querés? Descansemos un rato, charlemos de algo”. Leopoldo arrugó la frente y tartamudeó un poco antes de decir: “Bueno, está bien, ¿de qué charlamos?”

En ese momento los relámpagos comenzaron a iluminar el dormitorio en penumbras del dos ambientes de Ailén, un piso abajo del de Leopoldo. Mientras se desencadenaba la tormenta, ella le daba una profunda bocanada al cigarrillo de marihuana y se lo pasaba a Leopoldo. Ella con la palma sobre la frente, de costado frente a él, le proponía contarse historias de miedo. No cuentos, sino cosas que hayan vivido. Simesko aceptó algo confundido.

Ailén comenzó con la historia de la desaparición de su tío.

Cuando Ailén tenía cuatro años, su tío Miguel Ángel vivía en la misma manzana que sus padres. Podía recordar la noche en que se lo llevaron. Era de madrugada cuando escucharon una serie de gritos desgarradores. Ella dormía en una habitación que daba al centro de la manzana, pero igual se despertó. Enseguida oyó lo que parecieron dos disparos de revólver. Su madre lloraba y gritaba, su padre le decía que haga silencio. Ailén no se podía mover de la cama, se había hecho pis. Cuando los ruidos terminaron siguió varias horas despierta pero se sentía entumecida, no podía mover ni un pie. A la mañana, supo por las conversaciones de los adultos que habían venido a llevárselo. Nunca más se supo de él. La familia  trató de nombrarlo lo menos posible delante de los niños para no tener que entrar en explicaciones.

       Ailén soñó con desapariciones hasta la adolescencia. A veces soñaba que en el medio de la noche, unos hombres que eran solo sombras venían a llevarse a sus padres. En la penumbra creía sentir que levantaban su cama y comenzaban a transportarla por el jardín del frente de la casa. Años más tarde, cuando ya estaba en el colegio secundario, la noticia de un avión que había caído al mar cerca de Europa, desplazó esa escena de sus pesadillas nocturnas: el nombre de su padre figuraba en la nómina de cuerpos desaparecidos.

Ambos sintieron escalofríos y se mantuvieron en silencio escuchando la tormenta.

 

—No es una exageración cuando digo que toda mi infancia está signada por las desapariciones. Es la cosa a la que más le temo. Creo que me decidí a estudiar psicología para enfrentar ese miedo. Cada vez que lo cuento se me pone la piel de gallina, tocáme… —Leopoldo le tomó la punta del pezón con un leve pellizco— Así no, tonto. Más abajo, sentí como me late.

—Es cierto. Yo quiero decirte que yo estoy, que no voy a…

—Basta, tonto, ya lo sé. Ahora te toca a vos.

—¿Eh? Ah… La historia, cierto.—y se quedó unos segundos en silencio sin decidirse a contar.

—¿Y? No es acaso sobre el terror lo que escribís, no tenés una historia de miedo para contarme.

—Sí, claro. Creo que el relato está embrujado. No me preguntés cómo lo sé, pero estoy seguro de que tiene una especie de maldición para el que lo escucha.

—Ah, mirá vos, si tenés esa idea ni lo escribas, gordito.

—Tenés razón, debería tirar todo a un pozo y olvidarme.

—Ey, era un chiste. Contáme, quiero oír, contáme bajo mi exclusiva responsabilidad, me hago cargo como persona adulta y discerniente de las consecuencias que pueda tener sobre mí tu relato.

—Bueno, entonces te voy a contar sobre la Casilla 13.

—¿Qué es la Casilla 13?

—No es una sola cosa, pero más que nada es un cuarto, un cuarto de mantenimiento en el edificio donde trabajo.

 

Al terminar su relato, Leopoldo le dijo que ahora que estaba al tanto de la existencia de la Casilla 13, tenía miedo del futuro de los dos. Le pidió que no se preocupara porque ante cualquier desgracia él iba a estar abrazándola fuerte para protegerla. Ailén le dijo que no fuera tonto y le besó la frente. Se quedó en silencio un segundo y agregó: “¿Sabes qué? No creo que nada sea tan terrible como vos pensás. La Casilla puede ser una alucinación, lo que llaman los ingleses un daydreaming. A mí me parece que lo que te tiene mal a vos es tu jefa, Patricia. Lo que no podés ver es por qué lo hace. Y es tan evidente: le gustás. Está loca por vos. Te quiere solo para ella, y cómo vos nunca le darías una posibilidad, te hace la vida imposible. Te mete cosas raras… en la cabeza.”

 

—¿Vos escuchaste algo de lo que te conté?

—Sí, por eso mismo. Mirá, a veces, algunas mujeres pueden confundirle la cabeza a un hombre más joven, al punto de hacerles ver cosas que no son, hacerles creer una realidad que no existe.

—¿Te parece?

—Leo, tengo doce años más que vos, creéme que sé de qué estoy hablando. Y la verdad que lo que entiendo es que ella te está volviendo loco. A vos te está yendo bien… en el trabajo, en tus cosas, no tenés por qué preocuparte. Solo te tenés que preocupar por lo que ella te quiere hacer creer. Las minas como ella son peligrosas.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Nada. Nada de nada. Vos sos mi bombón y yo no quiero que esa bruja te toque ni te mire. Y tengo una forma de protegerte de ella.

—¿Sí? ¿Cuál?

          Entonces Ailén se puso de cuclillas,  empezó a masajearse el clítoris. Leopoldo la miraba extrañado sin entender. Ella se incorporó, lo miró con los ojos iluminados, con las piernas abiertas. Se sentó sobre el rostro de Leopoldo, hurgaba todavía en su vagina con sus propios dedos y se limpiaba el flujo en los cabellos de su vecino.

A la mañana siguiente ella le hizo el desayuno: café con leche con tostadas. Lo besó en la frente y se le sentó sobre sus faldas. Cuando Leopoldo le pidió un toallón para darse una ducha, ella se puso de mal humor.

Él intentó abrazarla pero ella se incorporó y prendió un cigarrillo. Mientras levantaba los platos de la mesa, empezó:

          —Sí, ya sé, tenés olor, pero esa es la idea, Leo: tenés que ir así de sucio a trabajar sino mi protección no haría efecto. Esa bruja tiene que saber que otra ya marcó el territorio.

—Está bien. Dejá que me ponga un poquito de perfume aunque sea, no quiero que se me huela a dos kilómetros. ¿Puede ser?

—Sí, dale. Ah, Leo, una cosa más.

—Decíme.

—El viernes viene mi novio de Australia, ¿te acordabas?

—Ajá, lamentablemente lo recuerdo.

—Es un mes nomás, gordito. Después vuelvo a ser toda tuya y cuando digo toda, es toda. Como a vos te gusta, ¿oki?

—Oki, Doki. ¿Y mientras tanto?

—Mientras tanto, inspirate. Escribíme un relato de terror y dedicámelo, por ejemplo. ¿Puede ser?

—Por supuesto, amor mío.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CARTA A AILÉN

 

Querida Aili,

 

 Se me ocurrió escribirte la historia de terror que me pediste como si se tratara de una carta, contándote lo siniestro que está ocurriendo a mi alrededor, como las cartas que escribía el novio agrimensor a su prometida, en Drácula.

Después de cuatro meses, por fin me pusieron a trabajar de escribiente. Hace ya un mes entero que estoy ocupando el puesto. ¿Cómo pasa el tiempo, no? Y eso, lo veloz del paso, es lo único que me contenta. Porque significa que en pocos días más voy a estar ahí para leerte este relato, mi amor.

Estoy seguro de que vas a aterrarte. Pero imagináte como se me heló la sangre a mí que fui el protagonista exclusivo de esta historia cien por ciento real. Antes de comenzar hago una única salvedad: No te preocupes, pude sobreponerme, y voy a estar ahí para abrazarte mientras te cuento con mayor detalle mi crónica.

Pero primero lo primero: soy el nuevo escribiente del juzgado. Antes no había un escribiente, ese trabajo lo hacía la Prosecretaria. Las tareas me gustan bastante. No se supone que sea un trabajo pesado, al menos es mucho más liviano que el que hacía antes. Asunción, la ordenanza, que es una señora boliviana y no paraguaya como habría de esperarse, me habla todo el tiempo. Cuando nadie la ve me pide el teléfono y llama a su esposo con el que discute en tono bajito pero molesto. Ella es la que trae las pilas de los expedientes con los que tengo que trabajar. Suele venir con un carro lleno de expedientes por lo menos tres veces al día. Cuando la pila queda sobre mi escritorio, tengo que leer la última hoja que casi siempre es un pedido del abogado al juez y redactar un borrador de contestación. Por la tarde, seguramente cuando yo ya me fui, el juez lee todo mi trabajo y si está de acuerdo lo firma. Si no me cruza las hojas y me escribe: “rehacer”.

La primera semana trabajé bastante nervioso, y la Prosecretaria me marcó varios errores tipográficos y de redacción. Me dijo que por suerte ella los había encontrado antes, sino hubiese sido un papelón ante el juez. Yo miré las hojas una por una y me quedé pasmado. Me parecía imposible que hubiese cometido tantos errores, era como si alguien me hubiese cambiado las hojas. Entonces la Prosecretaria creyó conveniente separarme del resto de los oficinistas. El lugar donde trabajábamos era un gran salón donde por lo menos había ocho personas más, que siempre estaban a los gritos.

El cuarto que me preparó para mí solo es un rectángulo sin ventanas, con apenas una rejilla de ventilación, donde puso un escritorio hermoso con una computadora ultra moderna. Ahí me la paso todo el día escribiendo, con las interrupciones de Asunción que entra sin golpear y me deja todo tirado por el piso, porque los papeles ya son tantos que ocupan casi todo mi despacho. Ya me parezco cada vez más a esos operarios de los trenes a carbón que tenían con los rostros sucios de hollín de lidiar con leña y carbón para alimentar el fuego de la maquinaria.

Esporádicamente se me aparece Patricia que viene a supervisar mi trabajo, nunca más de tres al día. Patricia siempre tiene algo que objetarme: un punto, una coma, un sinónimo. Por más que el trabajo está bien hecho me pide que lo rehaga según su criterio.

Un día me planté. Estaba harto de sus correcciones. Le pregunté si podía pasarle mis escritos directamente al juez, sin que ella los revisara. “Imposible”, me contestó con un gesto furioso. Me aclaró que el juez firmaba ciegamente lo ella que ponía sobre su escritorio porque confiaba en su ojo. Me remarcó que todo había funcionado así desde el principio y nada iba a cambiar. Nunca Jamás.

No quiero sonar perturbado, en ese momento tuve una visión de su rostro como si se le cayera un velo: era aún más monstruoso de lo que lo había percibido antes, como si los rastros del bisturí permanecieran frescos y las zonas operadas, hinchadas como moretones.

Ese día llegué a casa muy enojado. Me tomé un vaso de vino para dormirme sin vueltas, en cambio me dieron ganas de sentarme a escribir. Quería ponerme a trabajar en mi novela. Había pensado hacer catarsis de todo lo que estaba sucediendo en mi trabajo. Entonces me di cuenta de que tenía las piernas entumecidas de estar sentado en la oficina. Era como tener toda la parte de abajo atrapada en un bloque de hielo. La espalda también me dolía, ese dolor ya era crónico. No podía aguantar más mi cuerpo sobre una silla, no me quedó otra que ir derecho a la cama. Para despejarme tomé un libro de Arte Gótico. Pasé las páginas escritas sin leer mucho hasta que llegué a unas imágenes de catedrales góticas. Me fascinaban los detalles de esas construcciones desde chico y por eso me volví un coleccionista. Pasé con rapidez las páginas hasta que encontré las fotos de las gárgolas.

Me quedé pasmado: había una que se parecía a Patricia. El texto explicativo decía que eran figuras construidas para disimular los desagües del agua de lluvia, pero que en la mitología se las concebía como criaturas fantásticas que protegían los secretos sagrados de las iglesias ahuyentando a brujas y demonios de las iglesias. Me pareció extraño no haber reparado nunca en ese recuadro, había visto ese libro miles de veces.

De cualquier manera, el texto confirmaba mis ideas: Patricia era una verdadera gárgola. Desagotaba parvas de papeles como agua sobre mi cabeza. Me dormí pensando en una estatua de piedra gris, que exhibía sus garras y sus dientes filosos sobre el techo del edificio de Avenida de Mayo.

Al día siguiente por la tarde, sentí el impulso de caminar un poco por los alrededores del trabajo, en lugar de dirigirme ciegamente hasta la boca del subte. A menos de una cuadra hice un extraño hallazgo. 

Justo sobre Suipacha y Avenida de Mayo, a la vuelta del juzgado, de la mano de enfrente había una casa de “Magia y Ocultismo”. Me llamaba la atención no haberla visto nunca, a simple vista parecía una tienda de antigüedades. Daba la impresión que estaba ahí desde siempre. Aunque eso no me pareció descabellado porque el centro está lleno de lugares añejos que uno nunca termina de descubrir.

Lo curioso sucedió cuando ingresé al lugar y me acerqué a la vendedora, una mujer que parecía una tierna abuelita de cabellos grises. Le pregunté tímidamente si tenían algún tipo de gárgola. Me parecía un poco ridícula mi ocurrencia. Sin embargo, me hizo un gesto afirmativo y despareció detrás de una cortina morada. Al rato regresó con tres estatuillas entre sus brazos. Era un mismo estilo de figura en tres tamaños, de yeso y con alitas de murciélago. La mayor podía ser del tamaño de un águila verdadera, la más pequeña era como un canario. Me acordé que en casa hasta tenía una jaula para canarios que era de la tía Ofelia. Me llevé la más pequeña porque calculé que entraba dentro de la jaula y valía ciento cincuenta pesos. Cuando llegué la puse en la pequeña celda, que era una verdadera reliquia de bronce, llena de firuletes y grabados, con una argolla en el extremo superior de donde se la enganchaba a un pie de metal igualmente repujado.

Al día siguiente, no me crucé con Patricia. Conrado, mi compañero de la oficina me dijo que había llamado pidiendo el día porque no se sentía del todo bien. Dos días después, Patricia seguía ausente. Cuando vino Asunción con el carro hasta mi oficina, me contó con preocupación que algo le pasaba a la Prosecretaria, que le había contado por teléfono, pero no había entendido muy bien. A ella le parecía que era “algo de ahora”. No pude lograr que me diera más detalles del mensaje, aunque me imaginé que era algún problema psiquiátrico. A todos los empleados les parecía natural que después de tanto tiempo su locura latente se manifestara.

Pasaron varios días más sin que Patricia Zamudio se apareciera por el juzgado. Hasta que una tarde, el juez salió de su despacho y nos reunió en una de las oficinas más grandes. Era la primera vez que veía al juez parado junto al resto de los empleados y me di cuenta de que era un hombre bastante más pequeño de lo que había creído ver siempre de refilón. Además, su cuerpo no era robusto y musculoso sino que era más bien gordo. En su corta charla nos dijo que la Prosecretaria estaba sufriendo de agorafobia. Para los que no sabía que era dio una breve, enciclopédica explicación. A todo esto, Asunción asentía y susurraba: “Si es una de esas enfermedades de ahora, de fobia de ahora.” Para finalizar, el juez nos pidió trabajar con mucha más atención y esmero, dado que él sentía que le faltaba su mano derecha y corrió al despacho como un vampiro al que lo amenaza la luz del sol.

Desde ese entonces pasaron ya varios días...

A veces pienso en la posibilidad de llamar a su casa y pedirle una recompensa a cambio de no hacerla pedazos, pero no sabría cómo encarar eso. Así es que, Ailén, estoy en la disyuntiva de qué hacer: si enterrarla, o sacarla de ahí, o qué.

Lo cierto es que sin dudas te extraño y te deseo más que nunca. A la espera de tenerte entre mis brazos.

 

Tuyo, Leopoldo Simesko

El Escribiente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   “NUNCA JAMÁS”

 

—Y eso es más o menos lo que pasó estos días que no nos vimos, mi amor. ¿Puedo decirte así: Mi Amor? —Leopoldo se quedó mirando el rostro atónito de Ailén.- ¿Pasa algo, Aili?

—Es él, el escribiente. La tiene secuestrada. Es así, ¿no es cierto? La obliga a hablar por teléfono con el resto de los empleados para que nadie sospeche.

—¿Eh?

—Ahora entiendo los escalofríos que sentía cuando me hablabas de tu personaje. El escribiente tenía todo el perfil de un psicópata. Apocado, miedoso, de esos tipos que parecen inofensivos pero tienen un muerto escondido en el sótano.

—No creo que sea así. En realidad, es mucho más complicado.

—Yo creo que no es solamente una trama de suspenso. La historia da lugar a otras interpretaciones. Creo que ese recurso de tener una gárgola es demasiado fantástico. No sirve de mucho, es medio bobo.

—¿Sí?

—Sí. Tendrías que explotar más el lado alegórico al tema del secuestro. Para mí el secuestro es una excusa para plantear la relación del torturador y el torturado durante los secuestros extorsivos en los setenta. Yo creo que por ahí pasa lo interesante de la historia.

—¿Eh?

—El escribiente representa a los grupos subversivos y la jefa a la oligarquía. El resto de los empleados del juzgado representan al progresismo adormecido que justifica los secuestros por el simple hecho de que no los afectan directamente. ¿Sabés que es el síndrome de Copenhague?

—En realidad, no. No pensé en nada eso.

—Deberías haberlo pensado, porque el tema de las desapariciones durante la dictadura está presente siempre de alguna forma en la literatura argentina contemporánea.

—No, no, Aili, para un poco. Dejáme explicarte: el escribiente soy yo. Todo lo que te conté es cierto: mi jefa desapareció y creo que es mi culpa.

—¿Me estás jodiendo? ¿Secuestraste a tu jefa?

—No, no. Lo que te conté es tal cual lo que me está pasando. Mi jefa tiene agorafobia, no puede salir de su casa. Yo solo tomé una estatuilla y la puse en una jaula. Es como una especie de gualicho, quizá.

—Qué, ¿qué? ¿Me estás cargando?

—Bueno, no, está bien. Te estaba poniendo a prueba, quería ver como reaccionabas. ¿Te gusta mi historia?

—No. En absoluto.

—¿No?

—Quizá no quieras darte cuenta, pero es bastante claro: vos tenés una parte muy sádica. Y me imagino que debes tener una fantasía muy densa con tu jefa. Y me da miedo que fantaseés algo así conmigo, incluso.

—Aili… No soy yo, es un personaje. No es mi jefa, es la vida del personaje. Es una ficción. No sé, qué más puedo decirte. Te considero una persona inteligente.

—Leopoldo, recién me decías todo lo contrario, que eras vos, que era todo cierto. ¿A qué estás jugando?

—Te juro que hice nada más que escribirlo. Solamente lo escribí, lo escribí sin pensar y ahora ella está desaparecida de la oficina, por una enfermedad, nada más. A mí me da culpa pero en realidad no tiene nada que ver conmigo. ¿Me creés?

—Aunque así fuera, Leo. Todo lo que uno escribe expresa una parte consciente y otra que no lo es. Si es un texto escrito a mano, el trazo mismo delata la personalidad del que lo escribió. En un texto explicativo o académico, el inconsciente se puede filtrar a través de un error tipográfico, una anfibología. Pero en una ficción es más que claro: ahí siempre hay una zona oculta del subconsciente del autor que sale a la luz. Como en la hipnosis que practican algunos analistas.

—¿Por lo tanto?

—Esta historia expresa una parte tuya que desconocía, y no me gusta.

—¿Es así de sencillo para vos? ¿Si escribiese sobre un suicida pensarías que quiero suicidarme?

—No sé. Pero cuidado porque lo que uno desea a veces se cumple. Yo le deseaba la muerte a mi viejo cada vez que discutíamos y un día pasó lo que pasó. Nunca, jamás pude sacarme esa culpa. Ahora daría cualquier cosa con tal de que mi viejo viviera. Pero no va a volver. ¿Entendés? Nunca, jamás…

—Esto es distinto. Sé que Patricia va a volver. Sólo necesitaba tomarme un respiro de ella. Ya le voy a escribir un capítulo donde regresa, triunfal.

—No te hagas el gracioso. Con más razón, lo que escribís pesa más que un deseo dicho en el aire. Varios escritores escriben historias que creen inventadas y terminan viviendo la vida de sus personajes.

—Ailén, yo ni siquiera soy un escritor, soy un escribiente. Lo que sí puedo prometerte es que escriba sobre quien escriba, no me voy a equivocar en algo, esa persona va a morir tarde o temprano. Es la ley de la naturaleza. Y seguro eso para vos me convierte en un potencial asesino.

—Qué basura sos. Con la excusa de necesitar un respiro, ponés a alguien en una situación tan horrible. No me parece justo. Una persona normal no haría eso. ¿No intentaste psicoanalizarte?

—Si pienso en que es normal y que no, no escribiría nada. Y psicoanalizarme, ya lo intenté mil veces, no me funciona. Pero voy al psiquiatra.

—No sé si será la noche de tormenta, mi sugestión o qué, pero siento que me estás psicopateando.

—¿Estás hablándome en serio?

—¡Muy en serio! Hay algo desde la última noche que nos vimos que cambió en vos. Te veo más, más consciente de tu propia maldad. Y eso me da repulsión, Leo.

—Bueno, tampoco no exageremos. Puedo modificar esa parte de la historia, me podés ayudar vos a pensar algo distinto, ¿querés?

—Por mí encantada. Me gustaría, pero no voy a poder.

—¿Por?

       —Es que en una semana vuelve Octavio y me siento culpable de tener un amante.

       —¿Octavio? ¿No acaba de irse a Australia?

       —Se fue con la idea de renunciar al trabajo. Vuelve en unos días para organizar nuestro casamiento, Leo.

       —Pero, no me dijiste qué…  ¿Por qué no me dijiste nada? ¡Mi amor!

       —Leopoldo, por favor, no me digas mi amor ni te largues a llorar. Sos solamente mi amante.

       — ¿Soy tu amante? Nunca pensé que me dabas esa categoría, Ailén.

       —¿Categoría?

       —Categoría, o rótulo de amante.

       —Lo sos. Te tengo categorizado como mi amante ¿Te molesta?

       —Sí, desde ya. Pará un poco ¿Si soy tu amante significa que te cojo mejor que Octavio por lo menos?

       —¿Para qué querés saber? ¿Te haría sentir mejor? A mí solo me da culpa esta situación de tres.

       —Sí, que yo sería un consuelo. Porque ahora que te vas a casar no voy a volver a verte y mi corazón va a quedar partido.

       —No, no, no seas así, tonto. Siempre te voy a necesitar cerca, solo que vamos a tener que cuidarnos más, vernos en lugares secretos y eso, ¿te parece?

       —No sé, la verdad. Todo esto me… Me cae como un balde de agua fría, Aili.

       —Leopoldo, ahora no pensemos en todo esto, ¿puede ser? Nos vamos a desvelar y mañana tenemos que trabajar los dos. Bajemos, aprovechemos que paró de llover y vayamos hasta el kiosko, ¿me acompañás?

       —¿Ahora?

       —Sí, dale vestite y acompañame. Necesito comprar insecticida…

       —¿Insecticida? Son las dos de la mañana, Ailén.

       —Sí, y qué problema hay… Vamos al Drugstore de la esquina de Carabobo, está abierto las veinticuatro horas.

       —Está bien. ¿Pero tan urgente es matar las cucarachas?

       —Es que durante el día siempre me olvido. Cuando me acuesto siento que me pica todo. Ahora me puse a pensar en ellas y me dio fobia. ¿En tu departamento seguís teniendo?

       —Creo que ya son ellas las propietarias, en cualquier momento me desalojan.

 

Leopoldo se daba cuenta de que Ailén lo estaba manipulando para sacarlo de su cama definitivamente. Ahora mientras bajaban por el ascensor se le venían las imágenes de su breve romance como un flash.

Se fueron conociendo a través de unos cuantos encuentros en el recibidor. Hasta que un día Leopoldo se había ofrecido a ayudarla con las bolsas del supermercado. Luego de descargar la mercadería en la mesa de la cocina, ella le había invitado un café y sin darse cuenta habían charlado hasta la medianoche. Desde entonces, cada tanto se juntaban en el departamento de ella para cenar y ver películas. Ailén le parecía un libro abierto, se había especializado en lingüística y era una lectora mucho más instruida que él. Una noche Leopoldo le había contado que estaba escribiendo una novela. Cuando le contó de qué trataba –en realidad él dijo: “Pienso meter todo lo que me pasa.”— a Ailén le pareció gracioso. Él se ofendió un poco y ella comenzó a darle pellizcos para hacerlo reír. Así comenzaron un juego de manos que terminó en su primera relación sexual. Desde ese momento, Leopoldo siempre se aparecía, con algunas líneas para leerle. Le decía: “Esto también va a ser parte de la novela”. De esa manera lograba ponerla de humor para pasar la noche juntos.

Por primera vez, esa noche Leopoldo no había tenido suerte. Se había roto el encanto. Bajaban en silencio por el ascensor del edificio, sin mirarse. “Seguramente, todo se termina acá”, pensó cabizbajo. En el gran cesto de residuos frente a la entrada del edificio, Leopoldo observó las bolsas negras de basura. “Mañana en este lugar van a estar los desperdicios de esta noche, los de nuestra última cena juntos, las colillas de los últimos cigarrillos compartidos. Los últimos preservativos que usamos juntos.” Le vinieron ganas de llorar.

Caminaron una cuadra más en silencio hasta que llegaron al maxikiosco que estaba abierto las veinticuatro horas. Parecía un decorado teatral plantado en  medio de las calles oscuras.

 

—¿Vos querés comprar también?

—No, gracias, mis cucarachas pueden esperar… Estoy con ganas de dar una vuelta antes de subir, te dejo acá. Voy a caminar unas cuadras… solo.

—Dale.

 

Ailén se despidió, dándole un beso en la mejilla. Cuando él quiso abrazarla, ella pareció escurrirse y lo compensó con una serie de besos en la mejilla.

“Ésa es la prueba más clara de que lo nuestro es el pasado”, reflexionó el muchacho. Apenas con un gesto le devolvió el saludo, al ver que ella le agitaba la mano desde la puerta del negocio. Estaba otra vez abismado en sus pensamientos.

 Cuando le dio la espalda a su vecina, se encogió de hombros como tratando de quitarse la responsabilidad por lo que había pasado. Sin embargo se quedó tan aturdido que se echó a caminar sin rumbo, con la cabeza gacha. Atravesó la Plaza de Flores, sin siquiera distinguir sus propios zapatos. Luego caminó por el medio de la Avenida Rivadavia un trecho hasta entrar en el callejón que se abre al costado de la Basílica. Su mente no le daba descanso y él no paraba de caminar como autómata, sin saber por dónde iba.

 

“Le provoqué repulsión, me dijo. Como si fuese un linyera con olor a vino y a mugre.” ¿Qué está pasándome? O mejor dicho, ¿qué está pasando? Porque no puedo estar imaginando esto. Es imposible que todo esté nada más que en mi cabeza. La enfermedad de Patricia. La tienda donde compré la estatua. La conversación de hace un rato. La reacción de Ailén. Fue real. Es la realidad a mí alrededor la que se desquició por completo. Por más que intente explicarla no voy a lograr que nadie me comprenda. Van a decir que estoy loco, porque solo los locos son capaces de imaginarse cosas como éstas.

De repente, levantó la mirada. Sólo veía una angosta calle empedrada, con altos muros a cada lado. Cerca de él había un linyera tendido en el piso, tapado con un cubrecama floreado. Avanzó apenas unos metros hasta volver a la avenida. Antes de cruzar hacia la plaza se quedó mirando la puerta de la Basílica. Haciéndose la señal de la cruz improvisó un rezo:

 

          Dios, sé que estoy muy alejado de vos, pero si todavía podés escucharme, te pido que me devuelvas la cordura. O que me devuelvas al mundo que yo conocía, en el que me sentía sano y salvo. Por favor, te lo pido a vos porque sos el Padre de toda la creación. Es como si fueses el único verdadero escritor y el resto somos todos personajes tuyos. En el colegio siempre me dijeron que eras benévolo con tus personajes. Y yo no soy nada más que eso. Amén.

 

Mientras atravesaba la plaza, esta vez observando todo detenidamente, le parecía estar caminando entre los vestigios de una ciudad devastaba. Imaginó que había pasado alguna catástrofe y esos eran los resultados. Al pasar por la estación de trenes vio sobre el andén una caravana de cartoneros que empujaban sus carritos.

La realidad económica del país era el villano invisible en la historia real, y en todo caso, si el país había tenido alguna vez un Padre Benefactor, eso era algo tan lejano en el tiempo como los monumentos que adornaban la plaza.

Cuando llegó a su departamento recordó que quería narrar el episodio de la desaparición de su jefa en detalle. Se quiso poner a escribir. Haciendo un racconto de los hechos llegó a una conclusión devastadora. Ella estaba enferma y él tenía una estatua en la jaula del canario. La desaparición era una idea caprichosa y escribir sobre eso, una estupidez. Se sintió invadido por la angustia y se echó sobre la cama vestido.

 

 

 

 

 

 

 

 

  1. EL MITO.

Es lógico que muchos no quieran despertar del ensueño de la eterna ciudad, del faro de la cultura, la ciudad de los museos, la ciudad de los libros. ¿Y si la tapa de los libros es cartón? ¿No es una evidencia que expone el gran engaño? Esto está a punto de suceder: La Casilla 13 avanzará sobre toda la ciudad, arrasando con la civilización que la rodea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

LA DESAPARICIÓN

 

Aquella fue la última noche que vi a Ailén. Durante el mes que siguió me sentí atrapado en una jornada laboral que parecía literalmente idéntica. Me refiero a una serie de eventos que se sucedían de una manera tan exacta que me hacía creer que se estaba repitiendo el mismo día sin cesar.

Por la mañana me despertaba con el sonido de la radio y salía puntualmente, pero siempre tenía un problema en el subterráneo. El tren se detenía un largo tiempo en Loria. Por altoparlantes se anunciaba que por una avería técnica la formación debía regresar a Primera Junta. Llegaba apenas unos minutos tarde, quince o veinte, cada mañana, temiendo que Patricia ya estuviera en la oficina para regañarme.

Entonces yo preguntaba por ella al primer empleado del juzgado que se me cruzara y siempre alguien me respondía: “No tenemos novedades de la Prosecretaria.” Alguno más expresivo podía agregar: “Por suerte… Esperemos que siga enferma muchos años más”. Mi gesto no era de alegría, tampoco de tristeza. Me quedaba un gesto extraño como si lamiera un limón.

“Mientras la gárgola siga en su jaula no habrá novedades de Patricia”, reflexionaba yo. El resto de la jornada, trabajaba a mi propio ritmo, con las interrupciones de Asunción, a la que me había acostumbrado a vapulear a mi propio modo. “¿Qué pasó, Sancho, perdiste a tu Quijote?”, le dije una vez que la noté como desorientada. 

Aunque más tarde volvería a sobrecargarme el escritorio de trabajo, ya no sentía su sorna. Entonces era yo quien la pinchaba sutilmente: “¿Sabés, Asunción?: yo nunca te llamaría Recesión. No te creo con tanta capacidad dañar. Pero asumo que podés ser una Presunción de varias otras cosas.” Ella agachaba la cabeza y balbuceaba algo inentendible.                       

Muy de vez en cuando aparecía el juez. Me sonreía y me levantaba un pulgar. Nunca entendía bien a que venía aunque su actitud era más amistosa. No le daba mayor trascendencia.

Escribía mucho en horario laboral acerca de La Casilla 13. La novela había quedado en suspenso. La Casilla 13 se imponía como una especie de apéndice experimental de lo que había sido un intento de ficción ramplona. Escribía en trance. Más como un científico o un filósofo que un tipo que se propone tan solo contar una buena historia. Cuando abandonaba la oficina, no me iba de la zona. Me quedaba en el bar del frente, con un ánimo detectivesco que nunca veía frutos.              

El resto del día montaba guardia cerca del departamento de Ailén. Tarde tras tarde iba preguntando a diferentes vecinos sobre ella. Siempre obtenía respuestas disímiles, como si cada uno viviera en una realidad distinta. Aunque todos coincidían en que nadie podía recordar a una chica llamada Ailén. Revise las facturas de servicios y ninguna venía a su nombre, sino al nombre de una Sociedad Anónima, “Ilumination SA”, cuando la busqué en Internet me enteré que era una inmobiliaria. Llamé y me dijeron que la propiedad les pertenecía. La tenían en venta. Les pregunté si tenían el departamento alquilado a una chica de unos treinta y pico de años. Me dijeron que debía tratarse de una confusión dado que el departamento estaba desocupado desde 1999.                                                      

Para sumar otro dato extraño, se me había despertado una obsesión por Arévalo. Salía de la oficina cada tanto con la excusa de un trámite y me metía en el café Forum, con la esperanza de que mágicamente su figura se me apareciera a través de la vidriera. Lo había visto irse como si el tiempo corriese al revés, no me parecía del todo ilógico verlo regresar con vida.

La magia de La Casilla 13 era algo esquiva. Nunca se hacía presente en los momentos esperados. Me desanimaba, me volvía a resignar a vivir en la realidad. Hasta que un día, otra vez sin aviso: Zas, La Casilla 13.                                                                                                                     

Una mañana a fines de julio desperté con un nuevo llamado de la oficina de Recursos Humanos del INDEC. Me ofrecían el mismo empleo. Quise indagar por qué habían vuelto a contactarme. Me ofrecían el mismo trabajo. La misma encuesta que volvía a repetirse justo un año después. Sentí una opresión en el pecho, un mareo, sofocación. Colgué mientras la empleada me seguía explicando de la encuesta.

Primero pensé que era un sueño, enseguida supe había sido real. Tenía un registrador de llamadas: ahí estaba el número… Me quedé paralizado después de eso. Cuando pude recobrar mis facultades me di cuenta de que hacía ya una hora que debía estar en el trabajo.

Estaba muy dormido. Necesitaba ir a la cocina y calentar café. Al atravesar el lavadero tropecé con el pie de la jaula y la tiré al suelo. Lo extraño fue que al caer se abrió la puertita, la figura se salió y resbaló por el piso, sin romperse. Cuando la recogí apenas noté que estaba cachada en un codo y la cabeza. Me pareció otra señal de que se avecinaba un problema. En ese instante se desató una lluvia intensa, perezosa.                                   

El viaje en taxi lo hice con el corazón saliéndose de mi boca. Cuando llegué Patricia estaba sentada en mi escritorio. Se había levantado de la cama, después de un mes había podido cruzar la puerta de su casa. Ahora estaba controlando que había hecho durante su ausencia. Revolvía mis papeles: “¿Y esto? ¿Y esto? ¿Qué significa esto? ¡Hay trabajo atrasado desde hace más de un mes!”.

Déjeme explicar lo que pasó: al principio me preocupé por mantener el trabajo al día. Lo terminaba y lo dejaba en el despacho del juez. Luego de unos días me fui dando cuenta de que el juez solo firmaba las cosas urgentes. Los demás temas, que seguro eran intrascendentes le resultaban ajenos y por eso los firmaba Patricia imitando la firma de Wolf. Nadie me lo dijo: yo vi como ella garabateaba firmas sobre sentencias que debía firmar el juez. Aunque esa es otra historia. Sin la presión que ejercía ella, aminoré la marcha. Me dediqué sólo a los escritos que tenían vencimiento. Los demás expedientes se me fueron acumulando sobre el escritorio mientras me dedicaba a escribir.

 

No, a Patricia no le di esa explicación. Tan solo me encogí de hombros, puse cara de lo siento. Y luego intenté aflojarla con una media sonrisa. Le guiñé un ojo. No me juzgue.

—No, no pensaba hacerlo. ¿Qué pasó entonces?                                   

Ella me dijo que era un irresponsable, tocándose el pecho. Yo traté de convencerla de que no era tan importante ese retraso. Me dijo que no era abogada para saber qué era urgente y qué no, pero que el trabajo debía estar siempre al día, que siempre se había trabajado de esa manera. Entonces traté de tranquilizarla, todo se podía subsanar en un par de tardes. Le juré que iba a quedarme después de hora el tiempo que fuera necesario. Ahí mismo se largó a llorar. Mientras me reprochaba que yo nunca apreciaba todo lo que ella hacía por mí. Que me había estado protegiendo durante meses de las garras del juez que era “un diablo en persona”. Que yo creía que me daba trabajo sin sentido para molestar, mientras que ella solo quería lo mejor. “Para vos, y para mí, Leopoldo, siempre quise lo mejor para los dos.” Eso dijo y continuó con algo más raro: “Podrás decir que soy una bruja, Leopoldo. Pero no. soy sierva de La Palabra. Reíte, pero yo sé que hablo con Él. Él me escucha. Siempre le pido por vos y por mí. Era un pacto. Yo procuré que ambos hagamos las cosas bien para que nadie tenga nada que decir de nosotros. Nosotros somos buena gente aunque nos toque estar en esta cueva de demonios. Pero se ve que el mal fue más fuerte esta vez. Porque me doblegó.” 

Mientras trataba de tranquilizarla, en mi mente, su figura se convertía en la de un hermoso ángel. No era necesario imaginar cambios demasiado drásticos: aligerar sus ángulos más duros, alisar el ceño, darle vida a sus labios resecos, dibujarle una sonrisa. Intenté hablar: “Patricia, déjeme contarle. Por favor…”

Con solo oírla regañarme otra vez sin dejarme acotar volvía a ser una mujer siniestra. Cuando finalmente se calló le dije que sabía lo que le pasaba. No pude contenerme. En un estallido de sinceridad le confesé que durante el mes que estuvo enferma había sido yo el que la había mantenido de licencia. Era difícil de explicar, aunque que si ella creía en la magia y el ocultismo, podría entenderlo: “Usé un golem tuyo para alejarte.”

Ante asentimiento con mirada atónita, seguí revelándole mis conjeturas. Le dije que creía que el juez era un miembro de una sociedad secreta que tenía fines siniestros. Qué estudiando el caso de Lacayo había descubierto que nunca se hacía justicia verdadera, solo se postergaban los temas importantes y sobrecargaban con trabajo sin sentido a los empleados. Que había una habitación en el edificio, que llamaban La Casilla, dónde había visto gente volverse loca. Incluso gente muerta atrapada como ánimas en pena. Y finalmente que ella era una gárgola. Aunque no me quedaba claro si estaba al servicio del juez, o si era una buena gárgola que solo hacia su trabajo.

Después de un largo silencio, le dije si podía confirmar alguna de mis teorías. Creí que iba a golpearme con la perforadora de papeles que en ese momento sostenía. En cambio, irrumpió en un llanto feroz.

No sé cómo decirlo, sentí algo por ella… ¿Lástima? No, fue peor, me sentí culpable. Le pedí disculpas, le besé la frente. Entonces Patricia se puso de rodillas, y me miró con los ojos nublados de lágrimas: “Maestro… Yo pensé que había sido obra del demonio… Discúlpeme, por no haberlo visto, es que soy un animal. Lo vi joven y pequeño, y no pude reconocerlo… Así y todo, quiero que sepa que di lo mejor: lo protegí como a un hijo adoptivo. Quizá fui demasiado protectora, dígame: ¿Qué hice mal? ¿Estoy a tiempo de repararlo? Si me dice como seguir yo le prometo ser una sierva fiel.”

Entonces sentí un nudo en la garganta, no supe que contestar, trastabillé para que me soltara el pantalón. Miré alrededor, no había nadie. Le pedí que me perdonara porque yo no podía ser nada parecido a un maestro. Sabía qué había hecho algún tipo de hechizo o encantamiento, pero no tenía ni idea de cómo lo había conseguido. Le aseguré que no quería dañarla. Creía que había desatado fuerzas oscuras que me parecían peligrosas y que prefería dejar todo ese episodio en el olvido. Para rematar le dije: “Patricia, soy Leopoldo, vuelvo a ser tu subalterno, el escribiente, un vago más de esos que siempre te hacen protestar”. Y le sonreí. Pero ella estalló en lágrimas una vez más: “No me haga esto, Maestro. Si no le puedo obedecer, volveré a ser la mujerzuela del Doctor Wolf y no quiero. Nunca quise: yo soy evangelista de nacimiento. Lo hice por trabajo, sépalo bien.” Me arqueaba las cejas y fruncía el ceño pero con sumisión, yo me negué una vez más con una media sonrisa. Ella se fue con la cabeza gacha, enjugándose las lágrimas, diciendo en voz baja que el mal ya se había instalado. No volví a verla nunca jamás. Antes de que terminara el día, el juez me mandó a llamar por Asunción.

 

—Y él le comunicó que había solicitado carpeta médica para usted.

Sí, pero aparentemente yo estaba en el punto más agudo de mi brote psicótico y no pude entender sus palabras. De eso me convencieron en la clínica donde estuve internado. Si quiere que le refiera lo que yo oí de su boca, alucinado o como sea fue más o menos esto: Me decía que habían decido hacer una reestructuración y que iban a prescindir de mis servicios. Yo le dije que no iba a divulgar el secreto de La Casilla 13 con nadie, que no se preocupara. Necesitaba el trabajo e iba a hacer cualquier cosa por mantenerlo. El juez replicó qué era una decisión tomada, que me iban a pagar una buena indemnización, como para vivir un buen tiempo sin preocuparme por trabajar.

Cuando agaché la cabeza para llorar sentí su mano enorme y laxa en mi hombro. Se inclinó y me susurró: “Querido, yo sé qué se siente, ellos lo querrán consolar pero solo con el fin de avergonzarlo, de ponerlo rojo hasta las orejas, evite eso… Si no se cree fuerte para tolerar sus miradas le doy otra posibilidad: salga por esta puerta, va directo hacia mi cochera privada, por ahí un guardia que le mostrará la salida. Entonces señaló una puerta detrás de su escritorio. En ese momento estuve seguro de que esa puerta nunca había estado allí. Soy una persona muy observadora y sabía que allí antes solo había una pared. Él abrió la puerta y sentí un calor abrasivo: daba directo a un espacio infinitamente abierto, como un desierto de arenas rojizas, atravesado por lenguas de fuego, con huesos desnudos de animales que no se parecían a ninguno conocido. Sentí que lo sobrevolaba por un instante. Cerré la puerta con violencia.   

Él me dio una mirada compresiva, entendiendo que no estaba preparado. Y  dijo: “Es una lástima que no se atreva porque realmente me gustaba eso que había escrito. Por algo lo firmé. ¿No le parece? Si lograba persuadirlo de pasar por ahí, aunque sea un poquito engañado, hubiera tenido un futuro brillante, en fin… El que es recto es recto, no deja de tener mi admiración, Simesko. Vaya enfrente al vulgo, pero prepárese porque va a tener un fuerte sentimiento de paranoia. No se desespere al punto de querer tirarse por un balcón, va a ceder de a poco apenas empiece a tomar psicofármacos.”                        

       Todas sus palabras me sonaban como un eco y al mismo tiempo me parecían burlas por encima de la maldad de un ser humano. Luego recuerdo salir por la puerta de entrada, ver los rostros de todos los demás empleados y sentir que estaban todos complotados en mi contra. Sentí que eran una organización maléfica que había estado torturándome. Como golpe final me abandonaban ahora que había desarrollado una dependencia hacia sus maltratos. Mientras salía de la oficina, no vi nada que debiese llamar mi atención, sin embargo hubo detalles que me estremecieron. Vi un brillo maligno en los ojos de todos, sonrisas disimuladas; a sus espaldas vi objetos oscuros como columnas, puentes rotos, que no podían distinguirse. Sus comentarios no se correspondían con esos gestos. Me palmeaban y reconfortaban: “Lo lamento mucho, Leopoldo. Jamás lo hubiese imaginado. Cualquier cosa que necesites no dudes en llamarme.” Compañeros, gente sin nombre en esta historia, no sé por qué se molestaban en mentirme, no hacía falta. Podía ver que era todo falso, y al mismo tiempo no quería pensar así. No se puede pensar así, ¿no? Sino uno se suicidaría.

Sentí escalofríos. Lo que más me aterró fue pensar que siempre había sido así y yo nunca había tenido la lucidez suficiente. Recordé todos los gestos de aliento, las palmadas, las felicitaciones, las exageradas gracias y los exagerados halagos. Comencé a ver borroso. Sentí que me iba contra el piso. Era el primer síntoma de una lipotimia. Habitualmente tengo lipotimias. ¿Nunca le hablé de ello? En situaciones de estrés me baja la presión. Traté de encontrar una explicación clínica, hasta que la falta de resultados convenció a mi médico de que era un mecanismo de la mente.

Estuve un rato sentado recuperándome del síntoma desvanecimiento, hasta que el juez me palmeó la espalda. Me dijo que no todo era trabajar en la vida, que a veces había que ocuparse de la salud. Junté mis cosas del escritorio, raudamente: ya casi no veía nada, tenía la boca seca, los oídos tapados. Caminé una cuadra bajo el sol, viendo las imágenes granuladas y opacas. Hasta que me desplomé cerca de la boca del subte. Nadie se acercó a preguntarme si estaba bien. De hecho fue mejor así, porque siempre quieren llamarme una ambulancia, cuando en realidad me toma unos segundos inhalar profundo y recomponerme.

Volví a mi casa. No le conté a nadie lo que había pasado, ni a mi familia, porque esperaba algo más. No sé. Que me llegara una carta informándome de cuestiones secretas. Que la logia de la que formaba parte el juez me contactara para asignarme una tarea en otro lado. O algo así de descabellado. Sin embargo, el teléfono no sonó. Lo único que puedo decir es que nunca llegó el telegrama de despido. Lo esperé durante las primeras veinticuatro horas como suele ser la práctica. Seguí esperando unos días más. Mientras tanto me decidí a escribir ese episodio más reciente: el del despido, pero entonces entré en un nuevo trance. Solo que este fue el más profundo y largo de todos. Trece días de reclusión y trece noches de insomnio. Durante ese lapso pasaron cosas increíbles.

 

 

 

 

 

 

  1. LAS CUCARACHAS.

Nos rehusamos a contemplar mágicamente nuestro descubrimiento al modo de aquellos que pretenden hacer un realismo mágico o un desahogo sentimental de la culpa. Los pensamientos que no se convierten en acciones se transforman en cucarachas, que expelidas por el propio cuerpo del pensante, irrumpen con sus propias voces. Estos insectos se desplazan sin descanso, día y noche. No existe forma de aniquilarlos dado que si se mata a uno solo en su interior hay cincuenta esperando nacer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

¿ALUCINACIONES?

 

—Le voy a decir la verdad. Lo que experimenté fue más aterrador, espantoso, más ilógico y real que meras alucinaciones… No sé cómo contárselo.

—Cómo le salga.

—Ese el problema creo que por más que experimenté cosas horribles y puedo recordarlas, no hay forma de narrarlas.

—¿A qué se refiere con que experimentó? ¿Alucinó o las vivió realmente?

—Ambas cosas. Tengo la teoría que la mañana de mi despido, el juez me puso alguna droga muy fuerte en el café. ¿Le mencioné que me convidó un café durante la charla?

—No.

—Bueno, así fue, me lo trajo Asunción. Mientras charlábamos lo bebí de sorbos cortos porque estaba caliente y horrible. Enseguida sentí calor, las pupilas dilatadas, una comezón en toda la piel. Y al rato ya estaba viendo como a espaldas del juez se abría la puerta del infierno. No era una simple alucinación, no digo que la estuviera imaginando, sino algo intermedio. La puerta al infierno existía en algún otro plano. La droga la hizo visible a mis ojos. ¿Me sigue?

—Me parece una buena imagen, sí. Aunque… ¿Puede haber sido una droga tan poderosa para dejarlo insomne y delirando durante trece días seguidos?

—Qué se yo, doctor. Usted es el especialista, dígamelo usted.

—Bueno, con las drogas de diseño modernas, francamente todo es posible, es como programar un cerebro para un sueño asistido…

—Entonces no me quedan dudas: el juez me causó el delirio a través de una droga que puso en el café que trajo Asunción.

—Está bien. Supongamos que así fue por ahora. Lo que me interesa saber es cómo siguió el estado delirante.

—Cómo ya le dije: primero me bajó la presión en el subte. Cuando recobré la razón bajé en Primera Junta y caminé a los tumbos hasta mi departamento. Entré al edificio desesperado para resguardarme del sol que me hacía arder el cuerpo como sarna. Caminé por las escaleras creyendo que se derretían los escalones atrapándome los pies. Llegué al departamento y me deslicé por la penumbra hasta el dormitorio donde me cubrí con muchas frazadas. Dormí, como si entrara en un letargo.

—¿Durmió hasta el día siguiente?

—Creo que desperté un rato por la noche del día siguiente y luego dormí un poco más. Al despertar comenzaron las visiones.

—¿Qué vio? Por favor, de una vez dígamelo…

—No es tan sencillo, no puedo narrarlo. ¿Sabe? Durante el trance escribí poemas, en realidad garabatee palabras, frases, imágenes. Cuando el mareo se me fue, con todo ese material armé una serie de poemas. Representan mejor esos estados que cualquier cosa que yo pueda narrarle. No hay hechos sino estados emocionales y mentales e imágenes como si fueran cuadros surrealistas.

—¿Quiere mostrármelos?

—Llegado el momento. Pienso publicarlos, entonces le regalaré una copia. Dudo del valor estético que puedan tener, pero es una buena forma de dar un mensaje cifrado para la logia que integra el juez. Ellos entenderán.

—Se está volviendo demasiado críptico. ¿Puede darme mayores precisiones sobre lo que se propone?

—Llegado el momento le explicaré mejor. Por ahora solo puedo adelantarle que trataré de llamar la atención de la logia, para que me expliquen todo lo que sucede ahí dentro. Lo que sí puedo relatarle son los momentos donde las alucinaciones más potentes cedían, yo salía del trance y podía moverme, hacer cosas dentro y fuera de la casa.

—Escucho.

—Me desperté la noche del día siguiente y me quedé fijo a la cama boca arriba. Me sentía un embrión en el interior del útero materno, incapaz de moverme. Y poco a poco sentía que iba creciendo hasta tener cinco años. Estaba en el cuarto de mi casa de San Justo. Mi madre me decía: “Hora de dormir, bichito.” Así me decía ella cuando era niño y yo fingía dormir mientras fantaseaba historias plegado como un verdadero insecto.

—¿Era consciente de que estaba teniendo una regresión?

—Lo fui por la mañana cuando me despertó el teléfono. Abrí el ojo, vi el cuarto nuboso, no había escuchado el despertador y estaba llegando tarde al juzgado, pensé. Aunque el llamado telefónico me resultó tan perturbador que no pude despegarme del tubo por un buen rato. Era una encargada de recursos humanos del INDEC ofreciéndome trabajo en una nueva encuesta. Le pregunté por curiosidad de que se trataba, y me contestó que de un relevamiento de hogares de inmigrantes. “No puede ser, esa encuesta se realizó hace un año, yo trabajé en ella”, grité. “Es así, señor Simesko. Al parecer hubo problemas con un sector encuestado y debería volver a realizarse en esa zona.” Le pregunté de qué zona se trataba y me respondió de una villa de Ciudadela. Terminé la conversación de un grito: “No voy a volver ahí nunca jamás, me entiende.” Y le corté.

—Suena a una conspiración para enloquecerlo.

—Ajá. Y lo que sigue, lo que siguió esa misma noche es lo que va a llevar las cosas aún más lejos.

—¿Qué pasó?

—Durante todo el día me la pasé dentro del departamento, escribiendo. Y así di por casualidad con otra revelación: los pensamientos, o las palabras, no logro entender si los pensamientos hechos palabras o si las palabras que uno piensa, dado que puede haber pensamientos que no sean palabras, pero bueno, lo que quiero decir es que las palabras que uno piensa después de un determinado tiempo, es decir, cuando ese pensamiento, esas palabras han merodeado por nuestra cabeza cierto tiempo como ser una semana, cuando digo merodeado me refiero a que haya tomado vida propia dentro de uno, que se hayan vuelto incontrolables, autónomos. A esos pensamientos, en determinado momento no les alcanza con quedarse adentro de uno, haciéndole la vida imposible a uno, sino que tienen que ser algo más…

—¿Leopoldo, adónde va? Dígalo de una vez.

—Los pensamientos que se vuelven incontrolables se transforman en cucarachas,  ésas son las cucarachas que uno cree que salen de una alcantarilla o de un zócalo: son nada más que los pensamientos de uno mismo.

—¿Se convierten en cucarachas?

—Sí, cucarachas. Los pensamientos obsesivos se convierten en cucarachas y uno se enloquece por desinfectar su departamento, compra productos, llama a expertos, pero en realidad esas cucarachas no van a morir con ningún veneno porque son proyecciones de nuestra mente.

—¿Me dice que los pensamientos se convierten en cucarachas?

—No todos, le repito. Los que no son resueltos en el momento. Esos que se quedan un tiempo largo, varios días molestando en el interior. Cuando ya se hacen incontenibles en el interior de uno se transforman en cucarachas.

—¿Y esto es así para todos? Es decir, las cucarachas que hay en mi departamento son en realidad mis pensamientos obsesivos.

—¿Tiene cucarachas en su casa?

—No, es decir, en algún momento he tenido alguna, ¿pero eso quiere decir que una cucaracha rondando el departamento sea un pensamiento obsesivo?

—¿Cómo puedo saber yo eso? Eran sus cucarachas no las mías. Yo sé que las mías eran mis pensamientos obsesivos porque logré darme cuenta. ¿Quiere que continúe?

—Lo oigo.

—No quiero hacerme rogar, pero vamos a tener que dejarlo en suspenso hasta la próxima semana.

—¿Por qué?

—Ya se cumplió la hora.

—Ah, es cierto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ORIGEN DE LAS VOCES

 

—Esa mañana después del llamado caí en la realidad de estar despedido. Creo que pensé que se terminaba el mundo porque mi única rutina había sido trabajar y trabajar. Por enloquecedora, extraña, era una rutina al fin… Me sentía como Gollum, ese gnomo de “El Señor de los anillos” que posee el anillo mágico, pero no puede hacer uso de la magia porque la idea de perderlo lo vuelve paranoico y se recluye del resto del mundo. Como Gollum, cuando le arrebatan el anillo me sentí capaz de asesinar o suicidarme. Porque La Casilla 13 era mí única posesión. Y me la habían quitado. Miraba las paredes de mi cuarto y oía un crujido que iba volviéndose más fuerte. En poco tiempo sentí que toda la casa se iba a desmantelar. Pero era tan solo mi cabeza funcionando como una maquinaria averiada, a punto de implotar.

—Buena metáfora. ¿Qué hizo?

—Esperar. Si me habían despedido debían comunicármelo por telegrama.

—¿Y qué hizo mientras tanto?

—Me puse a ordenar el departamento. Dejé todo de punta en blanco y ordenando como una clínica suiza. Me quedó solo una pieza suelta: la gárgola. Amagué con tirarla, pero no me animé y la guardé en el placard, dentro de una caja de zapatos. Esa misma tarde llegó un telegrama, pero el contenido era otro. Me informaban que me habían otorgado una licencia psiquiátrica que me eximía de ir a trabajar por el plazo de 10 días hábiles. Diez días hábiles, ¿entiende?

—Era martes, suprimiendo el fin de semana, diez días hábiles sumaban trece días exactos. El tiempo que iba a durar el estado alucinado. Claro que por entonces yo no lo sabía.

—Entiendo.

—La carta decía que vencido el plazo, el primer día siguiente debía ir a ver a un psiquiatra del que me daba todos los datos, incluso su teléfono celular. Fue él, el Doctor Chernoff, quien finalmente dio la orden de mi internación días más tarde. Pero antes de llegar a eso debo contarle algo más: las cucarachas se hicieron visible, cientos, miles, fue una invasión.

—¿Esos pensamientos obsesivos infestaron su departamento?

—En parte sí. Pero está haciendo una reducción de todo lo que falta contarle. ¿Prefiere dejarlo así?

—No, por favor, lo oigo.

—Me imaginé que el psiquiatra iba a hacerme muchas preguntas con el fin de averiguar qué sabía de La Casilla 13. Entonces me pareció que lo mejor sería organizar mis ideas respecto de todo lo que había ocurrido en el juzgado. En ese momento comencé a revisar todo lo escrito, a reescribir. Noté muchos problemas, semánticos, sintácticos, e intenté corregir. Entonces las cucarachas empezaron a emerger.

—Leopoldo, no estoy poniendo en duda sus dichos pero ¿en qué estado estaba su departamento?

—Le dije, lo había limpiado todo hasta dejarlo un espejo.

—Le creo, Leopoldo, le creo… Pero no puede ser que hayan salido de una tubería, por ejemplo. O que estuviera infestado un espacio común y desde allí hayan invadido su departamento.

 —Doctor, yo sé que eran mis pensamientos, porque cada una de ellas llevaba en su interior los enunciados correspondientes a cada uno de esos pensamientos.

—¿Cómo?

—Fue un descubrimiento perturbador. Era de medianoche, escribía. Y entonces a mis espaldas empecé a oír un murmullo extraño. Pensé que era gente que se había juntado en la calle, como cuando sucede un accidente y se escucha a muchas personas hablar a la vez.  Me asomé al balcón y no vi nada. Entonces, fui a la alacena a prepararme un té y las vi.

—¿Cómo se veían?

—Normales. Eran un puñado de pequeñas cucarachas en torno a la pileta. Lo que no podía creer es que de ellas salía el sonido de la voz. Se escuchaba muy bajo, por lo que tuve que tomar algunas en mi palma y oírlas.

—¿Le hablaban?

—No, enunciaban mis pensamientos. Y esto era lo más escalofriante: lo hacían con mi propia voz. Todas tenían mi voz.

—Increíble, impresionante. ¿Qué era lo que escuchaba?

—Escuché una cucaracha preguntarse sobre si estaba volviéndome loco, es decir era mi voz preguntándoselo pero el emisor era una cucaracha. El tono era siempre desordenado con enunciados cortos y entrecortados, me imagino que porque se trataba nada más que de un insecto: “¿Estoy loco? ¿Lo estoy? ¿Estaré lo?... frases así… Escuché una cucaracha que mencionaba la novela: “Yo creo que nunca podré terminar esta historia, no tiene fin la historia, no se puede… porque no termina, no tiene fin, no, no fin.” Escuche una cucaracha hablar sobre el infierno en el despacho de Juez: “Este Juez es el infierno, no, el juez es el diablo, el infierno es el Juzgado, pero juzgados hay nueve, hay nueve infiernos, cómo serán el quinto infierno y el séptimo y el octavo…” Otra cucaracha hablaba del inminente vencimiento de varias facturas, otra cucaracha hablaba de la comida que se había echado a perder en la alacena. Otra de lo insoportable que era ser un empleado público y tener para lo justo a fin de mes. Y otra del congelador y su silencioso, opresivo zumbido, que era la muerte misma. Otra cucaracha hablaba de las cucarachas, otra de Arévalo, y varias cucarachas mencionaban a La Casilla 13. Pronto supe que había muchas otras que no veía, detrás de los libros en la biblioteca, escondidas bajo los muebles, pero las podía escuchar y me preguntaban si yo podía escucharlas. Varias me preguntaron que iba a hacer cuando el psiquiatra me preguntara si escuchaba voces. Una me aconsejó que le mintiera. Y finalmente una, me dijo dónde estaría esa misma noche Ailén. Ailén. Su nombre retumbo en mi cabeza y dije: Ailén. Y en respuesta todas las cucarachas dijeron “Ailén”. Y se preguntaron si alguna vez volvería a verla. O si no la vería nunca, jamás. “Nunca, jamás”, repicó cientos de veces en mi cabeza con mi misma voz. Hasta que no pude seguir oyendo. Me tomé un somnífero porque me sentía tan aturdido que temía que me dieran ganas de hacer una locura si seguía despierto.

—Me resulta por demás curioso que no haya intentado matar siquiera una de esas cucarachas.

—Doctor, ¿qué persona en sus cabales mataría a un ser que le habla con su propia voz? Claro que tuve ganas y hasta estuve a punto de aplastar a unas cuantas, pero me daba mucha impresión hacerlo. Por eso me tomé los somníferos.

—¿Pudo dormirse?

—Muy poco, apenas unas horas, pero al parecer fue lo suficiente como para reorganizar mis pensamientos. Al despertarme seguía siendo de noche, serían las cinco de la mañana, pero estaban en silencio, las intuía, seguían ahí agazapadas en cada esquina, pero se había llamado a silencio. Con el correr de los días, cada vez pude dormir menos hasta casi no dormir, sino directamente desmayarme. Lo importante es que con cada interrupción de la vigilia venían nuevas revelaciones.

—¿Revelaciones? ¿Qué clase de revelaciones?

—Deberá esperar a la semana que viene para saberlo.

—¿Se nos acabó el tiempo?

—Así es.

 

 

 

 

 

  1.  EL SABER.

Existe una forma de dominar a las cucarachas, pero requiere de un saber organizado. Una disciplina compuesta en iguales proporciones de saber objetivo y saber interior, el autoconocimiento. No podríamos instruir al mundo civil, desde esta perspectiva. Pero si el hecho de escribir, como dijimos antes, es una fatalidad. Estamos dispuestos a convertir esa fatalidad en divulgación científica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

EL PURGATORIO

 

—¿Otra vez volvió a soñar con Simezsko?

—No fue un sueño. De tanto mantenerme despierto, abruptamente caí desmayado sobre el piso de la cocina. Ahí me habló Simezsko, por primera vez después de haberlo visto dentro de su tumba.

—¿Se cayó desmayado de sueño?

—De sueño, sí. Es probable que lo que pase en la mente durante el desmayo sea un sueño. Habrá sido menos de un minuto el desmayo. Aunque todo lo que pasó en mi cabeza hubiera ocupado por lo menos media hora de acción.

—Eso es común a toda la actividad onírica: el tiempo no está condicionado por los relojes como en la vigilia.

—¿Es verdad eso?

—Es una teoría. ¿Cómo sigue?

—Estaba en su casilla en Ciudadela, Simezsko me decía: “Mis advertencias fueron en vano. Mire cuán lejos ha ido: El Purgatorio. En su total egoísmo y soberbia no logró reconocerlo, lo creyó su oficina. No conforme con eso, estuvo a punto de atravesar el umbral del infierno. ¿Hace falta que le diga que ha caído en desgracia?” Yo le dije que me perdonara, que me ayudara… En ese momento dejé de lado todas mis sospechas y supe de verdad que me lo había mandado Dios. Lloré y le dije: “¿Es demasiado tarde?”.

—¿Y él que le dijo?

—Que era demasiado tarde para evitar el mal mayor sin un sacrificio.

—No entiendo.

—Yo tampoco entendí. Entonces él aclaró: “Yo también equivoqué el rumbo en algún momento y fui condenado a mi propia casilla. La diferencia entre usted y yo, es que yo me convertí en el amo de mis propias cucarachas. A eso me retire del mundo, a amaestrarlas. Si quiere aprender a dominar sus propias cucarachas va a necesitar hacer un sacrificio.” Le pregunté qué tipo de sacrificio. Y me dijo que era un proceso muy largo y tortuoso, en el que debía aprender a controlar mi propia mente y mi propio cuerpo, parecido al proceso que hizo Cristo al retirarse al desierto o el Buda Gautama cuando emprendió el camino hacia el Nirvana. Qué me sería revelado en sucesivos sueños. Que mientras tanto podía funcionar gritarles: ¡Silencio! Y algún insulto, si así lo quisiera. Eso hice, y desperté. Creo que funcionó porque permanecieron calladas unas cuantas horas como para dejarme bañar, comer, hacer unas compras.

—Muy interesante. ¿Han vuelto a hablarle desde entonces?

—Sí, por la noche cuando intentaba escribir. Esa noche comenzaron a hablar y nunca más se callaron hasta mi internación.

—¿Estuvo asediado de voces hasta el momento en que lo internaron?

—Fue de mal en peor, porque cada vez veía más cucarachas y cada vez más voces. Era mi voz la que imitaba otras voces, como la de Patricia, la del Juez, la de Haydee, la del profesor Francese, la de Arévalo.

—Leopoldo, durante esos días de reclusión. ¿Qué contacto tuvo con su entorno?

—Iba al supermercado y al lavadero porque toda mi ropa y mi comida estaba siempre asediada por ellas. Me llamaba mi madre pero ella ni siquiera sabía que tenía una licencia psiquiátrica. No le decía nada para no preocuparla. Ella me preguntaba cómo estaba y yo, para salir del paso, repetía: “Está todo bien”. Fui un par de veces a la facultad de Derecho a averiguar por un curso, aunque en realidad quería indagar si algún profesor de la facultad sabía de lo mío, pero nunca encontraba a nadie conocido. La facultad estaba tan infestada de cucarachas que enseguida las escuchaba murmurar y salía despavorido.

—¿Concurrió al psiquiatra como se lo pidieron?

—Sí, claro. Fui al psiquiatra, el Doctor Chernoff.

—¿Cómo le fue en la entrevista?

—Ahí mismo ordenaron mi internación.

—Mal, entonces.

—Ni mal, ni bien, estaba escrito: para entonces yo había tenido suficientes revelaciones como para saber lo que iba a pasar y cómo debía actuar. Y nada de lo que pasó escapaba al plan que me había sido revelado.

—¿Qué fue lo que pasó exactamente?

—Me preguntaron por qué iba y les dije por la citación, les mostré el telegrama. Me preguntaron si podía responder algunas preguntas y dije que sí. El psiquiatra no parecía una mala persona, parecía estar tratando de hacerme las cosas fáciles. Me hizo preguntas sencillas: edad, peso, estudios. Después me mostró muchas manchas y yo dije que solo veía manchas. Entonces me pidió que le relatara que significaban para mí esas manchas. Yo no iba a dejar que me diagnostique un simple stress o un simple estado depresivo. Entonces le hablé de mis cucarachas. Le expliqué todo. Que había estado en La Casilla 13. Que a partir de entonces todo se había vuelto extraño. Que había estado a punto de suicidarme de tanto miedo que tuve. Pero que ahora sabía: La Casilla 13 es el portal que comunica a Buenos Aires con un mundo desconocido. Todo debía ser divulgado y yo estaba ahí para llevarlo adelante.

—¿No podía hacerse el que no vio nada?

—No, era lo que Dios quería de mí: que me redimiese haciendo un acto de sacrificio.

—¿Cuál era concretamente el sacrificio que debía hacer?

—En los sucesivos desmayos Simezsko siguió instruyéndome sobre el mundo oculto. Me reveló que estaba gobernado por las cucarachas, que dominaban a la humanidad sembrando el mal entre los hombres. Algunos hombres del Poder, como el Doctor Wolf eran cómplices de esa organización. Mi sacrificio final era dar a conocer la verdad públicamente.

—¿Todo eso le fue revelado por Simezsko durante desmayos por la falta del sueño?

—Exacto.

—Disculpe que lo contradiga pero no me parece que estuviera en control de sus facultades.

—Lo estaba.

—No voy a discutírselo.

—No lo haga.

—¿Qué hizo entonces?

—Le pedí al psiquiatra una entrevista con el juez. Le dije que quería sentarme junto a él si era necesario para charlar los tres.

—¿Qué le dijo el psiquiatra?

—El doctor Chernoff me dijo que no podía hacer eso. Pero que me veía muy turbado y me proponía un corto tratamiento. Con una cura de sueño que podía hacer desde mi propia casa con la supervisión de un familiar o con un acompañante terapéutico. Que si le prometía mantener la calma iba a darme por lo menos diez días más de licencia. Yo le pregunté cuál era el diagnóstico. Y él me dijo que los nombres no eran importantes, que en el terreno de la psiquiatría cualquiera puede decir cualquier cosa. Entonces yo le dije si podía sugerirle un nombre. Él asintió y yo dije: “Entonces escriba éste: Fiebre Medular”.

—¿Fiebre medular?

—Sí.

—¿Qué significa eso?

—Me pareció que era el nombre que le podía dar al proceso.

—¿Qué proceso?

 —El proceso por el cual los pensamientos adquieren forma de cucarachas y son eliminados del cuerpo. La médula se calienta y empieza a manar pequeñas ootecas que salen del organismo y en el exterior dan vida a las cucarachas. En el interior de una ooteca, puede haber hasta 45 cucarachas alemanas o de las llamadas de cocina.

—¿Qué hizo el psiquiatra?

—Con la mandíbula caída escribió en la parte de diagnóstico: Fiebre Medular. Y me hizo una receta para comprar una medicación y como suministrarla. Qué me iba a poner a dormir un lapso de tres días. Me recomendó una persona que trabajaba de acompañante terapéutico, si no estaba dispuesto a pedirle ayuda a algún familiar. Dijo que volvería a verme en dos semanas más. Me dijo que si volvía a mi casa, trate de combatir esas cucarachas con algún producto.

—¿Y usted que respondió a todo eso?

—Nada, pero me reí. Sabía lo absurdo de ese consejo. Entre otras cosas Simezsko me había instruido para nunca matar una cucaracha, porque nacerían cincuenta más en su lugar.

—O sea que nunca tuvo siquiera la tentación de matar una cucaracha.

—Una vez no pude contenerme porque una decía no sé qué cosa decía de que mi pene y aplasté una contra un mosaico. Enseguida vi decenas de ellas salir de sus entrañas, eran blancas y pequeñas como un piojo, pero ya decían sus primeras palabras.

—Muy impresionante, Leopoldo.

—Si eso lo impresiona, no querrá saber cómo siguió.

—Cuénteme. Por favor.

—En una semana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  1. LA ESCRITURA.

Las cucarachas a menudo expelen ideas desagradables como el olor de las cloacas de donde emanan. Lo que dice la escritura puede ser leído a primera vista como actos de venganza privados, por revulsivo que parezca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

LA AUDIENCIA CON WOLF

 

—No tomé ninguno de los consejos del doctor Chernoff respecto de la cura de sueño. Todo lo contrario, decidí no interrumpir el proceso. Debería contarle una serie de visiones, donde Simezsko me iba preparando para los tiempos por venir. Me advertía que estaba a punto de sobrellevar la prueba más difícil y larga, duraría otros trece días más, pero sería la última.

—No sea tan críptico. No entiendo.

—Guiado por las instrucciones de mi fantasma fui hasta el juzgado, a verlo a Wolf, con un gran martillo, de esos que usan los obreros en las demoliciones para derribar las paredes. Me presenté en la recepción y me dijeron que no estaba autorizado a entrar. Entonces le dije al guardia de seguridad que si no podía entrar quería al menos tener una conversación con el juez.

—¿Y lo recibió?

—Gómez, el guardia, marcó el número de su despacho. Al parecer, lo atendió su secretaria privada y le dijo que estaba en el medio de una audiencia muy importante y que no podía atenderme. Que volviera en otro momento. Yo insistí. Le dije que iba a esperarlo. Gómez me dijo que la secretaria le comentaba que Wolf estaba en el medio de una audiencia y que la cosa venía para largo.

—Y entonces. ¿Se fue?

—No, le dije que no había problema, que iba a sentarme en la recepción, a esperarlo. Entonces tome un papel y le escribí una nota que doble en dos. Le dije a Gómez que era confidencial y le pedí que se ocupara de que llegué directamente a  Wolf.

—¿Qué decía la nota?

—Decía: “Doctor Wolf: Conozco su secreto. Quiero saber más. Si no baja en quince minutos de reloj, voy a abrir con una maza la pared que construyeron sobre la puerta de La Casilla 13.”

—Un momento, ¿lo dejaron entrar con una maza?

—La llevaba en una valija. Si los empleados de seguridad fuesen eficientes seguramente deberían haberla revisado.

—Sí, claro son descuidos que suceden todo el tiempo… ¿Qué pasó entonces?

—El guardia subió con el papel y regresó corriendo a verme en la sala de espera. Me dijo: “Señor, voy a tener que pedirle su valija”.

—¿Usted se la dio?

—Claro. Y cuando vio la maza, el hombre me preguntó para qué pensaba usarla y yo le dije: “¿Usarla? ¿Me cree loco? Es un regalo para mi padre. Hoy es su cumpleaños, voy a dársela por la tarde”. Y él me dijo: “Señor, debería saber que no se permite el ingreso con este tipo de objetos.” Y yo le dije: “No, no lo sabía. ¿A qué norma se refiere y dónde lo dice?” Él confundido volvió al despacho del juez.

—¿Y usted qué hizo?

—Esperé pacientemente hasta que él regresó y dijo: “Suba.”

—¿Se entrevistó con el juez?

—No. No llegué a entrevistarme… pero llegué hasta su despacho, atravesé las oficinas, vi a mis compañeros que se quedaron serios como estatuas, interrumpiendo sus conversaciones, evitando hacer contacto visual conmigo. Cuando estuvimos en la puerta inesperadamente me dijo: hasta aquí puedo acompañarlo.

—¿Y después?

—Después me vi solo en el despacho del juez, lo llamé varias veces, para ver si estaba en algún lugar escondido. Me parecía ridículo que se pudiera estar escondiendo de mí, así que lo esperé quieto y de pie, mirando la elegante decoración. Hasta que no pude aguantar más y fui derecho hasta la puerta… La Puerta al Infierno. Ahí estaba otra vez apenas entreabierta: puede vislumbrar el desierto en llamas, las arenas crepitantes, el cielo violáceo.

—¿Entró?

—Dudé un rato. Hasta que la puerta se cerró de un fuerte golpe. Entonces empecé a sentir más golpes, como si un animal atrapado pujase por salir. Ahí ya no pude contenerme y giré el picaporte. Caí al suelo por la fuerza de la bestia que había liberado.

—¿Cómo era la bestia?

—Era igual a mí. Se veía como yo y corría como enloquecido por todo el despacho, dando carcajadas. Lo miré fijo, me miró fijo, tenía los ojos rojos sin pupilas, brillantes como brasas. Inició una carrera violenta hacia mí, como un búfalo. Gritaba: “Soy Arévalo. Soy el dopplegänger. Voy a ocupar tu lugar.”

—¿Y qué pasó?

—Sentí un golpe fuerte y lo último que vi fue un vidrio ensangrentado que se trizaba sobre mí. Entonces caí. Antes de desmayarme, escuché voces a mis espaldas.

—En ese momento lo internaron.

—Claro. Entró Gracia, secretaria privada y empezó a emitir unos gritos chillones que aún semiconsciente me ponían la piel de gallina. Después escuché voces: “Es este chico, el loquito que estaba de licencia. Volvió a hacer lio. Se quiso suicidar en el despacho del juez.”

—¿Creyeron eso?

—Hágase una foto de la escena: tirado en el piso con la frente rota, luego de haber corrido una carrera hacia un largo espejo que estaba en el baño privado del despacho.

—¿Esa era la habitación?

—Creo que sí. Nunca más pude volver a entrar al despacho del juez.

—¿Cómo fue la internación?

—Tortuosa, digamos. Estuve atado a la cama los primeros días porque tenían miedo de que quisiera intentar cortarme las venas o algo así. Y luego… Mejor saltemos la parte de la internación. Fue complicada. Pero cuando estuve desatado, hablé con mi madre. Ella me trajo cosas que necesitaba para sentirme un poco más a gusto: mi almohada mullida, caramelos confitados Sugus, una novela de Dan Brown, mi discman y un CD de Blondie. ¿Conoce a Blondie?

—No.

—Dejemos también a Blondie para otro momento. En la clínica me auto convencí de que nada de lo que había vivido era real, me refiero al Infierno, La Casilla 13 y todo eso. Finalmente, salí y empecé a recuperar mi vida.

—¿Volvió a trabajar? ¿En el juzgado?

—Con esa parte vamos a seguir la próxima porque ya se hizo la hora. Ahora quiero que para la próxima recuerde bien esto.

—¿Qué cosa? Simesko, ¿Qué hace? ¡No se arranque la piel, por favor!

—Es solamente una máscara de goma. Vea: este es mi verdadero rostro. Un momento no se caiga, respire bien hondo. Tome agua. Beba.

—No. No puede ser.

—Demasiado tarde: se vomito los zapatos.

—Es, es imposible. ¿Cómo es posible?

—Lo hablamos la próxima sesión. Pero voy a venir con el rostro de goma y usted va a pensar que soy el mismo idiota de siempre y así nuestra historia va a seguir como si nada hubiera sido real.

—No, le prometo que voy a recordar.

—No haga promesas en ese estado.

—¿Qué estado? Ya estoy bien. Fue algo que comí que me debió caer mal.

—¿Seguro? Mire mi rostro otra vez.

—Dios mío. Ayúdeme, sosténgame.

—Ve lo que digo: le bajó la presión. Lo voy a ayudar a incorporarse. Qué barbaridad, está empapado.

—Yo, yo…

—No se preocupe, fue nada más que una incontinencia. No me ofende haber provocado tanto rechazo: al contrario, es una forma de sincerarse. Ahora deje de balbucear y duerma. Voy a contar hasta diez y no recordará nada de lo que ocurrió hoy. Pero sépalo: es ahora usted quien está bajo mi hipnosis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LAS HIERBAS DE IRMA

 

Estamos a principios de agosto de 2001. Toda mi vida está en suspenso. Había salido de la clínica, pero tenía la recomendación de vivir con mis padres. O más bien con mi madre, dado que mi padre vive de a ratos en su casa y de a ratos viaja por trabajo. ¿No se lo había dicho? Sinceramente, no sé bien que hace. Es comisionista de la empresa petrolera del estado. Desde chico sus viajes siempre fueron algo así como un asunto confidencial. Ya de grande preferí no indagar. Además eso no viene al caso, él no está la mayor parte del tiempo fuera la casa.

Las primeras noches en casa de mis padres dormí como un borracho de ley, pero el motivo del sueño profundo era algo más fuerte que el alcohol: tomaba varios psicofármacos a la vez y eso me tenía durante la vigilia como un sonámbulo. Tenía todos los músculos del cuerpo anestesiados. La mandíbula me quedaba floja y hablaba como si me hubiesen sacado una muela.

 La única compañía era mi madre y algún eventual vecino o pariente que venía por la tarde. Pasaron varios días durante los que tan solo dormí y comí y balbuceé algunas pocas palabras como “tengo frío”, “vuelvo a la cama”, “no, gracias, no quiero más té”. Mientras veíamos tele y cenábamos, sillón de por medio, la mirada escrutadora de mi madre no me daba descanso. Cuando la interceptaba me ponía una sonrisa nerviosa y jugaba de modo crispante con las perlas de su collar.

Nuestra rutina siguió así hasta que fui asimilando mejor la medicación y gradualmente gané mayor conciencia. Pasado un tiempo había recuperado mis energías y estaba todo el día yendo y viniendo por la casa, como un animal enjaulado: leyendo libros de la biblioteca, escuchando música, viendo películas grabadas, de manera azarosa, entrecortada.

A pesar de la medicación me costaba bastante  conciliar el sueño. Por las noches, en mi cuarto, o mejor dicho el estudio que había hecho mi cuarto, me invadían recuerdos del pasado reciente.

Una noche en particular donde la dificultad para dormir se convirtió en insomnio. El reloj marcaba las tres y media: no podía seguir revolviéndome y transpirando como una babosa sobre la cama. Me dirigí al comedor con cuidado de no despertar a Sylvia. Sylvia, ese es el nombre de mi madre.

Abrí una caja llena de objetos que había traído del departamento: algunos libros, algo de ropa, un hierbatero que tenía sobre la alacena. Al abrirlo, reviví mi encuentro con Irma, la poeta. Ahí estaban un sobre de celofán cerrado con una etiqueta autoadhesiva que tenía un gato negro dibujado. En la etiqueta ella había escrito con birome una dedicatoria: “Para Leopoldo: tés mágicos, hierbas que abren puertas.”

Mientras me preparaba un té con uno de sus yuyos, reviví brevemente mi encuentro con Irma. Me había dicho que lo que escribía era malo, con más o menos en esas palabras. Por otro lado había tratado de aconsejarme respecto de cómo luchar contra mis miedos y ansiedades. En perspectiva no la veía como a una vieja del todo bruja. Su hija estaba loca, ella misma estaba algo loca, qué más podía hacer. Si trataba de buscar algo que la redimiese era que después de contarme sus angustias, había sido capaz de sonreír y pasar a otro tema. Me habló de cómo la poesía la había ayudado a sobrellevar el infierno que es la vida a veces: “Vas a ver como a través de la poesía se abren puertas a mundos mágicos, querido”. En ese momento, no lo mencioné, su mirada había brillado con un destello especial. No sé, tal vez era simplemente la emoción. Pero a mí me pareció que esos ojos atesoraban un secreto. Algo de verdad mágico. Repasé la biblioteca de la casa: no tenía ningún libro de poemas. Solo tratados de Derecho y novelas tipo best sellers que coleccionaban mi madre a través del Círculo de Lectores.

Revolví un poco más y me encontré con un libro mediano y opaco que me llamó la atención: “El teatro y su doble”, de Antonin Artaud. Desde la foto de la solapa parecía un poeta, Artaud, por su expresión. Me detuve a leerlo un poco. Era un texto teórico sobre el teatro y la sociedad y la revolución. Leí un poco más, a vuelo de pájaro. Era un programa de vanguardia. Sostenía algo así como que “el teatro era la escenificación de las relaciones perversas que había construido la sociedad capitalista”. Su propuesta era “revolucionar ese lenguaje mediante una poesía corporal”. O algo así. Me decepcionó. Comencé a pasar las páginas cada vez rápido. Nada interesante, mucha teoría, mucho argumento. Ya lo estaba detestando un poco a este Artaud hasta que me encontré con un título: “El teatro de la crueldad: Segundo Manifiesto”.

Me gusto ese encadenamiento de palabras: teatro-crueldad-manifiesto.

Y seguí leyendo, en un estado enrarecido, las hierbas al parecer estaban haciendo efecto:

“Lo advierta o no, de modo consciente o inconscientemente, la búsqueda fundamental del público en el amor, el crimen, las drogas, la guerra o la insurrección es el estado poético, un estado trascendente de vida.”

Cerré el libro y fui hasta espejo del baño sin encender las luces. En la semi penumbra, me sorprendí de mi propio reflejo: mi propia palidez lunar, mis ojeras cavernosas y negras. Hacía meses que no veía un rayo de sol e incluso así había algo extraño, más que extraño. Cambiaba mis gestos como si el rostro se transformara por completo, como si el espejo pudiera devolverme diferentes personas en mi lugar. Estuve así escrutándome un buen rato, hasta que creí ver las dos máscaras del teatro fundidas en el reflejo. El resultado era una especie de grito mudo y congelado. Tironeé desde el mentón y la frente al mismo tiempo con ambas manos. Así fui removiendo la piel como un yeso que cedía de a poco. Y así seguí, en trance, hasta llegar a mi cara en carne viva, e incluso por partes dejar a la vista mi calavera.

Me asaltó un aluvión de imágenes. El rostro quemado por el calor intenso que manaba de una habitación en llamas. El rostro del juez aterrorizado ante mi mirada. La salida del juzgado como una sombra que se escurre por la grieta de las paredes. Mi viaje en subte, viéndome al rojo vivo en el reflejo de los cristales. Mi monstruoso rostro frente al espejo del baño de mi departamento. Mi rostro mutilado visto desde la perspectiva de todos los ojos que alguna vez me miraron. Sus rostros negándome. El rostro de Arévalo, en lugar del mío: su cabeza quemada, calzada sobre mi cuello.

Tuve el impulso de romper un espejo, pero del otro lado él me frenaba: “Todavía no. Falta un poco más”.

Otra vez me encontré en el baño frente al espejo: mi piel intacta. Llegué a la conclusión de que Irma me había dado una hierba alucinógena muy fuerte. Me dije: “Acabo de regresar de una internación, no quiero saber nada más con alucinaciones, ni de historias delirantes, ni drogas.”

Arrojé por el inodoro lo que queda de sus hierbas e incluso me provoqué un vómito con los dedos para limpiar mi organismo de la intoxicación. Mientras seguía tocándome el piel con la idea de que la piel pudiera volver a deshacerse, tomé el libro de Artaud y lo guardé en un cajón de la mesa de luz. Tragué un somnífero y me dormí profundamente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MALENA

 

La tarde siguiente volví al centro por trámites de la obra social. Entre ellos, el reintegro de los gastos de internación que había pagado mi madre. Tuve que pelearme porque me decían que la acreditación en la cuenta corriente tardaba por lo menos diez días hábiles. Yo insistía con que necesitaba devolver ese dinero de inmediato.

En el ínterin, me encontré en los pasillos a Chernoff, el psiquiatra de la obra social. Me saludó con mucha amabilidad, como si estuviera contento de verme. Me comentó que le estaba elevando a mi superior, es decir, a Wolf un pedido de reasignarme a tareas laborales. Que faltaban un par de firmas, que cuando saliera la notificación me iba a llamar él mismo. Me palmeó el hombro con una sonrisa como si me felicitara. Le pregunté si realmente creía que estaba bien. Soltó una carcajada: “Pero claro, querido, como no vas a estar bien. Te encuentro en el pasillo peleándote por plata, qué mejor signo de recuperación que ese, campeón.” Entonces le pregunté si iba a volver al juzgado. Y él me dijo que lo más probable era el restablecimiento del sueldo y el cargo, pero en otro lugar, más distendido, sin tanto estrés. Le hice una media sonrisa, tratando de expresarle gratitud.

 Había dejado la clínica unas cuantas cuadras atrás. Mientras caminaba por Plaza Miserere, me invadió una desolación que tenía que ver con el paisaje. Era un día tormentoso. La ciudad parecía construida sobre una montaña, las nubes plomizas acariciaban las ramas de los árboles que el invierno había dejado esqueléticas. El blanco grisáceo del cielo se unía al gris oscuro de la plaza y sus monumentos negruzcos en una escala de grises casi sin otro matiz. Alrededor todo era cemento, chapas mal pintadas, puestos de comida precarios. Parecía un mundo drenado de brillo, de belleza..

No me gustaba la idea de acostumbrarme a no ver nada bello. Tuve el impulso de cerrar los ojos. Encontré una pequeña escritura en tres versos sobre el blanco luminoso de una hoja, suspendida en la oscuridad:

 

Cierro los ojos, y Buenos Aires cae muerto.

Pero los abro, y vuelve a nacer.

¿Será que existe sólo en mi cabeza?

 

Era eso exactamente lo que quería decir con mi complicada historia que no encontraba fin: “Buenos Aires no existe”. Tres versos que sintetizaban todo el relato, escribiente incluido. Ya no había necesidad de seguir escribiendo.

Todos parecían locos por su propio derecho: gente corriendo tras un colectivo, un sacerdote evangelista recitando pasajes de la biblia por altavoz, perros viejos y demacrados tratando de conseguir que alguien les diera un pedazo de comida... Y todos parecían emparejados con el ambiente gris y triste: ni rastro de belleza. Entonces como quien no quiere la cosa, vi materializarse ante mis ojos una chica, que avanzaba a los gritos en la multitud:

 

Milena canta el tango como ninguna

y en cada verso pone su corazón.

A yuyo del suburbio su voz perfuma,

Milena tiene pena de bandoneón…

Milena canta el tango como ninguna

y en cada verso pone su corazón.

Eh… Milena canta el tango…

como ninguna.

 

Sin recordar más, se detenía ahí. Hacía un segundo de silencio, apuntaba con el dedo al público y volvía a empezar su canto.

 “Mil veces Malena”, pensé: “Claro: Milena.” Cuando finalmente pasé cerca de ella, la chica que cantaba “Malena”, el tango, como disco rayado, me pareció que no podía tener más de dieciocho años. Me pareció que la conocía de otro lado.

Estaba sucia y vestida con unos jeans de hombre que le quedaban tan grandes que dejaban ver la raya del culo y una camisa celeste. Seguramente vivía en la calle. A medida que su canto iba llamando la atención, la gente se paraba a escucharla. Y yo en primera fila, involuntariamente señalado por su dedo. Ahora había conseguido su pequeño auditorio: niños que se burlaban, madres que se horrorizaban. Lejos de inhibirse, ella sonreía y cantaba más alto,  reafirmándose en su canto, ancha de orgullo: “Como ninguna, como ninguna. Como ninguna, eh…”.

Me pareció que, incluso sin saberlo, realizaba su propia intervención poética. La mirada sin brillo, por momentos emitía un destello, y entre su ropa demasiado grande se adivinaba un cuerpo joven y hermoso. Al verla con más detalle, reparé en un pañuelo rojo que llevaba atado alrededor del cuello, como para jugar a los vaqueros. Segundos más tarde la vi realizar lo que en ese momento creí el clímax de su performance.

Se detuvo en un árbol, se bajó el pantalón para revelarse desnuda, sin bombacha. Exhibía un pubis casi sin vello. Se quedó un rato así hasta que congregó varios espectadores. Entonces se cubrió los ojos con el pañuelo y sonrió con picardía. Acto seguido, se agachó y empezó a orinar para la multitud. En plena Plaza Miserere, a las seis de la tarde. El pis parecía no tener fin. Para entonces todo a su alrededor se había silenciado, tanto, que se escuchaba el chorrito. Ella se reía, aún en cuclillas, mientras formaba una laguna en el suelo. La gente que iba y venía, al descubrir lo que ocurría se sumaba a las filas expectantes y preguntaban que se habían perdido, como quienes llegan tarde a un espectáculo. Algunas mujeres quitaban la vista, negaban con las cabezas, sacudiéndose el espanto y seguían mirando. Los hombres hacían bromas sexuales. A ella nada de eso la perturbaba. Ella había se había cubierto los ojos y todo el mundo había caído muerto. Yo continué hasta la boca del subte, me dirigía al departamento de Flores. A mi lado pasaban dos policías, que corrían como dos perros de caza.

Era bastante improbable que la chica aspirara a hacer una performance contracultural, pero había congregado su público espontáneo, y enseguida habían acudido las fuerzas del orden a interrumpirla. Si Artaud hubiese estado allí, hubiera intentado convencer a esa improvisada audiencia de que detrás de la acción de mearen público existía la intención de hacer un lenguaje corporal.

Cuando se la llevaba la policía, pasó junto a mí, abriendo grande los ojos y me gritó: “Mirá en lo que me convertiste, careta. Mirá en lo que me convertiste. Todo esto lo estoy haciendo por vos. Dale, sacarte la careta, careta. Mostráles quien sos, no seas cagón.”

Confundido, susurré: “Es, es imposible que nos hayamos conocido. Si justamente yo nunca, es decir, no… No frecuento prostitutas.”

Sentí que me iba a desmayar y necesitaría tenderme en el piso pero me las arreglé para subirme al subte A. En el asiento sí me desparramé a gusto y entré en una especie de sueño más parecido al desmayo. Entreabrí los ojos y está junto a mí:

¿Arévalo?

Sos muy hijo de puta… Te acordás como cojían, y ahora te hace un espectáculo en plena Plaza y vos, ni hola. 

¿Cuándo?

Esas noches de insomnio, no te acordás acaso: estábamos como locos. O todavía te crees ese verso de que estuviste todas las noches encerrado. Estábamos como locos no nos íbamos a quedar enjaulados en un dos ambientes. Hicimos las de Caín, es decir, vos eras Abel, pero al que le van a echar la culpa es a vos, Leopoldo.

   ¿Le hiciste algo feo a esa chica, Arévalo?

   ¿Yo? Vos, puto. Le dábamos entre los dos y a ella eso le encantaba. Tendrías que haber seguido cogiendo en cuatro patas. Pero te pusiste sensible, largaste eso de “quiero que me veas tal cual soy”, y zas: le mostraste tu cabeza quemada. Le quemaste el bocho, Leopoldo. Pobrecita, la mejor puta de todo Flores y ahora esta tan loca que todos le tienen miedo. Loria: yo me bajo acá.

No, espera. Bajamos en Primera Junta y caminamos hasta Flores.

Bueno. Pero está atento, por la zona me la tienen jurada un par.

¿Arévalo? ¿Vos sos yo?

Sí, ¿no querías ser malo? Viste lo malo que sos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  1. TAREAS DE INVESTIGACIÓN.

Un velo encima de la ciudad rige un orden ilusorio. Pero ninguna capa superpuesta carece de fisuras. En cada uno de esos resquicios se advierte la acción de la Casilla 13. Lo cual no es evidente, para los mecanismos automáticos del ojo, puesto que la vida se ha automatizado hasta niveles insospechados.

Nuestra tarea de espionaje debe ser ante todo sería: por eso, insistimos, como Buenos Aires no existe, para elaborar una historia fundante del mito, el paso inicial es investigar las calles. Un trabajo de campo.

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

LAZARTE

 

Doctor Waiss, mejor dicho: Lazarte, es hora de llegar al final de esta historia.

Si no soy yo quien pone el punto final, usted podría seguir años degradándome, humillándome, teniéndome sonámbulo bajo el influjo de sus medicaciones, sacándome el dinero, sacándome el cuero con sus amantes. Y sobre todo, burlándose de lo que escribo. Seguro piensa que nunca lograré terminar mi novela y al mismo tiempo hace todo lo posible para que esa novela nunca se termine: dándole vueltas a mi cabeza con su arte poética, su filosofía y su ciencia. Esto es el fin.

Ya se había olvidado de mi verdadero rostro: Ahí va de nuevo, me quito la cara de goma y usted se desmaya. Lo tengo que revivir con un trago de Contreau. No, todavía no puedo quitarle las ataduras. ¿A que responden estas marcas? Ya lo sabrá gradualmente. Quiero impresionarlo, pero de a poco. Como adelanto le digo: ésta del margen superior de mi cien que es triangular, la abrí yo mismo con una gillette porque sentía una cucaracha atrapada ahí. Claro, sus patas me raspaban por dentro, me hurgaban la carne. Entonces corté y la extraje. Luego apliqué mucho papel higiénico y me noqueé con Contreau hasta el día siguiente. Sí, había coagulado bien. Misterios de mi fisiología. No, no, no vuelva a caerse. Le voy a dar de inhalar este perfume fuerte para que se despierte y se relaje…

Ahora me ve, ¿me ve bien? Estará atado, por su seguridad y la mía: Hijo de puta, con perdón de su madre, tenía que decírselo. Sí, lo sé, a esta altura puede que me convierta en algo peor que usted. Pero todavía no he alcanzado ese punto.

Como le dije: es el fin de nuestra relación médico paciente. De alguna manera hemos querido olvidarla. Me toca a mí el trabajo sucio de recordarla. De recordársela, para ver qué hacemos con esa historia que nos es común. Sí, siempre va estar atado. Cómo qué es imposible. Cuando entro a su despacho lo hipnotizo, me quito la máscara y lo inmovilizo con varios cinturones. Cuando termino el relato, lo desato, lo saco del trance y se olvida de todo. Así no le dejo margen para llamar a la policía o al menos advertir a su secretaria de que no me deje entrar nunca más a su consultorio. Así es: usted está jodido. Empiezo el relato.

Hasta acá esto no fue más que un cuentito de hadas. Una historia de fantasmas empapada en moralina católica, como el cuento de navidad de Dickens. Creo que más que a cualquier relato kafkiano que me proponía, si a algún clásico se parece esta historia es a Dickens. O mejor dicho, a su versión ochentosa de cine: Un Cuento de Navidad 2: Los fantasmas contraatacan, con Bill Murray.

Yo tampoco lo entendía, hasta la semana pasada. Voy a explicárselo. Este cuento también tiene sus tres fantasmas.

Sudeció la noche que siguió a la anterior sesión. Estaba entre dormido y me sobresaltó un barullo en la cocina. Fui sigilosamente y ahí estaba. La gárgola de mis pesadillas posada sobre el mármol de la mesada, revolviendo el cajón de los cubiertos con furia. Me miró con los ojos blancos y me dijo: “Por fin, aborto de la naturaleza. Quería hablarte”. No era Patricia, o quizás así era ella sin su disfraz diurno. Era una monstruo gris de ojos blancos, la carne parecía piedra pero de cerca se podía ver que era tejido orgánico escamoso. Tenía alas, cola, colmillos, todo igual que la estatua que había comprado. Me quedé paralizado, casi sin poder respirar.

Revoloteando se incorporó sobre la mesa de la cocina y prendió un cigarrillo del paquete que había encontrado en el cajón de los cubiertos. Lo fumó a través de un orificio en su cuello, como el que tienen las personas que han recibido una traqueotomía. Me dijo:

     “No me mires así. Me ves como el mal encarnado, pero soy tu ángel guardián. Soy quien te protegió hasta ahora de los peores problemas. De todas maneras, tengo que advertírtelo: hasta aquí llegó mi influencia. Es hora de que te enfrentes a todos tus fantasmas solo.”

“¿A qué te referís?”, le pregunté. Y respondió: “A tus fantasmas: al fantasma del pasado, al del presente y al del futuro.”

Apagó el cigarrillo en su propia lengua y se lo trago. Luego se convirtió en una estatua piedra: era una réplica tamaño real de la gárgola que había tenido antes en la jaula del canario. Ya hecha piedra, empezó a resquebrajarse. Las grietas se hicieron tan profundas que se desmoronó en partes. Primero cayó su cabeza con la boca en un gesto de grito. Luego se dividió el torso. Y quedo solo en pie la parte del bajo vientre. Cuando creí que todo había terminado, desde el cielorraso estalló una lluvia de sangre, como el agua que brota de los sistemas anti incendios. Di un grito descontrolado. Y cuando quise correr estaba dando revolviéndome sobre la cama.

Prendí la luz del velador. En torno a mi cama estaban los tres fantasmas como personas de carne y hueso: Arévalo, Ailén y Simezsko.

   El primero en tomar la palabra fue Simezsko: “Qué sueño dramático, este es más sencillo: somos tus jueces y tus verdugos. Cada cual a su tiempo, tendrá algo que reprocharte. Soy el fantasma del pasado: aquél hombre que te atormenta de culpa. El pordiosero al que debiste haber ayudado, de alguna manera. Y en cambio solo le deseaste: “buena suerte”. Cómo qué “que podrías haber hecho”. Ya lo sé, estaba todo muy desaseado. Síndrome de Diógenes, se llama. Me podrías haber tirado unos pesos aunque sea, me hubiese pagado unos vinos al menos. Ahora no vengas con tu “Perdón, fui un avaro hijo de mil puta y lo lamento”. Es demasiado tarde, ya tomé mi venganza. Yo elucubré los pasos siguientes de tu vida: te hice escribir ese cuento de mierda y te metí en la cabeza la idea de que podías ser un escritor.” Y al terminar las palabras se esfumó.

    Entonces tomó la palabra Ailén: “Soy el fantasma de tu presente perdido. Era la novia que deseaste, pálida, delgada, sumisa… La mujer perfecta, de no ser porque: estoy muerta. Desde antes de conocernos, Leopoldo. No, no soy un fantasma mental como Simezsko, soy una muerta de carne y hueso. Una Zombie.”

    “Por qué, por qué querés atormentarme, Aili”, le dije al borde de las lágrimas.” Y ella dijo: “¿No querías una novia esquelética acaso? Eso conseguiste. Estuve enterrada en el patio de este mismo edificio para darte el gusto, deberías recordar mi desaparición dos años atrás. Entonces te vi y decidí levantarme otra vez en carne y hueso, salirte al cruce en el pasillo. Abandoné por vos mi tumba. ¿No me reconociste?”  “Elena, ¿sos vos, mi amor?”, le pregunté al borde del llanto. Y ella gritó furiosa: “Elena es tan solo una sombra de la que fui. La nuestra hubiera sido la historia de un amor uniendo dos orillas: la de los vivos y los muertos. Pero jamás me imaginé que ibas a… Una mujer, incluso una muerta, debe ser tratada con más delicadeza. No voy a volver a desaparecer con la excusa de un novio adinerado. Muerta, voy a vivir para ser el fantasma del presente que nunca será... El cadáver de la novia que nunca tendrás, la esposa que nunca te hará las cosas sencillas. Mi carne agusanada es un recordatorio de lo que pudiste haber tenido. Quiero tu cerebro.”

    Se abalanzó sobre mí y la aparté de un empujón. Cayó al piso como un saco de huesos. Los ojos se le cayeron de sus cuencas, la boca le quedó abierta en un grito petrificante y agudo, que no se detuvo hasta que horrorizado le pisé la cabeza, de la que manaron cientos de cucarachas. Algunas se me subieron por la botamanga y me las espanté a sacudones.

   Entonces arremetió Arévalo: “Soy el fantasma de tu futuro. No soy el fantasma de un ser humano, como los otros. Soy una fuerza maligna, un demonio. Sí, El Dopplegänger. No es algo personal: de demonios como yo están infestados los edificios públicos. Por ahora entro y salgo de tu cuerpo, poseyéndote a voluntad, pero al terminar esta historia te suplantaré por completo en cuerpo y alma.”

     Y se esfumó también, dejándome solo en el lecho, del que volví a despertar una vez más.

Me quedé insomne por el resto de la noche. Fui a la cocina con sigilo, sentía rumores. ¿Sabe que me encontré? Una yunta de cucarachas burlándose de mí, de mis pesadillas, de mi novela de mis obsesiones. “Demasiado larga, nunca la va a terminar… “Deja demasiadas puntas abiertas…” “No se entienden varias situaciones…” “Es que su cabeza ya está demasiado confundida…” “Ya está loco…” “Lazarte lo tiene loco…” “Y no sería raro que se suicide…”

Si no logró creerme todo lo otro, créame lo de las cucarachas. Eran reales y se las debo a usted. ¿Lo entiende, doc?

Vayamos al comienzo de nuestra relación. El primer día que nos vimos. ¿Lo recuerda? No, no puedo aflojarle el cinto por más que le oprima el tórax, lo necesito quieto, mientras preparo el cloroformo para anestesiarlo y que pase lo desagradable de la manera menos dolorosa.

    Mientras voy a hacerle escuchar algo de mi cantante favorita. ¿La recuerda?: Blondie, la tengo acá en el discman. Oiga esta canción: The tide is high. Es un tema alegre y muy melodioso. En realidad era una canción de reggae, pero versionado por Blondie suena más como un tema principal de una película de Walt Disney. Parece un número de La Sirenita para ser más exacto: la dulce voz de soprano suena casi como una niña, acompañada de hermosos violines, percusiones y vientos. La idea de la letra es algo así como: “Voy a fumarme un cigarro de marihuana mientras pasa este mal momento.” Y eso mismo hice yo esa noche luego de esos sueños tan horribles. Me armé un porro, me puse a escuchar a Blondie. Ella siempre es un bálsamo para mi torturado espíritu.

  Bueno ya está, lo he mutilado de manera tan sutil que ni siquiera podrá recordar como sucedió. Ahora voy a desatarlo y sacarlo de la hipnosis hasta nuestro próximo encuentro. Ahora, dulces sueños: 10, 9, 8, 7, 6…

 

 

 

 

 

  1. LA IMPUNIDAD.

Gozamos de la más amplia impunidad: todo lo que se diga acerca de o por medio de este trabajo investigativo tendrá consecuencias solamente literarias, dado que somos escritores. Pero también repudiamos esa impunidad, decidimos enfrentarnos al problema ético de la medida. Medir los grados de realidad nos hace, inevitablemente, pensar qué responsabilidad cabe a la hora de seleccionar valorativamente. La novela negra, al modo de Walsh o Chesterston, es una fatalidad. ¿La fatalidad a la que nos ha reducido nuestro descubrimiento?

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

EL OFENSOR X

 

—¿Sabe con quién está hablando?

—Simesko.

—Mi verdadero nombre es Molina.

—Claro, bueno, fue un acuerdo que tuvimos desde el principio, ¿no?

—No, al principio usted coordinaba nuestro grupo. Se llamaba Lazarte, luego las cosas se pusieron raras entre nosotros y decidimos que cambiáramos los nombres.

—Sí, ¿y?

—Y también se olvidó de mi rostro, que está cubierto tras esta máscara de goma, luego de eso sufrió un desmayo. Su carácter negador debe haber dicho eso no pasó nunca. Pero vea…

—Veo. Es horrible. Pero vine preparado esta vez. Me tomé una pila de fármacos para soportarlo.

—Perfecto, pero tendrá que soportar algo mucho peor ahora.

—Qué cosa.

—El final del relato de los fantasmas.

—Ah, es eso, no veía la hora terminar. Lo oigo.

—No, no va a oírme a mí en esta oportunidad. La próxima sesión retomaré la historia. Ahora lo voy a atar y le voy a hacer escuchar el CD “Lo mejor de Blondie” completo, una selección de los doce mejores sencillos de la banda.

—¿Con qué fin?

—Recuerda el tema que le hice oír la semana pasada… ¿No? Qué mala noticia, pensé que le había gustado.

—¿De qué carajo me habla? Desáteme, por favor.

—¿Le gusta algún artista pop, Lazarte?

—No, ya le dije, soy un hombre ya le dije del romanticismo. Me gustan Lord Byron, los poetas decadentistas, Mozart, Wagner… ¡Ay, bueno, está bien! Hay un único cantante popular que puedo escuchar sin que me suene kitsch, David Bowie, el duque blanco, el vampiro, el hombre camaleón… En fin, un genio musical, del cine, un…

—Sí, sí, un padre de familia. Bueno, tiene que saber que Blondie es mucho mejor… Solo es cuestión de darle tiempo. De que, digamos, se meta bajo su piel. Le voy a contar algunas anécdotas. Ante todo deberá saber algo, por más que “blondie” signifique: rubiecita. No es una solista. Blondie es una banda.

—No entiendo.

—Es una banda de corte clásico, como los Beatles, pero con una rubia plantada en el medio. Bellísima: tanto o más que Brigitte Bardot o Catherine Deneuve. El prejuicio machista le indicará de inmediato que Blondie no es un talento deslumbrante. Y a decir verdad, en la primera época se la veía hacer lo suyo con dificultad, bastante drogada la mayor parte del tiempo. A veces, hasta se olvidaba las letras o tenía que correr fuera del escenario, dejando a la banda sola. Aunque enseguida, volvía con esa cara de “yo no sé” y seguía cantando e iluminando la escena. Yo diría que fue superándose, hasta cantar hermosamente, e incluso logró consiguió componer melodías que ya son clásicas. Pero siempre su genio siempre fue otro. Haga lo que haga, ella tiene un magnetismo hipnótico. Logra hechizar. En fin, es una verdadera maga.

 —Qué raro, ¿y tanto le gusta esta Blondie?

 —Está hablando con un hombre que tiene el rostro mutilado y lo está torturando, ¿le parece extraño que me guste Blondie?

—No, no, pero preferiría escucharlo a usted. Es decir, terminemos con esta historia.

—No es el día indicado: hoy va a escuchar cuarenta y cinco minutos de Blondie. Voy vendarlo para que la experiencia auditiva sea más satisfactoria y no tenga que ver lo desagradable que voy a hacerle.

—Espere.

—No puede resistirse, está atado. Este tema es “In  the flesh”, “en la piel”, una balada preciosa. Nunca fue un sencillo en realidad, pero resultó ser un éxito en las radios. Era el Lado B de “X Offender”, el verdadero primero sencillo, pero ese tema no figura en el compilado. Igual voy a contarle la historia de esa canción. Su verdadero nombre era Ofensor Sexual, pero se lo rebautizó Ofensor X para comercializarlo mejor. La letra original era demasiado violenta y la discográfica decidió censurarla, haciendo pasar al agresor sexual por un enmascarado de historieta.

—No entiendo.

—Yo tampoco, pero suena excelente, le prometo traerlo en otra ocasión. Es como el rock de la prisión de Elvis Presley versionado por una rubia sexy e inocente, pero peligrosa. No desentonaría como cortina de un programa infantil. Comienza como una canción de amor a un policía que la detiene por conducir borracha o algo así. Ella le declara su amor pero él solo le lee los derechos. Enfurecida ella le advierte que cuando salga de la cárcel se convertirá en su Ofensor X.

—Entiendo: ¿va a violarme?

—No sea tan literal, doctor. ¿Le parece que Blondie usaría un arnés con un pene de goma o algo así? Ella es una chica punk, pero es más refinada. Tiene estrategias más frías.

—Entiendo que el espíritu contracultural de Blondie lo haya inspirado, pero sea razonable...  Si quiere llegar a ese punto, hágalo de una vez y sellemos la paz.

—Ahora soy yo el que no entiende, doc.

—En términos simbólicos, ha tomado la venganza de la que habla la canción como causa propia: para usted yo soy la ley, el estado, el padre. Es natural que al sentirse transgredido quiera subvertir los roles.

—Doctor, no soy Blondie, ni usted es el policía. Sinceramente, ¿me creería capaz?: Usted no es mi tipo. Por lo tanto…

—¿Por lo tanto?

—El placer será consumado a través de estas tijeras.

—¡Por Dios! Espere. ¡No!

—Quedan cuarenta minutos de grandes éxitos de Blondie. Mientras tanto voy a anestesiarlo un poco más y hacer cortes en varias zonas al azar. Luego contaré hasta diez y todo será olvidado. Hasta la próxima.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SEPTIEMBRE DE 2001

 

Poco a poco la vida de Leopoldo comenzaba a recomponerse. Había salido del instituto psiquiátrico y vivía en casa de sus padres. Chernoff lo atendía una vez por semana. Su ficha médica indicaba que se encontraba estable con leves aunque significativas mejorías.

“Quiero volver a escribir. Pero si escribo sin la supervisión de otra persona tengo miedo de comenzar a delirar una vez más. Me gustaría compartir lo que escribo con gente de mi edad que haya pasado por cosas parecidas. Me refiero a que hayan tenido la sensación de volverse locos. Algo así sería un gran estímulo para seguir con mi novela”, comentó un día Leopoldo a su psiquiatra.

A Chernoff le pareció una excelente idea. No sólo eso: le recomendó un amigo psiquiatra, que además era un poeta muy conocido en el under porteño, y si bien era muy resistido y hasta cuestionado por las academias –la psiquiátrica y la literaria–, trataba a muchos pacientes con éxito.

Entonces Leopoldo Simesko se contactó… Perdón, me doy cuenta que usar a Simesko me es muy conveniente en las partes del relato que más me avergüenzan. Había prometido seguir la historia con mi nombre real: yo, Pablo Molina, me contacté con el delincuente de Álvaro Reymundo Lazarte, alias Francis Waiss. Lazarte era un tipo con mala fama. Mala fama que se había ganado por practicar la hipnosis y la regresión en el consultorio privado que tenía en un departamento del barrio de Once.

En la breve primera entrevista me sugirió que me sumara a un taller literario que coordinaba para un grupo de jóvenes artistas. Cuando me sintiera más confiado, dijo también podía hacer unas sesiones individuales con él. Mientras tanto seguiría la terapia una vez por semana con Chernoff. Yo acepté. Me parecía interesante, quizá también porque intuía algo peligroso.

Era principio de septiembre, un jueves por la tarde. Un día de sol, pero helado, todos teníamos las narices rojas y nos goteaban. Nos reunimos por primera vez, en la Biblioteca Güiraldes. Éramos siete en el grupo: tres chicas y dos muchachos, además de Lazarte y de mí. Mientras íbamos entrando al salón de lectura el resto del grupo hablaba desordenadamente. Todos bromeaban sobre las dificultades que estaban teniendo en sus trabajos, para mantener sus departamentos, comprarse ropa. Enseguida me sentí el paria del grupo. Permanecí en silencio, no quería hablar de mí, aunque los escuchaba encantado.

Qué puedo decir: eran jóvenes y bellos, tenían actividades académicas y becas y esas cosas. Yo me enamoré del grupo desde el primer momento. Lo que más me fascinaba de ellos era que si bien podían estar locos, eso no los privaba de tener éxito en todo que hacían.

Mauricio Antonio Fontebella estaba en tratamiento por alcoholismo y depresión. Era bajista en una banda de jazz, además de escritor de ciencia ficción. Había publicado un cuento en una antología de ciencia ficción. Una verdadera antología, prestigiosa. (Lo aclaro porque yo también sería seleccionado para una antología al poco tiempo pero ésa era una estafa).

Federico Cardeaux-Insorralde escribía ensayos sobre arte moderno y era un genio matemático. Tenía varios premios en Olimpiadas de Matemáticas internacionales, con solo diecinueve años. Todos lo llamaban el “artista cachorro” del grupo. Tenía fobia a la sangre, cuando veía un accidente o se lastimaba experimentaba el pánico a la desmaterialización.

De las tres chicas de nuestro pequeño clan, la más frágil e insegura se llamaba Anita Llewellyn. Poeta mística, y también estudiosa y erudita. Pintaba profesionalmente. Había expuesto sus cuadros desde la adolescencia hasta que un brote de paranoia la alejó de las galerías de arte. Desde entonces, decía cada vez que entraba a una muestra tenía el sentimiento de que la acechaba la muerte.

Florencia Martínez Tejedor, era dirigente estudiantil en la facultad, escribía sobre literatura y movimientos revolucionarios. Además, hacía artes marciales. Tenía apenas veinte años. Era una especie de mujer Rimbaud, vehemente, salvaje, por momentos incluso violenta. Era bisexual, y su patología era lo que se conoce como ninfomanía, aunque ella lo definía como un “animo voraz de agotar todas las posibilidades del cuerpo”.

La femme fatale del grupo se llamaba Nicole Ruthemberg. Se movía con la gracia de Jessica Rabbit entre todos, seduciendo, pero nunca buscando un contacto real. Escribía en una revista sobre modas y tendencias. Era una especie de Carrie Bradshaw con alto vuelo filosófico. Corregía su primera novela, de la cual no quería hablar en el grupo. Además era cantante lírica con registro de mezzosoprano. Se trataba por agorafobia, odiaba la ciudad. Esa tarde nos contó que en sus peores momentos debía recluirse en el campo, donde la naturaleza le permitía recobrar cierta paz.

Cuando llegó el turno de presentarme, como no quería hablar de mí, hablé de mi novela, aclarándoles que en la mayor parte era autobiográfica. Hasta leí un par de capítulos. Hubo sonrisas de aprobación. El único rostro que me resultó insondable fue el del propio Lazarte, que revoleo la vista en un par de momentos, como alguien que se siente levemente incómodo y pasó rápidamente a otro tema.

Según contó, y en ese momento me pareció algo agarrado de los pelo, esa última semana se había obsesionado con un hecho policial de fines de 1999. “Cuatro jóvenes mueren ahogados en las alcantarillas del barrio de Belgrano”, informaba el recorte de Clarín del 18 de diciembre de ese año, que formaba parte del material “teórico” que Lazarte llevó a nuestro primer encuentro.

Nos leyó la noticia. Cuatro muertos. De un grupo de cinco amigos de entre 18 y 27 años. Todos se conocían por ser vecinos del mismo barrio. Se hacían llamar "Los exploradores nocturnos". Bajo ese nombre, se dedicaban a ingresar por las noches en conductos pluviales y otras estructuras de la Ciudad para investigarlos. La noche del 6 de diciembre de 1999, habían ingresado a una de las alcantarillas del aliviador del arroyo Vega, en Belgrano. Aquella noche los había sorprendido una tormenta que no estaba anunciada. La correntada de agua que produjo la lluvia en los desagües los arrastró. La Policía Federal informó el hallazgo de cuatro cuerpos, hasta donde llegaba la noticia el quinto explorador, de 23 años, continuaba desaparecido.

Lazarte nos contó además que había estado averiguando que ese pequeño grupo era una célula de un movimiento mundial que tenía como práctica la exploración de estructuras urbanas en desuso o con acceso vedado al público. Obras en construcción abandonadas, túneles, catacumbas e incluso áreas restringidas de edificios públicos o empresas, como ser sótanos, terrazas, sectores de máquinas, etcétera. Esa actividad conocida como “parkour”,  perseguía la auto superación y el dominio sobre el cuerpo.

En ese momento Lazarte aun no tenía muy claro que se proponía. Sin embargo planteó como idea para nuestro taller trasladar a un plano literario y artístico la práctica de los “exploradores nocturnos”. Habló de explorar los túneles y los sótanos de nuestras propias mentes, de asumir los mismos peligros que estos jóvenes, pero sin movernos. La única consigna era escribir. Escribir sobre aquello que más temíamos y al mismo tiempo deseábamos. Quería que exploremos nuestras zonas más oscuras para sacar afuera nuestros “fantasmas” y trabajar con ellos.

Todos nos entusiasmamos y estuvimos de acuerdo. Viéndolo en perspectiva, me resulta irónico.

Esa  misma tarde escribí con vehemencia. Estaba muy inspirado por todo lo que se había hablado. Y encontré la manera de narrar sobre La Casilla 13, de contar sobre su existencia en un pequeño cuento.

Pasaron un par de encuentros hasta que les leí el capítulo ése donde el escribiente ingresa a La Casilla 13. Esa tarde esperé una especie de aclamación. Inesperadamente mis primeras impresiones fueron siete rostros bastante desconcertados. Luego de un silencio extendido que me puso muy nervioso, todo el grupo –excepto Lazarte, que nos contemplaba y tomaba notas– se fue entusiasmando con la idea. A tal punto que, después de un rato de discutir las implicancias literarias y políticas de La Casilla 13, decidieron que debíamos incorporarla a un proyecto colectivo. Claro que, a pesar del entusiasmo, nadie se ahorraba críticas formales y, por cada comentario, recibía un globo de birome roja sobre mi texto.

 

—A mí me gustaba la novela cuando se centraba en la observación de Buenos Aires y sus contradicciones: la ciudad europea de un país tercermundista. Había traído una cita para leerte, que me parecía te podía inspirar. Era de una carta de Duchamp fechada a fines de 1918: “Buenos Aires no existe. No es nada más que una gran población provinciana con gente muy rica sin pizca de gusto, que todo lo compra en Europa, hasta las piedras de sus casas. No hay nada hecho aquí… Hasta he encontrado un dentífrico francés del que me había olvidado por completo en Nueva York.” — dijo Mauricio, arqueando una ceja, y quedándose con el rostro confundido, como si no supiese bien a que apuntaba.

—Ah, ¿entonces? — repliqué.

—Lo que escribiste con esa idea me parecía interesante. Ahora siento que perdiste el rumbo: ¿La Casilla 13? La Casilla 13, así con mayúsculas… No me convence. ¿Se está convirtiendo en un relato de ciencia ficción? — agregó con un gesto de aburrimiento Nicole.

—Eh, no, no creo…— le contesté, arrugando la frente.

—Yo, como artista plástica, noté que…— empezó Anita, y enseguida fue interrumpida por Florencia. Se quedó rígida, mirándose un zapato.

—Estabas planteando un relato clásicamente kafkiano. Y de repente metés un cuarto adentro de un edificio que enloquece la mente de los que ingresan. Es muy Orwelliano ese giro. O de Bradbury. Como que la ficción se convierte en denuncia de una situación social, política. No sé como lo relacionás con Kafka —salió al cruce, Flor, que era toda crítica literaria, a los dieciocho años ya había ganado sus primeros honorarios por reseñar libros para varias revistas especializadas.

—No entiendo… — le dije y la miré asustado.

—Claro, tenemos un relato de corte kafkiano. Un antihéroe, un ambiente cerrado, claustrofóbico, lo cual en términos sociológicos significa un repliegue del hombre sobre su mundo interior, una muerte obligada del hombre político. Ahí veo una incongruencia —intervino Federico por detrás, algo abstraído mientras jugaba con mancuerna, inflando y desinflando su bíceps.

 —Kafka era esencialmente apolítico o al menos su obra lo era. Toda la crítica que leí sobre él coincidía en ese punto. ¿A qué viene todo esto? No me cierra la novela de ciencia ficción, con la teoría paranoica de que nos controlan el cerebro desde un cuarto en un juzgado que se llama La Casilla 13— siguió Flor.

—Sí, yo diría que repienses en términos foucoultianos la historia. Me gusta la idea de describir una sociedad de control, tal como la concibió Orwell en 1984, e incluso antes, Jeremy Bentham y su Panóptico. Me parece que la aparición de esta Casilla 13 viene un poco a desviar el objetivo de lo que querés contar— sentenció Nicole que  estaba cursando Filosofía y era lectora apasionada de Ciencia Política.

—Yo quise decir otra cosa… No sé, es mucho más personal, quizá.

—A mí me parece que algo no funciona en un aspecto más plástico. Lo mío no es racional, si me meto en la historia como en un cuadro, intuyo que algo que no va… El tema de que el personaje sea un escritor hace la historia demasiado asfixiante: es como un gato que se persigue la cola —por fin pudo intervenir Anita y se quedó nuevamente con la mirada en el piso.

—¿Qué?

—No te calentés, Leopoldo, es cierto. El tipo cada mañana del mundo quiere contar el día anterior y vos te subiste a su tren. Ahora con lo de La Casilla 13, el tren descarrilo, locazo. Lo importante es que hacer con eso, porque a mi criterio el capítulo no debe ser totalmente eliminado. No sé, sugiere algo, nuevo, distinto… —dijo Mauricio, como si ya le hubiese aburrido la conversación, mientras punteaba su bajo.

—¡Completamente! Estaría bueno que acuñemos el concepto de “La Casilla 13” para nombrar lo indecible. En palabras de Wittgenstein: para enfrentar el confín de la significación. Es divertido. Pensemos en La Casilla 13 como un espacio de militancia para nosotros como fueron las calles para los militantes setentistas. Sería una ironía muy fina…—se entusiasmó Fede.

—Sí, saquemos al escribiente de su ostracismo de escritor kafkiano. Convirtámoslo en un militante ultraizquierdista, fuera de todo partido o metodología: un paria tira bombas que forma parte de un grupo de vanguardia. Deberíamos escribir un manifiesto. Tomemos La Casilla 13 de tu historia y hagámosla cobrar vida en el mundo real: “Joven porteño. Despierta: Buenos Aires No Existe. La Casilla 13 está allí pero: Buenos Aires No Existe. Súmate a Los Exploradores Nocturnos. No, mejor hagámonos llamar: “Los Exploradores Sonámbulos”. Y terminamos agitando a las masas estudiantiles: Ven, únete, explora La Casilla 13 con nosotros.” — se aplaudió brevemente Flor y se quedó mirando a todos con malicia.

Yo, por fin, la miré colorado de vergüenza porque no terminaba de caer, y presté mi consentimiento, confundido.

Entonces Flor se ofreció para redactar nuestro seudo manifiesto. Algo que fue muy práctico dado que la idea estaba solo en su cabeza. Ni bien se sentó frente a la Notebook nos miró a todos como diciendo “¿listos?”, y se golpeó un par de veces el mentón con un puño. Su idea era parodiar las “Once tesis sobre Feuerbach” de Marx. Todo el grupo –menos Lazarte que nos escrutaba con una copa de vino, peinándose la barba– se había entusiasmado y reía descomunalmente.

Flor escribió afiebrada, leyendo en voz alta sus ideas, que era producto de nuestra charla y recibiendo las acotaciones y correcciones que le hacía el resto. Cuando terminó de escribir propuso un título:

 

“Doce tesis sobre la inexistencia de Buenos Aires.

Por: Los Exploradores Sonámbulos.”.

 

 

 

 

 

 

10. LOS EXPLORADORES NOCTURNOS.

La noticia que nos conmocionó fue la de una célula nacional, denominada Los Exploradores Nocturnos, quienes en pleno trabajo de descubrimiento quedaron atascados en los resumideros del Arroyo Vega durante una tremenda tormenta el seis de diciembre de 1999. Cuatro cadáveres fueron hallados al día siguiente. A la fecha, uno de los exploradores permanece desaparecido. A casi dos años la justicia expidió un certificado de defunción, dándolo legalmente por muerto.Pero su cadáver jamás fue encontrado

Nuestra Organización, Los Exploradores Sonámbulos, ha tomado como inspiración el accionar de los grupos de Parkour europeos: tareas de exploración de los confines de Buenos Aires, donde se evidencian verdaderos agujeros negros en la realidad.

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

“EL GERMEN DE UNA NOVELA GÓTICA”

 

—Genial, chicos, es una parodia posmoderna del modus operandi de las vanguardias del siglo pasado.

—Es más que eso, Nicki…Tenemos material de sobra para hacer una serie de intervenciones que serían una gran parodia sobre las vanguardias –dijo Flor, releyendo nuestro manifiesto y cerró los ojos y soltó un: “Guau”.

—¡Eso, Flor! Primero, imprimimos nuestro manifiesto. Después, lo panfleteamos en Filo, y entonces, salimos a la carga con un agite político —se emocionó Fede, dando puñetazos al aire.

 —Compañeros: La Casilla 13 avanzó, dejó la ciudad en ruinas, se comió los cultivos, arrasó con todo, ¿no lo ven? A nuestro alrededor todo es papel y cartón… —recitaba Flor, como la dirigente encargada del discurso.

—A ver, a ver…- intentó ordenarnos Lazarte, pero fue raro, porque lo dijo tan suavemente que nadie pareció escucharlo, excepto yo. Que al oír, sentí un sonido agudo en el oído izquierdo. Era como esas interferencias que suceden en las radios y generar un bache en la transmisión.

—Para terminar diciéndoles a nuestras masas congregadas: “Compañeros, La Casilla 13 es nuestro Subconsciente. Más allá de eso, no hay nada real. Este mismo acto no existe, nuestra militancia no existe, nuestras ideologías no existen. Ni siquiera este lugar… Buenos Aires No Existe.” —abrió los brazos Mauri, como el director de orquesta que marca el final de la partitura.

—Genial. ¿Se dan cuenta de que cayeron como si fuese una cámara oculta de los programas de televisión? —se reía de costado Nicole, prendiendo un cigarrillo.

—Sí, buenísimo, yo quiero hacer los distintivos y el diseño de los graffitis —dijo Anita y empezó a bosquejar arabescos en un papel.

—También se puede armar algún tipo un colectivo artístico, organizar nuestras propias fiestas en Filo, para juntar plata.- propuso Flor.

—¿Qué? ¿Cómo? —susurro ofuscado Lazarte, ignorado nuevamente por el resto, pero dándome ese mismo sonido discordante en una oreja. No lo miré, pero percibía sus ojos a mis espaldas: sentí electricidad en mis hombros y se me hundió el cuello.

 

Fede y Mauri me hicieron una malteada. Fue un poco dolorosa pero la acepté porque era su manera algo rústica de darme la bienvenida al grupo, más aún cuando Fede acotaba: “Aflojate, negro. No te sientas choreado, vas a recibir tu recompensa por haber traído la idea. Vos sos nuestro explorador N/N. Capaz que todavía no lo veas, pero cuando caigas, te va a encantar.”

Me despedí de todos como un chico que había encontrado a sus amigos de juegos ideales, y al saludarlos me tuve que contener de no soltar lágrimas de emoción. Cuando terminó nuestro encuentro me quedé emocionado, mirando las marcaciones sobre mis hojas. Ya se habían ido todos y entonces, Lazarte rompió su hermetismo. Me dijo que del tema de la intervención prefería no opinar, pero que el capítulo le había gustado, que veía un germen de novela gótica, y con “gótica”, aclaro, no se refería a “vampiros, castillos y noches tormentosas” sino a una trama que reunía las tensiones y contradicciones del nuevo siglo desde más de un ángulo. El político, el religioso, el filosófico y el científico.

Durante las siguientes clases fui el más fiel y abnegado de los exploradores. Como no trabajaba ni estudiaba me ponía a escribir toda la noche. Una vez por semana me sentía de verdad valioso, cuando leía para esas seis personas que se entusiasmaban con mis ocurrencias.

Hacia fines de octubre Lazarte habló de una idea superadora, gracias al giro que había tomado nuestro taller. Su inspiración decía era la noche que había pasado un grupo de jóvenes artistas casi dos siglos atrás en casa del poeta Lord Byron. Allí había nacido, entre otras obras, Frankenstein de Mary Shelley.

Su idea era reunirnos a todos en una estancia que tenía en El Tigre para practicar un viaje chamánico. La estancia era de los padres de Nicole. Se rumoreaba que a pesar de que ella era casada, mantenía un affair con Lazarte y se escapaban juntos al Tigre cada tanto. Propuso él mismo ser coordinador y participe del experimento. Todos aceptaron, aunque Anita puso sus objeciones. Decía conocer historias de gente que había padecido problemas mentales, como Alzheimer, luego de ese experimento. Incluso sabía de casos donde los participantes habían tenido un brote esquizofrénico en ese mismo momento. Lazarte enseguida la persuadió de que eso era una leyenda urbana, que nadie podía correr ese riesgo. Además tendríamos a un médico cardiólogo, para controlar el estado físico de los integrantes del grupo durante la experiencia.

Cuando nos íbamos volvió a tomarme por sorpresa. Me susurró: “Viste, Leopoldo, te aman. Vamos a ver si ese amor se hace concreto en El Tigre. ¿Te golpea fuerte el corazón? Lo percibo. Yo en cambio no siento nada, por ninguno. Soy así.  No puedo evitarlo: solo me enamoro de las ideas brillantes.”

Sentí que me latían los oídos y se me cerró la garganta. Lo miré confundido y no le dije nada. Nos despedimos estrechando las manos. El me apretó con fuerza demás. Mientras caminaba a la parada del colectivo me convencía de que no debía preocuparme por lo que pasaba entre Lazarte y yo. Había encontrado mi lugar en el mundo con Los Exploradores Sonámbulos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  1. LA NARRATIVA DE LA INVESTIGACIÓN.

La investigación es narrativa. Se narra acerca del campo de investigación. Tenemos una obsesión con el conocimiento, en términos de construcción de saber y de nuestra autoridad como escritores. La narración hace un archivo de recuerdos vívidos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.


 

EN TRANCE

 

—6… 7… 8… 9… Usted está otra vez en trance, doctor.

—Lo estoy.

—Otra vez recuerda  mi verdadero nombre.

—Pablo Molina.

—Y mi verdadero rostro detrás de la máscara.

—Tiene la piel arrancada a dentelladas. Por partes su rostro está mutilado, en carne viva, no se entiende bien si fue quemado o atacado por algún animal.

—Así es, pero no se contenté con recordar: míreme y óigame…

—Abandonaré el español castizo para ponerme a su altura. Sabes qué, hijo de puta, la última sesión no lograste hipnotizarme, fingí. Tengo un revolver lo sostengo en mi mano, asómese por debajo del escritorio. Podría haber llamado a la policía o algún matoncito para que te limpie ni bien entrabas a mi consultorio, pero ante todo soy un hombre noble. Mis batallas las juego como un verdadero duelista: cuerpo a cuerpo.

—El poder está de tu lado, doctor. Ahora vos sos Dios ¿Cómo seguimos?

—Me voy a hacer una línea. Es lo única forma de soportar verte en detalle. Después vas a seguir contándome la historia del grupo de Los Exploradores Sonámbulos.

—Eh, engendro, ¿qué decís? Eso vos y yo ya lo sabemos, a esa orga la forjamos juntos.

—¿Forjamos? ¿Orga? Despertáte de una vez. Vos estás muerto ya. El grupo fue el vehículo para darle máquina a mi sadismo. Yo era el director de psicodrama. Solo un miembro era mi ayudante, los otros simpatizaban pero no entendían nada. Pero vos, vos el más loquito, eras mi experimento vivo: Mi Frankenstein extraviado. 

—¿Qué decís?

—Asumamos nuestros roles, Molina. Yo te dejé así de loco y horrible. Sos mi invento. Antes me dedicaba a cazar mariposas, como las que tengo en esa pared, encuadradas. Representan a algunos pacientes que me despiertan el morbo de humillar y golpear psicológicamente hasta hacer mi voluntad con sus cuerpos. Algunos se suicidan, otros matan por mí, otros simplemente vegetan en alguna habitación blanca. Con vos tengo planes más sofisticados. Todavía no decido que posibilidad te cabe mejor. Todas, quizá y al final, el suicidio. Matarte ahora sería coartar todo lo que soñé hacer con vos.

—Dale, seguí con tu monólogo interior mientras termino de atarte al diván. ¿Sos consciente, Lazarte?

 —Estoy de pie con el revólver, yo… Lo tenía…

—Debiste haber disparado antes. Volví a hipnotizarte. Mejor olvídate de que lo sabés, me gusta que creas que estás en dominio de la situación. Voy a contar hasta diez, mientras me armo un porro: 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2… ¿En que estábamos?

—Perfecto… Hago de cuenta que no recuerdo nada y oigo tu versión de los hechos. Dado que más allá de algunos siniestros agregados, como la cocaína y el arma de fuego, sigo siendo el médico y vos el paciente.

—Me parece bien. Voy a apoyar el revólver en el piso y después lo voy a patear lejos, Lazarito, no vaya ser cosa que se me escape un tiro. Ahora… Permítime volver a usar a Simesko las veces que no pueda tolerar la realidad desnuda.

—OK. Entonces yo voy a recurrir al mismo artificio hablando de mí en tercera persona como una estrella de futbol.

—Me parece perfecto. Aunque no te creo que te guste el futbol. Pregúnteme, Doctor Waiss: ¿Cómo siguió el asunto del grupo? ¿Fueron a la estancia de Lazarte en El Tigre?

—¿Cómo siguió el asunto del grupo? ¿Fueron a la estancia de Lazarte en El Tigre?

—No, era difícil ponernos de acuerdo para ir todos hasta allá. Además era invierno todavía. Nos pareció más conveniente hacer el viaje chamánico en un contexto más urbano y gótico.

—¿Y dónde fue eso?

—En un laboratorio médico. Lo conseguimos gracias a uno de los chicos del grupo que era el hijo de uno de los dueños. Lo usamos por la noche. El lugar parecía una morgue.

—Qué curiosa elección, suena sórdido.

—Nos parecía un contexto lógico: el leitmotiv había sido el grupo de exploradores urbanos muertos en la alcantarilla de Belgrano. La primera ingesta, de ajenjo debía servirnos para acceder a nuestro subconsciente y luego compartir la experiencia en relatos. En una segunda dosis, esta vez de ayahuasca, nos proponíamos descubrir si existía un subconciente más profundo, que nos comunicara a cada uno de nosotros. Algo parecido al planteo, nunca acabado de Jung: un hipotético inconsciente colectivo. ¿Qué le parece?

—Una excelente excusa para drogarse en grupo, ¿no?

—No diga eso, yo estaba enfocado en ese objetivo. A mí la idea me resultaba seria. Además, le soy sincero, la idea de que el viaje chamánico derivara en sexo grupal me daba escalofríos.

—Entonces usted realmente creyó que se trataba de un experimento psiquiátrico de vanguardia.

—Quizá fui demasiado ingenuo.

—No sé si es ingenuo. Es que como que se niega a leer las segundas intenciones, más allá de que lo dicho forme parte de un código que posiblemente entienda. Usted tiene una necesidad de apegarse a la literalidad de las cosas. Y por eso algunas personas sacamos partido de usted.

—No es la primera vez que me dicen eso, aunque todavía no entiendo bien a que se refiere.

—No importa. ¿Qué más recuerda?

—Fue todo muy extraño, puedo decirle que fue lo que no sucedió, más que lo que sí sucedió.

—No sea pudoroso.

—No, no es pudor, es que fue todo muy confuso: la droga, el vino, la música, el sexo, todo se mezcla, es como cuando uno no sabe a quién pertenece un pie o un brazo.

—Cuénteme mejor eso. Lléveme al lugar, quiero una descripción del escenario.

El laboratorio quedaba sobre Bartolomé Mitre, cerca de la Plaza de Miserere. El frente era bien antiguo, colonial. Por dentro estaba equipado con tecnología de punta, decoración moderna, pisos blancos. Era agradable, pero frío. Ahora el subsuelo, donde nos instalamos, sí era un poco siniestro. Tenía equipos de diálisis y heladeras donde se conservaban muestras de sangre. Como dije, el lugar daba la impresión de ser una morgue. En pocos minutos nos habíamos encargado de ambientarlo acorde a la experiencia que queríamos. Pusimos un par de cortinados morados y un candelabro de velas grandes como los que hay en las catedrales antiguas. Extendimos en el centro del cuarto una alfombra persa sobre la que armamos la cena. Había vino tinto, bocados de carne. Ya instalados sobre la alfombra, algunos sentados como indios, otros recostados, comenzamos una charla sobre literatura gótica mientras bebíamos el ajenjo. Yo no pude aportar mucho, más allá de decir que había leído Drácula y Frankenstein. Me sentía un poco ajeno, me abstraje de la charla. Me puse a imaginar un contexto gótico de verdad. Nos imaginé a todos inmortalizados en un gran mural de motivos sacros. Como una última cena pero asediada de fantasmas que sobrevolaban las cabezas de los comensales y pequeños demonios que trepaban a la mesa del banquete. Los comensales éramos ocho en total: los siete integrantes del grupo y Nicolás Castillo, el asistente médico que había traído Lazarte. Era como una sombra silenciosa, aunque las chicas coincidían que tenía cara de degenerado. En fin, lo importante era que ocupaba un costado sombrío de la escena. En cambio, Jesús estaba en el centro perfecto, rodeado por el resto. Si el cuadro hubiera permitido verlos en movimiento, el resto le secaba el sudor de la frente, le daba de beber agua, mientras su corazón visible a través de su túnica estaba rodeado de una rama llena de espinas. El Cristo empezaba a entrar en éxtasis, sus pies se elevaban unos centímetros del suelo. Su corazón comenzaba a envolverse en llamas.

—Decime una cosa, esa imagen, el Cristo. ¿Te identificaba?

—Me da vergüenza admitirlo, pero así era.

—¿Cómo te identificaba?

—Sentía el corazón en llamas. 

—Qué dramático.

—Puedo ser aún más dramático si quiero.

—¿Más maricón todavía?

—Sí, por supuesto. Miré la bacanal alrededor y me di cuenta: toda la escena había sido diseñada por vos para enloquecerme. Tuve la trágica idea de que terminaría siendo una especie de mártir, como el explorador del grupo de Parkour que terminó desaparecido en las alcantarillas.

—Qué teatral: ahora sí puedo ver una verdadera escena sacra.

—Sí, es mi educación cristiana.

—Me lo había figurado. Su psiquis era débil. Al tomar la ayahuasca habrá tenido una alucinación muy vívida.

—Eso pensaba yo mismo, pero no. Antes de salir de casa tomé mi medicación psiquiátrica con un vaso de vino y fumé un par de porros. Después el ajenjo y por fin la ayahuasca. La cosa es que en mi caso, no hubo alucinación. Ya estaban todos recostados y desnudos, o semi desnudos, y tomando la segunda dosis. Usted recibía sexo oral de Nicki, y me miraba sin parpadear, sus ojos parecían dos carbones encendidos. En un momento me sentí desfallecer, creí que iba a darme un infarto o algo así. Entonces me froté el dedo en el que uso mi anillo con la cruz malta por la frente. Usted reparó en ese anillo, sorprendido. Su expresión comenzó a perder la rigidez. Ahí supe que no estaba perdido. Me fui quitando la ropa. Cuando estaba en calzoncillos me puse en cuclillas y le pedí a Castillo, más ácido. Así, sin haber tenido contacto sexual con nadie, me terminé de desnudar, y recosté a alucinar sobre una camilla de acero quirúrgico.

—¿Qué  vio?

—Nada. Sentí un placer inmenso. Eso fue exactamente lo que sentí. Por lo demás no creo haber tenido ninguna alucinación… Excepto una voz, quizá.

—¿Una voz?

—Es decir, podía ser Nicki, cuando ya se hubo desocupado. O quizá era una voz interior mía. Lo importante era el mensaje. Decía algo así: “Ahora debe abrir su mente a La Casilla 13, para que ella se manifieste. Si es que realmente quiere pasar a la siguiente fase. Si prefiere vivir como un ser humano más confórmese con la miopía de la ciencia, confié en lo que dicen sus médicos, crea que La Casilla 13 es solo una alucinación.” Y entonces, a los gritos, espasmódicamente dije que sí. Que estaba preparado, que me entregaba completo a La Casilla 13… Entonces pasó lo más extraño de todo.

—¿Qué cosa?

—Primero sentí que mi corazón en llamas prendía fuego todo mi cuerpo, incluso mi cabeza. Quise gritar pero no podía emitir sonido alguno, era como si fuese un cadáver en un crematorio. Y entonces mi cuerpo recostado se elevó unos centímetros de la camilla, sentí que ascendía por sobre el resto de los cuerpos, que se retorcían y gemían en la oscuridad, desnudos y brillantes de sudor, iluminándolos con todo el fuego de mi ser.

—¿Se angustió?

—Solo al principio cuando creí que estaba teniendo un infarto. Luego me sentí triunfal, poderoso.

—Es lógico, seguía alucinando, tuvo un viaje con motivos sacramentales.

—Usted siempre cree saber con exactitud qué pasa en la mente del otro, todo el tiempo. Eso es imposible, por más genio que sea. Su asistente, advirtió que los ojos se me iban hacia atrás y se me había puesto blanca la cara y temblaba como si estuviera teniendo un ataque de epilepsia. Me auscultó, e interrumpió mi viaje dándome una inyección que me devolvió a la conciencia. Quiso hacerme reposar un rato, pero yo me reincorporé de un salto. Estaba en trance, y dije cosas raras que asustaron a todos, incluido usted.

—¿Las recuerdas?

—Me había puesto de pie y gritaba: “La Casilla 13 existe, La Casilla 13 no es una representación del subconsciente, La Casilla 13 es un cuarto en el edificio del Poder Judicial de la calle Avenida de Mayo al 757.” Todo esto mientras no podía detener mi mano derecha y sus temblores espasmódicos. Todos me miraban aterrados, con miedo de ser atacados. Creo que puede haber pensado en atacarlos, pero para entonces ya me estaban tratando de envolver con una manta y persuadiéndome de que tomará un anti psicótico fuerte. Cuando pudieron hacérmelo tragar me puso a dormir enseguida. Al despertar me tenían inmovilizado con cinturones a la misma cama quirúrgica, recién ahí tuve lo que podría decirse alucinaciones.

—¿Qué veía?

—Una invasión de cucarachas. Cucarachas voladoras en el aire, en el suelo un alfombrado de cucarachas crujientes. Cucarachas en el rostro de Lazarte y del médico que me asistía. Cucarachas por sobre los cuerpos del resto del grupo aún desnudos y entregados a su éxtasis. Miles de cucarachas como la invasión de la peste a una fiesta de nobles. ¿Recuerda algo de lo que habló?

—Lo recuerdo todo, Molina. Menos a las cucarachas.

—Pero ellas estaban allí, escondidas, agazapadas, y hablaban, reproduciendo mis pensamientos. Yo me daba cuenta de que ustedes no podían oírlas, y les pregunté por qué. Ellas me respondieron al unísono: aún no están preparados. Cuando sea el momento indicado nos verán. Así que para mí fue más una premonición que una alucinación.

—Incluso fuera de control, usted entendía que la imagen era parte de una proyección de su cabeza, no directamente de una realidad material exterior.

—Es una discusión bizantina que en ese momento se hacía más evidente. ¿Qué es primero? La mente o el mundo objetivo. El huevo o la cucaracha.

—Querrá decir el huevo o la gallina.

—La metáfora del huevo y la cucaracha es más precisa en este caso.

—Ante todo, Molina, una cucaracha no pone huevos.

—No, pone larga una vaina que se llama ooteca, que es de forma alargada, en cuyo interior sí están los huevos chiquitos de cucarachas. En una ooteca de cucaracha alemana, o cucaracha doméstica de cocina hay de 35 a 42 huevitos de cucarachas.

—Y eso, ¿a qué viene?

—Estaba expandido, mi cabeza era una caverna infectada de cientos de miles de ootecas, y por cada ooteca, 42 potenciales cucarachas que representaban mis pensamientos anidados, incrustados en los laberintos de mi mente, esperando nacer, crecer y reproducirse. Parecían decir: “Mientras tanto deberás conformarte con usarnos como metáforas de otra cosa: la metáfora del que lucha por sobrevivir, la metáfora de como lucharía yo mismo por levantarme una y otra vez, por multiplicar mis esfuerzos como si debiese reproducirme en miles...  Aunque también la metáfora de la clase obrera, La metáfora del humillado, la metáfora de la metáfora…” En fin, vuelo poético, boludeces.

—Simesko: recuérdeme que pasó con el resto los exploradores de La Casilla 13.

—Esa noche todo cambio para cada uno de nosotros.

—¿Cómo cambio?

—Poco a poco, nos separamos: uno a uno los integrantes abandonaron el grupo, como si la experiencia hubiese sido demasiado… demasiado.

—¿Demasiado extrema?

—Sí, o vergonzante, no sé. Es difícil verse seriamente a las caras después de haber, ya sabe. Eso.

—Qué fue de esos destinos individuales, ¿lo recuerda?

—Todos continuaron haciendo lo suyo por separado, sin mucha suerte, ni mucho ímpetu. Anita y Flor se pusieron de novias y se olvidaron un poco de todo. No las culpo: creyeron haber visto la figura de Íncubo de verdad, de carne y hueso, esa noche. Quizá por eso terminaron siendo pareja lésbica, ¿no? Por lo que supe, siguieron dedicándose a sus actividades artísticas desde un centro cultural, no sé, algo ligado a la militancia LGBT. Mauricio se fue por una beca a Francia y nunca más me atendió el teléfono.  Fede publica libros experimentales que causan algún tipo de tibia controversia, más que nada porque lo acusan de violar los derechos de autor. Su última publicación fue por ejemplo, El túnel de Sábato, convertido en un juego al estilo “Elige tu propia aventura”. Antes había publicado el Poema del Mío Cid, en lunfardo porteño.  El tampoco atiende mis llamadas.

—O sea que a su criterio nadie hizo nada notable.

—Claro que sí, yo creo que todos hacen cosas interesantes. Solo que ellos me ignoran y yo los odio. Pero déjeme terminar. El caso más extraño de todos fue el de Nicole. Ella enseguida publicó su misteriosa novela. En cosa de un par de meses, se convirtió en la niña mimada de las letras porteñas y gracias a sus atributos físicos también en una verdadera IT-Girl.

—Ah, ¿La leyó entonces?

—Cómo no, era un tema polémico e ineludible, su libro “Coliseo Teórico”. Me pareció llamativo que uso un pseudónimo Nicki Rottenbury, que sería más bien una versión estilizada de su nombre. Durante el verano de 2002 fue nombrada la mayor promesa de las letras latinoamericanas por varias publicaciones europeas. La crítica la llamaba “la enfant terrible del nuevo milenio”. A una velocidad insospechada, se volvía una celebridad, incluso fuera del campo intelectual. Se convirtió la chica de tapa de varias revistas de moda y juveniles. Incluso le ofrecieron posar desnuda en Playboy, pero rechazó la oferta.

—“Coliseo Teórico”. Qué título llamativo. ¿Recuerda la trama?

—Me sorprende que aún atado y sedado persista su cinismo. Si lo quiere escuchar de mi boca, se lo digo. La historia era bastante común a nosotros: giraba alrededor de una especie de grupito de jóvenes intelectuales que empezaba un debate teórico que  desemboca en una pautada, consensuada guerra física por el predominio. A ese estado de guerra intelectual deciden llamarlo “El Sitio”. Era más bien una excusa para un larguísimo debate filosófico en torno a la política y la guerra. En el medio había muchísimos relatos de orgías y torturas, como para mantener al lector interesado. Y lo conseguía, doy fe.

—Suena interesante. ¿Cuál era el supuesto debate filosófico?

—Su argumento era que la sociedad avanzaba en nuevas tecnologías mientras que moralmente retrocedía a un grado de conciencia más salvaje, donde primaban las pulsiones como el poder físico, el sexual y el dominio sobre el cuerpo del otro. Es decir era un planteo hobbesiano puro: refutaba aquello de que el hombre es gregario por naturaleza.

—¿Con alguna crítica a esa hipótesis?

—No, eso llegó a inquietarme y hasta diría darme miedo de Nicki. El suyo era un argumento sin fisuras. Y le ponía toda la rotundez de su cuerpo en las entrevistas televisivas. En las notas periodísticas aun con mayor claridad afirmaba que la figura jurídica de lo razonable, que encara el modelo del “buen padre de familia”, era en realidad un caballero anticuado, homosexual reprimido, al que la ley del Estado lo confinaba a ocupar ese rol. Ese personaje, en su novela era víctima de ensañamiento y vejaciones físicas, por el resto de los personajes de su novela. Allí ella lo relataba como una deliciosa comedia de enredos. Por tales barbarismos, la crítica más adversa la bautizó La Condesa Sangrienta del Siglo XXI.

—Suena muy bien, así es como debe escribir una enfant terrible. ¿No cree?

—Es posible. Pero yo ya estaba sugestionado, me daba miedo. Comencé a tener la idea de que me había vejado o algo así durante mi inconciencia aquella noche. Una vez la vi durante un debate televisivo en un noticiero. Ella estaba vestida de rojo, y defendía su novela de los rótulos de “fascista”, “anti estado” y “pro guerra”, amparándose en que era solo una denuncia social, pero su gestualidad era sarcástica. El periodista le cuestionaba que ella misma poseía una actitud física desafiante y provocativa, acentuada por su vestimenta. A lo que ella retrucaba. Puedo repetir casi palabra por palabra lo que dijo porque me pareció fascinante y aterrador: “Soy miembro de esta sociedad y no puedo escapar a esos estímulos. Reconozco la perversidad y la reprocho, pero yo misma me reconozco una perversa. Me fascina como los caminos del Eros y el Tánatos se unen en las modernas sociedades decadentes. Mi literatura tiene fines descriptivos, turísticos sobre ese “Sitio”. No puedo hacer juicios de valor sobre el paisaje. Solo puedo decir que el paisaje, cultural, político, me excita.

—¿Eso dijo? Brillante.

—Algo así. Podía ser parte de su personaje, de femme terrible, lo que quiera pero a mí ya me tenía demasiado sugestionado. Cada vez que la oía hablar la sentía entrándome hasta la garganta.

—Lo entiendo. Aunque creo que equivoca su blanco teórico. Mejor, mejor sigamos por otro lado: el grupo se disolvió…

—Sí. Luego de aquel fin de semana el grupo iría salteando sus encuentros, con la válida excusa de que estaban cansados por el trabajo. Aunque suponía que ya no les interesaba trabajar junto a un desquiciado como yo. En poco más de un mes, el grupo se disolvería sin una declaración formal de los motivos.

— Eso demuestra que estás completamente loco, Molina. Con el leiv motiv del caso de los exploradores, todos pautamos morir esa misma noche de manera simbólica. Destruir la célula. Mientras que vos, sin que nadie te lo propusiera asumiste el rol del cuerpo desaparecido…

—No, yo solo comencé el tratamiento que me propusiste. El caso mío era el contrario opuesto al de Nicole. La de ella es una historia de éxito supongo. En una reseña de su libro, vos la mitificabas diciendo que ella era la Bram Stoker del nuevo milenio. Eso refuerza mi teoría de que sos el verdadero escritor de esa novela. Creo que te había interesado tanto la idea de La Casilla 13, que la pusiste en el libro, llamándola El Sitio. ¿Me equivoco?

—Yo solo le hice unas correcciones a su manuscrito. Te equivocás desde luego, es tu machismo que no te permite aceptar que una chica como ella sea una genio por derecho propio. Aunque sí hubo algo que hice para mancillar tu ego yo fue mientras…

—¡Basta! No, no sigas. No te creo nada. Tenés que saber que es realmente La Casilla 13: un lugar de condena o redención ¡El Purgatorio!...

—Eso era para vos, Molina, para tu retrasada consciencia cristiana. A partir de entonces, asumiste el papel que yo te había reservado: el del desaparecido, al que se lo lleva la boca de la tormenta.

—Lo que más me molesta de vos es tenés una idea acabada de las cosas. Yo había decidido asumir ese rol, para continuar el juego. Nunca dejé de estar ahí para hacer algunas intervenciones. En una de las tantas presentaciones del libro de Nicki, me presenté camuflado con lentes y gorra y desde las últimas butacas grité: “El Sitio no existe, muerte al fascismo literario.” Y lancé una bolsa llena de pintura roja que estalló cerca de la mesa de los oradores, salpicando a Nicki. Luego corrí hasta que casi se me salieran los pulmones. El entorno de Nicki me corrió, pero los perdí de vista entre las calles del microcentro. No estuvieron siquiera cerca de atraparme. Cuando supe que estaba a salvo, me detuve agitado, y sentí… sentí…

—¿Qué sintió?

—Sentí un gran alivio.

—¿Alivio?

—Lo mismo sentirá usted en 10 segundos, voy a inyectarle un miorrelajante intramuscular.

12. LA CASILLA 13.

El paso final sería lograr lo mismo en el seno de nuestro grupo: que de todos nosotros un explorador ocupe ese lugar. El de “El Cuerpo Desaparecido”, y mediante su propia desaparición ponga de manifiesto que Buenos Aires No Existe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“DOCE TESIS SOBRE LA INEXISTENCIA DE BUENOS AIRES”

                                         por Los Exploradores Sonámbulos, 17 de octubre de 2001.

 

MEDIADOS DE DICIEMBRE

 

El nuevo trabajo en la Defensoría de Menores planteaba para Leopoldo un problema parecido al del juzgado. Era como un bonsái de juzgado. Un Defensor misterioso, éste además era chino. Sí, era chino, pequeño, hermético, vestido de negro. Se hacía llamar Doctor Chen. Casi nunca estaba en las oficinas, El trabajo de Simesko era organizar la documentación para su firma. Chen aparecía y en media hora firmaba todo mecánicamente. Luego se iba caminando como un pingüino con un maletín que nunca abría.

Chen no era el verdadero problema de Leopoldo. Su dolor de muelas se llamaba Mariángeles, una joven abogada que le recordaba a Patricia, a un bonsái de Patricia. Esquelética, malhumorada, siempre haciendo bromas sarcásticas sobre sus problemas de orden y dispersión. Tenía de aliada a una ordenanza, petisa y gorda, que no viene al caso, que ni quiero darle nombre en esta historia.

Le resulta onírico, y a la vez un cuadro demasiado familiar y por eso, aún más delirante.

Esa mañana él entró a la oficina de archivo donde se encerraba a escribir su novela y se dio cuenta de que estaba recortada, mutilada, alguien había estado metiendo mano. Sintió un fuerte brote de paranoia. Salió al pasillo y había varios oficinistas caminando, empleados en otras Defensorías.

Atravesó el pasillo, entró en el humillante baño comunal. Hizo un ademán para encender el cigarrillo, pero tuvo que correr hasta una casilla para devolver bilis en el inodoro. Luego de hacer arcadas, le quedó un hilo de baba y sangre que se despegó con la manga de la camisa. Sintió un nuevo reflujo y vomitó más sangre. Al verla en el inodoro parecía un líquido rojo, similar a una tinta. Se buscó con dos dedos la herida en la mano, y encontró tan solo una mancha de tinta roja. Abrió ambas palmas: había palabras escritas. Eran más que palabras, eran oraciones completas. “Reescribir párrafo”, “cambiar tiempo verbal”, “el escribiente caminó hasta el baño…”, “su reflejo…” “…y enseguida se desplomó sobre el piso”.

Volvió al sector de las piletas y se vio completamente deformado frente al espejo, más pelado, más gordo, más arrugado, con el rostro lleno de globos rojos… Su reflejo lo miró con odio como si él tuviera la culpa de su mal aspecto y le dio un golpe de puño que atravesó el vidrio agua. Leopoldo cayó de espaldas.

—No, mejor se queda parado. Recibe el golpe, pero no logra derribarlo.

Leopoldo se puso de pie, sin incorporarse, sin flexionar las rodillas, como si fuese levantado por una fuerza invisible desde el piso donde yacía boca arriba.

—No, no, en el piso era mejor.

Volvió a caer como una tabla. Quería levantarse, pero estaba tan débil que sólo lograba acariciar los azulejos de la pared. Alzaba la cabeza para mirarse la punta de los zapatos y efecto de la inercia, volvía al piso con un golpe, como si su reflejo continuara dándole trompadas. Se cansó de repetir la misma caída, una y otra vez. Un resto de conciencia le advertía que tantos impactos sobre el cráneo podrían acarrear lesiones cerebrales.

—No, mejor se levanta. Y enseguida se vuelve a caer.

Logró incorporase un segundo y se desplomó como si fuese la última caída. Sus nervios ya estaban hechos trizas.

—Ahora comienza a ver…

Iba adquiriendo la visión más extraña que había tenido en su vida:

—¿Qué cosa?... Mejor no ve nada.

Todo el cuarto —los pisos de cerámica negra, los sanitarios blancos, las paredes descascaradas con restos de pintura de distintos colores— parecía deformarse como si lo mirara a través de un calidoscopio. Instantes más tarde, solo podía ver un manchón oscuro. Tiritaba de frío en el piso hecho bolita.

—No, no, es mejor que haga calor así se sienten los olores nauseabundos.

Empezó a transpirar en posición fetal, se sentía como una babosa que se deshace.

—No, no, esta parte ya no tiene sentido. Tengo que desecharla.

En su estómago se movía algo, produciendo un agudo dolor y ruido tortuoso. Sentía que iba a hacer implosión. Lo mismo parecía ocurrir en esa habitación, las paredes vibraban, se agrietaban. De súbito, la luz del cuarto se enrojeció.

—Todas estas partes marcadas en rojo tiene que volar.

Simesko se miró las manos que se le arqueaban dolorosamente como si las endureciera el reuma. Le latían la espalda y el abdomen se le llenaban de globos. Tuvo la necesidad de abrir la camisa e inspeccionarse.

—Esto no. Esto no. Esto tampoco. Algo con la cucaracha. Tengo que volver a la imagen de la cucaracha en la oficina. ¿Ve una cucaracha en el baño? ¿La cucaracha sale del maletín? ¿Tiene sentido mantener el cuento del oficinista? Es un apéndice innecesario a esta altura del relato, mejor eliminarlo.

Sentía algo justo debajo del estómago, en el costado derecho, una punción, un latido. Al tocarse a esa altura, le pareció que algo se movía dentro suyo. Apenas hundió un dedo, su carne comenzó a deshacerse como una cera. La piel cedió fácilmente, como una asquerosa grasa de pollo. Luego de luchar entre viscosidades, logró tomar su apéndice en un puño. Miró hacía abajo y vio su mano hundida en su propio estómago, hasta la muñeca. Revolvió lo que sentía como una masa uniforme hasta que pudo agarrarla. Tuvo el instinto de extraerla. Inhaló profundo y tiró. El apéndice asomó más afuera, pero no logró desprenderse: hervía, se ampollaba. Entonces explotó, segregando un líquido ácido que en contacto con sus manos le produjo un ardor terrible y que al caer al piso formó un vapor sulfuroso.

—Bueno, mantengo la imagen de la cucaracha. Mejor que sea más de una. ¿Pero de dónde salen? ¿De un zócalo? ¿De un agujero en la pared?

Le pareció que iba a morir. Cerró los ojos, y tomó aire. Sintió la sangre recorriéndole la garganta, y volvió a mirar la herida abierta, de donde escaparon cientos y miles de cucarachas. Manaban como un chorro de agua, hurgando el interior de su vientre con sus patas rasposas. Tiritó de frío, sintió náuseas y rodó por el piso hasta quedar recostado.

—Basta, mejor sigo más tarde, esta parte no la puedo terminar ahora.

 

Ahora el cuarto se iluminaba, el aire se hacía otra vez respirable, los sentidos se aquietaban, y hasta podía escuchar los sonidos del tránsito.

La madre le acariciaba la frente: “Estuvo a punto de ser una peritonitis, mi amor, te salvaste por un pelito, te la sacaron y explotó.”

Ya no puedo sostener más la tercera persona. La miraba a mi vieja con cara de “Mamita, no puedo más, no aguanto más”. Y mi vieja me abrazaba fuerte. Entonces recordó algo. Se apuró para abrir la cartera. Y sacó la carta: VII CERTAMEN LITERARIO EDITORIAL NEW SEARCH. La leí y pensé: quizá haya valido la pena. Me miró de reojo, como diciendo viste que tenía una buena noticia. Pero yo estaba tan exhausto que me había quedado dormido otra vez.

Soñaba que estaba en una isla desierta. Yo era Robinson Crusoe, Arévalo era Viernes. Él me dictó el plan, mientras afilaba su lanza para cazar peces: “Le damos a Lazarte hasta marzo de 2002. Le contamos toda la historia, y si el tipo sigue en su postura, si no pide perdón, si no se pone de rodillas…”

 

 

 

 

 

 

“LA CABEZA ES LA MEJOR PARTE”

 

Pablo Molina está sentado en la sala de espera del consultorio psiquiátrico de Lazarte, fingiendo leer un libro jurídico. En realidad, por sobre el margen superior, estudia los movimientos de su entorno. A los otros pacientes que son más de una docena y hablan desordenadamente, a la secretaria que escucha radio FM a todo volumen para disimular que tiene el teléfono ocupado por motivos personales y al doctor que sale de a ratos para llamar a un nuevo paciente. Agobiado, Leopoldo lanza una mirada que escala con ansiedad el techo, como queriendo escapar. Se queda inmóvil, agazapado en su asiento. Da un suspiro que parece decir: “Auxilio, sáquenme de este antro.”

El antro en cuestión es un dos ambientes en Balvanera, algo venido a menos: algunas manchas de humedad aquí y allá, una estufa a gas, los cortinados deshilachados. Hay un aire a negocio turbio en el ambiente. En la actitud del médico que atiende a toda velocidad a largas filas de enfermos, en la respuesta de los pacientes que parecen querer besarle los pies cuando consiguen su receta magistral. Por momentos la figura de Lazarte se parece a la de uno de esos gurúes del jet set, como el Ravi Shankar. Solo que éste congrega a sus devotos en un dos ambientes mugroso y los tiene a todos sobre medicados.

Cualquiera de sus comentarios al azar es una muestra de su falta de modestia. Por ejemplo, mientras despide a una anciana delgadísima que le da un abrazo y lo trata de “hijo”, él se encoge de hombros y con una sonrisa le habla a todo el auditorio: “Yo solo soy el artífice de un método genial, la verdadera genialidad es el tratamiento. La gente necesita prodigar afecto y descree del poder del pensamiento científico. No soy amigo de los besos y abrazos, pero los recibo como algo positivo dado que son la confirmación diaria de que mi método es una obra maestra.”

Pedante, falso y mentiroso, reflexiona Molina en silencio. Su versión de los hechos es que hace experimentos químicos en humanos. Y los hace formar parte de la escena como si fuesen extras del Mago de Oz, estallando en ovación a su figura. El gris de sus existencias es coloreado cuadro por cuadro a través de sus recetas magistrales. Y en ese estado de felicidad hollywoodense, una chica gordita se pone de pie y le da un agradecimiento, como si entonara una canción:

 

Gracias, doctor

Usted me salvó, la vida me salvó

Ahora ya no siento pena, ni dolor, ni temblor

Y hasta puedo ver los números que marca

Mi reloj, reloj

Molina, en ese cuadro musical en technicolor, es la única figura que conserva sus tonos grises, dado que secretamente dejó de tomar su medicación. Mira con descreimiento. Su madre de chico le enseñó a ser incrédulo: “Es mejor así, no te llevás desilusiones con la vida.” Estoico soporta las ganas de levantarse y gritar en el medio de la sala: “¡Este hombre es un delincuente!”. Está ahí para cumplir una misión que aún no le ha sido revelada. Sabe que quien acusa a otro de un delito sin pruebas puede ser él mismo un delincuente.

Las sospechas de delito vuelan sobre Lazarte como mosquitos y él responde con demandas por calumnias e injurias como la que acaba de presentar contra Canal 13. Molina se enteró de esto días atrás en un noticiero. Varios periódicos levantaban la noticia de un psiquiatra con acusaciones de mala praxis. Se veían un par de testimonios. Como el de la madre de una chica que se había suicidado, un hombre que había asesinado a la mujer en un estado alucinado. Se advertía que los casos documentados eran once. Leyó nota por nota hasta dar con una que incluía el video de la cámara oculta.

En el video una periodista fuera de la escena le preguntaba: “¿Qué le diría a esas once familias?”. Lazarte miraba al centro de la cámara con desafío y sin pestañar decía: “La psiquiatría es una ciencia dura. Como científico investigador considero que cada avance sustancial de nuestra área puede dar lugar a efectos colaterales. Si de unos cientos de pacientes, menos de una docena terminan con consecuencias no deseadas, ¿eso invalida el tratamiento? No quiero disminuir las tragedias personales, pero en términos macros esos casos son meros efectos colaterales. Tengo mi propia teoría, algo polémica quizá: Hay personas que no están preparadas para afrontar el mundo y es poco lo que se puede hacer por ellas. Son como esos cuadros con mariposas disecadas que tengo en la pared a mis espaldas”.

Cuando Pablo Molina regresó de sus recuerdos el consultorio estaba vacío y silencioso. Afuera había oscurecido y las luces de la sala eran de tan mala calidad que le resultaban enceguecedoras. El lugar había adquirido un clima inquisitorio. Se comenzaron a oír los relámpagos de lo que parecía el preludio a una tormenta descomunal.

Molina suspiró hondo. Sintió que se sumergía en la profundidad de la noche. Miró el reloj, calculó que faltaban por lo menos cuarenta minutos más. Siempre quedaba para el final. Lazarte además de la medicación le daba una sesión de terapia con hipnosis. Intentó buscar en su manual jurídico el término “mala praxis”, no podía encontrarlo. A pocos metros de él, desde su escritorio de acero reforzado, la secretaria hablaba en tono de secreto con una amiga.

Justo cuando Lazarte lo llamaba, empezó a sonar un tema de Blondie. Cuando le hizo señas a Molina, le notó el gesto preocupado. Para amenizar le comentó sobre la canción.

 

—¿Escucha? ¿La recuerda?

—Ah, sí. Donna Summer…

—No, es Blondie. Estuvo cerca de todos modos, el sonido de “Rapture” es una imitación del sonido de la música disco de fines de los setenta. La letra empieza relatando el encuentro sensual de dos cuerpos o más, en la pista de baile. Pero va a escuchar lo que convierte a este tema en un clásico de culto.

—Ah, bien. Estaré atento, mientras tanto entre y tome asiento.

—Sí, claro. Oiga: ahí viene el cambio abrupto. Se interrumpen la armonía y la lírica. La cantante comienza a recitar una historia al ritmo del hip hop. Tal vez hable de un viaje con ayahuasca o LSD. La voz pone al oyente en un trance y le indica que está en la ruta en el medio de la noche oscura. El auto se descompone y en el cielo aparece un plato volador. Desciende un marciano y le devora la cabeza. Enseguida el oyente ha sido asimilado por la alienígena y ve desde su perspectiva. El extraterrestre avanza hacia la ciudad comiéndose autos, asesinando gente. Finalmente, sus crímenes se hacen famosos y el marciano se convierte en un miembro del jet set y la televisión.

—¿Todo eso dice la letra?

—Algo así es lo que nos viene pasando…

—¿Habla de nuestro viaje?

—No. Olvídese de eso, yo ya me olvidé. Hablo de un hecho que me sucedió unos días después de nuestra última sesión y se parece bastante a la canción.

—Lo escucho.

—Trato de ir adelante pero me cuesta. Tengo la cabeza ramificada en cientos de pequeñas cabecitas que intentan ir cada una por su lado pensando una cosa distinta.

—Es lógico, Molina. Es una cualidad propia de una psiquis normal: dispersarse en pensamientos laterales. La cabeza nunca está en un solo lado.

—Es cierto. Sin embargo, la cabeza es la mejor parte.

—¿A qué se refiere?

—Contiene al órgano más fascinante: El cerebro.

—Sí, claro. Pero cuénteme qué le fue pasando después de la última sesión.

 

Mariángeles lo había puesto a notificar una pila de dictámenes para el Doctor Chen. Más allá de la queja inicial, él accedió. Se trataba de mandar por correo postal las resoluciones en alguna parte perdida de cada expediente. A eso se dedicó durante el resto de la semana. Hasta que el viernes al entrar a la oficina encontró sobre su escritorio una gran pila de cartas rechazadas. Leyó las etiquetas: “Dirección insuficiente”, “El destinatario ya no vive aquí”, “El destinatario no se encuentra”, “La dirección es inexistente”. Resopló y corrió la pila.

Ella lo miró expectante toda la mañana. Por momentos, Molina sentía que le hacía burla de refilón, abultando la mejilla con la lengua. Cuando la miraba a los ojos, ella se hacía la que leía su monitor. A la hora del almuerzo Molina abrió su tapperware en el que había varias verduras hervidas, tomó un huevo duro, y empezó a salarlo con parsimonia, imperturbable. Su actitud alteró a Mariángeles y fue como un rayo hasta su lado. Lo miró fijo y se cruzó de brazos desafiante. Se sentó sobre su escritorio levantándose la falda para exhibir sus piernas largas y huesudas. Molina se encogió de hombros y la miró como preguntándole qué le pasaba. Ella puso un brazo sobre la pila de correspondencia, con modos felinos que la hacían verse como Rossi de Palma. Finalmente soltó: “Uy, pero cuantas cagadas, estás en el horno. Sabés qué… Yo misma te las hice, inspirada en tu estúpida novela. Pienso hacerte tus días acá un infierno, así que andá pensando en renunciar.”

Cuando el joven llegó a su departamento tuvo la sensación de que entraba en una pesadilla. Había decidido terminar con todo. Sobre la mesa de cocina destapó una botella de vino tinto y comenzó a picar sus somníferos para verterlos dentro. Mientras picaba, le daba sorbos a una copa de Malbec y fumaba marihuana. De repente se sintió mareado. Se arrastró hasta el sofá y cayó fulminado.

Soñaba con el momento en que abría la puerta de La Casilla 13 en el juzgado. Los papeles de diario en el piso, las paredes en blanco. Entendía que algo faltaba, algo que había sacado de su mente. ¿Dónde estaba lo que había querido olvidar? Entonces la vio. Era una cucaracha gigante. Tenía el tamaño de un sofá de dos piezas.

Sonó el teléfono y Molina se despertó murmurando: “No lo soñé, no lo soñé...” Miró el reloj. Eran pasadas las doce de la noche del viernes.

— ¿Señor Moliner?

—No. Soy Molina. Pablo Molina.

—Ah, sí eso. Lo llamo de parte del doctor Wolf. Dice que lo espera.

—¿Qué… me espera?

—Se acuerda que hace cosa de un año usted quería hablarle y le dije que estaba con trabajo. Lo había puesto en la lista de espera. Ahora me dice que venga nomás, que le puede hacer un lugar.

—No entiendo. ¿Es una broma?

—Si quiere corte y llame a la recepción del Edificio de Avenida de Mayo 757, es el interno 112.

—Hagamos eso… —colgó y marcó el número — Hola, ¿es usted Gómez?

—Él mismo. Si se decide a venir métale porque el Doctor dice que en media hora tiene Asamblea.

— ¿Asamblea? ¿Un viernes a las doce de la noche?

—Es que son Las Asambleas de La Noche.

—Mire, yo trabajé ahí más de un año y nunca supe nada de que se hicieran unas asambleas de madrugada. ¿Desde cuándo?

—No es que se hagan siempre de madrugada. Ésta sí. Les pusieron ese nombre, vio. No supo porque era un tema confidencial. Ahora lo autorizaron a formar parte. Si me confirma que viene, lo espero.

 

Molina confirmó. Faltaban veinticinco minutos para las doce y media. La calle estaba oscura y desolada. Enseguida paró un taxi que parecía sacado de una escena londinense de los años setenta. Conducía una mujer rubia de unos cuarenta años. Todo en ella parecía fuera de lugar para un taxista de Buenos Aires. Llevaba el pelo largo y recogido hacia atrás, gorra con visera y guantes de cuero negro. Lo miró a través del espejo retrovisor: “¿A dónde, caballero?”

Avenida de Mayo 757. Tocó timbre. Le temblaban las mandíbulas de los nervios. Salió Gómez, gesto adusto, dio una última pitada al cigarrillo y lo aplastó en el suelo. “Se le hizo tarde, don. El jefe ya se retiró del despacho”. Molina lo miró desconcertado, él le devolvió una mirada parecida. Se hizo un largo silencio, hasta que dijo: “Sino le molesta lo puedo hacer bajar hasta el tercer subsuelo donde se hace la Asamblea. Eso ya es cosa suya, a mí me dejan bajar hasta la puerta del ascensor.”

En el ascensor reservado para los jueces, Molina vio un botón que señalaba un tercer subsuelo que desconocía.

           

—Bajé al tercer subsuelo. Al entrar sentí una fuerte claustrofobia. Era un espacio circular, rodeado por gradas de piedra en declive como los antiguos anfiteatros griegos. Ni bien bajé del ascensor di con la tribuna más alta. El techo me quedaba por debajo de mi estatura. Permanecí agachado hasta que encontré lugar en las gradas. A mi alrededor los miembros de la logia vestían togas negras y unas máscaras enrejadas como las que se usan en esgrima. No emitían palabra. Todo esto le daba un aire aún más opresivo al lugar. No podía saber si me miraban o qué, pero nadie parecía estar molesto por mi presencia. Cuando me animé a asomarme y mirar hacia abajo, sentí vértigo. Había por lo menos treinta hileras en un descenso pronunciado. Ni bien pude enfocar la mirada, vi el centro de la Sala. Un tribunal presidía la asamblea. Eran caras muy familiares. El Doctor Wolf, el Doctor Chen y el Doctor Francese. Cerca de ellos en un pupitre con una máquina de estenográfica, estaba Patricia, que oficiaba de escribiente. Lo realmente aterrador fue ver a Patricia de falda corta y por debajo de ella: sus patas de cucaracha. Finalmente lo supe, Patricia no era una gárgola, era un híbrido de mujer y cucaracha. Ella tomó un micrófono y dijo: “Miembros del Tribunal Superior, hombres y mujeres, cucarachas, híbridos… Estamos todos presentes para celebrar una nueva Asamblea del Círculo de la Cucaracha. Esta es la asamblea tres del año dos mil novecientos setenta y ocho. El motivo de esta deliberación es la inclusión de un nuevo miembro. El señor Pablo Molina, escribiente de la Defensoría de Menores del Doctor Gervasio Chen, miembro de nuestro excelentísimo tribunal. Si están todos a favor, daremos comienzo a la sesión.”

—¿El Círculo de la Cucaracha?

—Es una logia esotérica ancestral, más antigua incluso que la masónica. Como dijo Patricia está formada por cucarachas, personas e híbridos que son el resultado de la cruza entre los humanos y la cucaracha Reina. ¿Quiere saber cómo siguió la Asamblea?

—Sí, claro.

—Wolf que era el presidente del tribunal, me explicó que me darían la palabra para preguntar todo lo que pudiera darme certezas a fin de poder decidir si quería formar parte del Círculo. Yo hice uso de mi derecho.

—¿Y qué preguntó?

—Mi primera pregunta fue: “¿Esto es una pesadilla? ¿Estoy soñándolo?”

—¿Y qué le respondieron?

—Tomó la palabra Min, fue ahí que se quitó la máscara y respondió con una murmuración insectoide muy larga. Patricia lo tradujo: “La respuesta es no. Esto no es un sueño: es real.”

—¿Qué más preguntó?

—“¿Es La Casilla 13 el Purgatorio?

—¿Y qué respondieron?

—Qué no. En los rituales de iniciación la Reina Madre usa un cuarto cualquiera para entrevistar y elegir al candidato para la membresía. En mi caso, había decidido tomar un cuarto de mantenimiento y nombrarlo así, a modo de homenaje.

—¿Qué más preguntó?

—Les pregunté en qué consistía concretamente el ritual de iniciación.

—…

—Me respondieron que era una cópula. Una relación sexual pero del tipo que tienen las cucarachas entre sí o los humanos entre sí. Era una cópula híbrida. Donde la Reina devora al candidato y lo regurgita dejándolo amnésico, o mejor dicho, casi con apenas un vago recuerdo.

—No entiendo.

—Yo tampoco entendía. Me explicaron que el recuerdo borrado de la cópula con la Reina Madre, había sido reemplazado por todas esas visiones que había tenido en la Casilla 13. Eran fantasmas. De algún modo extraño, la relación sexual con ella me había abierto la puerta al Más Allá. Al Otro Lado.

—¿Muertos? ¿Fantasmas? ¿Preguntó algo más?

—No. Había quedado rígido, entumecido de miedo.

 

Y ante el pedido de Lazarte, Molina describió con todo pormenor el acto erótico de la Reina, que por preservación de la salud mental del lector no será repuesto en su totalidad. Sin embargo, cabe aclarar ciertas cuestiones que son necesarias a fin de comprender lo narrado en capítulos anteriores.

La transmisión de información genética se realiza a través de una sustancia líquida que emana a través de un pico parecido a una jeringa que está alojado en una de sus tantas patas. Con el tiempo, el calor y la humedad esta sustancia produce cientos de ootecas bajo la epidermis del infestado. Al nacer las pequeñas crías adquieren la autonomía de un enunciado negativo o malicioso, y entonces es necesario desalojarlas por cualquiera de los orificios del cuerpo humano. El sexo anal es un método que eligen muchos iniciados a fin de expulsar sus cucarachas de modo más rápido y económico.

Antes de dar por terminada la cópula y regresar a su madriguera para aletargarse por el resto del invierno la Reina deja una marca sobre el cuerpo del iniciado. En el caso de Molina, su elección ha sido despellejar a dentelladas su rostro. Luego los miembros del círculo se encargaron de disimular fabricando para él una máscara de goma que puede removerse fácilmente y volverse a colocar con un poco de gel frío.

 

—Tome, téngala entre sus manos, es una goma muy suave.

—No, no, no deseo tocarla.

—Está bien, tranquilícese, Lazarte. No es para tanto.

 

La secretaria golpeó la puerta. Le avisó que se iba, sin abrirla. Le dijo que estaba apuraba porque se estaba largando a llover. Que le dejaba la caja del día en el segundo cajón. Se despidió agregando que no se quedara hasta tarde: “Se venía el cielo abajo.”

 

—¿Se siente mal Lazarte? 9, 8, 7 ¿Se siente mareado, su visión se nubla?  6, 5, 4. ¿Le cuesta mantenerse de pie o erguido? 3, 2, 1… Está necesitando recostarse sobre el sofá… Hágalo. No se resista, yo lo ayudo. Ésta es la última parte, se lo prometo.

—Tengo mi pistola bajo el saco. Voy a usarla.

—No puede, Lazarte, le pesan tanto las extremidades que no puede sostener siquiera un fósforo. En este momento soy yo quien lo domina. Jamás imaginó que se iban a invertir nuestros roles, ¿no?

—Usted no me intimida, es incapaz de matar una mosca.

—Nadie me cree capaz de matar una mosca. Pero antes de entrar al Círculo, Yo ya era un psicópata consumado. ¿Se acuerda de mis fantasmas? Por algo me acosaban. Simezsko: Fui yo quien incendió su casilla. La Casilla 13. Ailén: Me parecía la reencarnación de Elena, mi vieja novia. Esta vez no iba a dejarla ir: ella también tuvo un su paso por el fuego. Después la enterré en el patio trasero del edificio. Por último, Arévalo: yo continué el trabajo que había empezado su mujer. Ese tipo al parecer no terminaba nunca de morir quemado. El día que me dispuse a matarlo, su destino se me adelantó. El salió del bar de Tribunales, se echó a correr. Yo tuve que correrlo varias cuadras. Pensé que iba a sobrevivir porque era difícil alcanzarlo pero un taxi lo atropelló. Ahora es su turno.

      —No le creo nada. ¡Nada!

—Hombre de poca fe. Confíe en mí. No va a doler. Solo voy a abandonar el tratamiento.

—¿Por qué motivo?

—De repente siento que tengo mi psiquis ordenada, confío en la ley, el orden, el Estado. Además el Círculo de la Cucaracha me pidió especialmente éste último sacrificio.

—¿Qué me va a hacer?

—Mire mi reloj usted se va a dormir al ritmo de Blondie. Antes quiero que sepa esto: en cada rincón del cuarto están las cucarachas. Todas esas ideas prejuiciosas, arbitrarias, nocivas para mi salud. Las siente, las oye, son miles y miles, están bien domesticadas y se han mantenido quietas y escondidas en su despacho. Ahora van a volver al que las hizo crecer en mi interior.

 

Al ritmo de Rapture, Lazarte cayó desmayado. Cientos de cucarachas se fueron alineando y, como si realmente bailaran, avanzaban hasta la boca abierta de Lazarte y se zambullían mientras él permanecía semiconsciente y paralizado. Molina se había sentado a su lado, con una mirada comprensiva, cada vez que él se despertaba le extendía un vaso de agua. “Tome, beba, le faltan unos cientos más”. Hasta que escupiendo algunas cucarachas, Lazarte sacó el revólver de su pantalón y dijo: “Ni una más.” Y se disparó en la boca.

A esa hora ya no quedaba nunca nadie en el edificio, no sintió necesidad de salir corriendo despavorido. Miraba la boca ensangrentada y con algunas cucarachas debatiéndose entre ingresar o salir, la masa encefálica en el parqué. Se preguntaba: “¿Tendré que limpiarlo? ¿Será poco profesional dejar todo así?”

Luego de meditarlo, Molina decidió revolver todo el departamento como hace la mafia cuando perpetra una vendetta. Luego, con gasas y alcohol de quemar que tomó de un botiquín, convirtió la cabeza de su psiquiatra en un gran mechero que encendió con el mismo fósforo que usó para prender un cigarrillo. Molina no fumaba, pero le pareció que le daba un aire elegante a la situación. Mientras la cabeza seguía ardiendo como una antorcha, fue hasta el escritorio le desordenó los papeles y vertió un tintero con pluma que tenía de adorno. Se mojó los dedos de tinta y sobre una pared escribió: BUENOS AIRES NO EXISTE.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ÚLTIMA SESIÓN

 

—Y así fue, Arévalo, le conté hasta ahí mismo con parsimonia, y el tipo nada, ni un asomo de culpa. Le dije: ¿Se arrepiente de todo lo que me hizo? Y el tipo nada, era un psicópata. Ayer, 1° de abril de 2002, fue mi última sesión con Lazarte.

—Me alegro de que haya visto con claridad lo que venía diciéndole. ¿Cómo fue la última sesión?

—Le conté un hecho laboral que me parecía relevante. Lo de mi ingreso en la logia y todo eso. Y le dije que no quería seguir con la terapia ni verlo nunca más.

—Lo felicito. Por fin.

—Gracias a vos, Arévalo. Por ayudarme a abrir los ojos.

—Date las gracias a vos mismo. Va a ser igual que si me las estuvieras dando a mí, amigo.

—Entonces, Arévalo, déjame brindar con este chop de cerveza bien alto. A ver… Sí: por el Doctor Francese, porque sin él nunca nos hubiéramos conocido.

—Yo quiero incluir en el brindis al empleado de limpieza, quien quiera que haya sido, por guiarte a la puerta de La Casilla 13. Sin él jamás hubieras accedido al conocimiento del bien y el mal.

—Es cierto. Brindo por ellos dos, donde quiera que estén.

—Y bien: ¿qué enseñanza le deja todo esto?

—Que uno debe aprender a aceptar su sombra. Me refiero al lado oscuro de uno.

—Estás hablando concretamente de…

—De mi döppleganger, de vos, Arévalo. Si uno no reconoce su propio lado oscuro, está a merced de lo peor del mundo. Por ejemplo, tipos de la calaña de Lazarte. Entre él y yo, la relación médico-paciente tenía la dialéctica del amo y el esclavo. Lazarte se regodeaba volviéndome loco y no iba a parar hasta que me suicidara, como ya había hecho con otros antes de mí. En fin: una tortura que duró más de un año, de la que finalmente salí… digamos, airoso.

—Perfecto. Es una buena moraleja: aceptar el lado oscuro de uno mismo.

—Así y todo, hay cosas, detalles, que no me cierran…

—¿Por ejemplo?

—Al principio yo me resistía a tu presencia, y vos perseveraste hasta ganar mi confianza. ¿Qué te hizo apostar por mí?

—Trabajo para la Justicia y para Wolf en particular. Lo más conveniente era hacerte creer que estábamos desentrañando una logia secreta. Vos eras un chico muy idealista y todo lo que fuera un poder instituido te rebelaba, nunca ibas a aceptarlo. Entonces creamos la ilusión de la conspiración, La Casilla 13, todo eso. Ahora entendés que no hay nada de malo en pertenecer a la logia. Sos un joven recién iniciado que está aprendiendo a hacer uso de sus talentos.

—¿Soy un aprendiz aún?

—Tuve asignada la tarea de ser tu guía desde el día que nos vimos en el Patrocinio del Poder Judicial hasta este mismo momento. Cuando salgamos del bar ya no nos veremos nunca más. No porque haya desaparecido sino porque vamos a estar unificados bajo tu piel. Así que acostumbrate a no buscarme más en los reflejos de los vidrios y los espejos. De ahora en más las respuestas a tus preguntas las tenés vos mismo.

—Voy a extrañarte, José. Y también voy a extrañar al loquito de Simesko, el sí que se comportó como un santo. Es hora de volver a ser yo mismo, Pablo Molina, para siempre.

—Así me gusta oírte. Sin nostalgia.

—Solo me pregunto si volveré a ver a Ailén…

—¿Te gustaría?

—¿Qué se supone que debo hacer? Yo le dejé en claro que la quiero…

 —Quién sabe, quizá tengas suerte y el día menos pensado la tengas otra vez golpeándote la puerta.

—Ojalá.

—¿Seguís pensando en terminar “Buenos Aires no existe”?

—No, de ninguna manera. Porque el que escucha el relato de La Casilla 13 termina muriendo. Y a mí ya no me cabe un solo muerto más en el placard. Cuando decidí  abandonar a Lazarte me dije que lo iba a hacer de un modo original, quería dejar un rastro, una huella, una última manifestación de Los Exploradores Sonámbulos. También me convencí de que él sería el último sacrificio. Por lo que no pienso seguir escribiendo esa novela. Aunque la frase me gusta, la usaré para algo.

—Me parece una buena decisión, Pablito.

—Gracias. Una última pregunta: ¿Es así nomás: no existe Buenos Aires?

—En parte es real, en parte no existe. Podría decirse que es un purgatorio lleno de almas perdidas. Pero vos ni te preocupes por eso, paseá por Buenos Aires como un turista. Sin horarios, ni apremios. De a poco vas a ir conociendo sus códigos y secretos.

 —Sí, entiendo. Solo me preocupa que… ¿Creés que alguna vez Lazarte vuelva a cruzarse conmigo?

—No, él ya entró al infierno, Pablito.

—Qué alivio, Arévalo. Pago y nos vamos, ¿te parece? Quiero dejar de dar vueltas y ponerle fin a un tema.

—¿A cuál?

—Cómo no voy a seguir con la novela, quería publicar algo por lo menos. Me quedaron los poemas que escribí durante mis días de insomnio. Le escribí a una editorial y tengo que juntarme a charlar sobre la edición. A mí me parece que se pueden publicar, como para darle cierre a todo ese delirio del escritor que tenía. Los edito y chau, etapa cerrada. Pienso titular el libro “El Escribiente”.

—Me parece genial.

—¿El título?

—No, que quieras cerrar esa etapa. El título no está mal tampoco.

—Sabés, cuando viajaba para acá, en el subte A, presencié un episodio patético. Dos escritores del underground se agarraban a trompadas por no sé por qué idea robada. Me pareció tan… estúpido. Las ideas no son de nadie, decimos los anarquistas.

—Es cierto. O por lo menos suena bien. Quizá también puedas inspirarte y escribir otras cosas que nada tengan que ver con esto, ¿no?

—Sinceramente, no lo creo. Es un rasgo de mi educación católica: No sé mentir bien.

 



[1]1Nota del editor: Texto original de fecha del 5 de febrero de 2001. Firmado por Leopoldo Simesko. Publicado por Editorial New Search el 2 de enero de 2002 en la antología de NARRATIVA JOVEN Volumen XIV.