EL
ESCRIBIENTE
Pablo "Keyes" Mûllner
EL ESCRIBIENTE
FLORA Y FAUNO
EDICIONES
NOTA DEL
EDITOR
El escribiente no es un poemario, es la divulgación parcial del “informe para una
academia” redactado en versos.
Escrito en el transcurso de
trece noches de insomnio y reclusión en el cuarto materno, este libro compila
visiones caóticas de un pasado inmediato, que ordenadas permiten una revisión
del borroso origen de un personaje signado por el secreto. Transitando los
lugares ya vistos con una mirada sonámbula el escribiente ve el oculto
entramado que une cada ámbito de su existencia, y así reinterpreta sus actos
cotidianos como parte de una simbología personal. Resultado de tales tareas –anotar, fichar, tener en cuenta- el
informe es elevado a “la academia”, que en las asambleas de la noche, decide su
regreso al día. Con la sola condición de no instruir a otros en el secreto, le
es permitida la escritura, y lo que ella dice: actos de venganza privada.
Es así como este volumen, autorizado para su distribución, circulará
en forma comercial con el solo “pretexto” de llegar a manos de aquellos sobre
los que se ha dictado la sentencia.
El insecto ha salido de su cuarto e informa de sus movimientos.
“Reveo
esa figura: ¡pálidamente pulcra,
lamentablemente decente, incurablemente
desolada!”
Herman Melville, BARTLEBY.
capullo
1.
parto
sí,
de medianoche succión y parto
¿pero
quién fui antes?
arranco
mi bozal
digo
por primera vez la sed y la palabra
garganta
precipicio digo “tengo sed”
y
huyo de la casa poseído
persigo
al lobo
una
pira de ojos funerarios
sobre
la pelambre ensangrentada
¿quiero
demasiado?
todo…
menos dormir
al
arrullo del empedrado
el
barrio exterminó cada viuda
cada
familia eslovena
exterminó
la mía
sobreviví
a todos
y
sobrevuelo
cortando
el aire negro
terriblemente
sólo
veo
los techos planos
veo
basurales
lomos
de autos
una
a una las luces de los postes
como
cirios las apago
y
por donde voy entrego sombra
ausculto
a cada durmiente
a
través de las paredes
(necesito
entender más el silencio)
escondidos
hay
engranajes
esto
es el turno de la noche
cumplo
instrucciones
mi
mano acaricia el secreto florecido
lo
invadí de súbito
húmedo
y frágil
como
un ángel
su
himen
bajo
mis yemas se desgaja:
se
abre
es
mío
se
cierra
la
beso
y
otra vez vuelvo
a
remover cada membrana:
cercos
paredes camas sábanas piyamas
a
tornar al inicio
donde
alrededor todos dormían
sin
dominio
alguien
tiene que conducirlos hasta el jardín
enjuagarlos
con el agua de los bautismos
con
lo que yo sé los salvaría
dictaminaría
un evangelio
esta noche puedo eso exactamente
y
no quiero
tengo
un motivo o tengo miedo
no
hay diferencia
de
pronto con caparazón y tan chiquito
me
repliego…
2.
me dan ganas de mentir
de ser inventor a veces
Pero
a mí no me hicieron para eso.
A
mí me nombraron
penitente
escribiente.
Así,
en las asambleas de la noche
me
asignan los trabajos de vigía
-anotar,
fichar, tener en cuenta-
Son
tareas lunares
y
como en las horas del juzgado
mi
desempeño es invisible
pero
alguien tiene que…
y
por eso, ocupo el puesto
me
uno al ectoplasma obrero
y
aunque años atrás las fábricas hayan cesado
repongo
el sonido
para
que otros oigan
la
mecánica del trueno.
Enseguida
me deslizo hasta los dormitorios
sin
un murmullo
con
paso de ángel
cucaracha
y
tomo audiencia a los que sueñan
cambio
de posición sus ojos y sus cráneos.
Cada
visita me da otro panorama
yo
nunca trato de saber
cuál
es el verdadero.
Pero
en las horas donde algo terrible acecha
y
los chicos en la calle componen
su
canción larga de resaca
mi
pensamiento sujeta al barrio
le
pone orden y lo parcela.
Con
paños húmedos limpio las heridas
limpio
y desinfecto
los
pies sangrantes de San Justo.
¿Podré
resucitarlo?
no
lo sé, o lo sé
veo
a San Justo el niño mártir
envuelto
en bolsita negra de basura
decapitado
¿o
es que la cabeza aún no le crece?
yo
solo digo lo que veo
digo
solamente una palabra
“capullo”
una
palabra
que
nadie entiende.
3.
Hubo
un deseo muy grande
que
iluminó la cocina
como
ningún sol.
Tuve
vergüenza de decir:
“Mamá,
es mío.”
Y
aunque me sabía solo en la casa
salí
al patio con miedo de despertar a alguno.
Salí
a escuchar el naufragio de las viudas
el
rezo en lenguas
en
lo más profundo.
Me
dieron ganas de arrodillarme
hundirme
yo también en esa fiebre.
“Debe
ser el Pentecostés” me dije.
Y
mi pequeña llama fría
me
llevó desnudo por la catedral
a
copular con la gracia.
Buscaba
la combinación secreta
la
conjugación que abre.
Pero
me detuve un paso antes
y
presencié al Ángel
-era
el de la Guarda y también el del Exterminio-.
Reconocí
su voz.
(yo
nunca la había escuchado.)
Pero
tenía método
tenía
cierta lógica.
Su
insignia flameaba adentro mío.
Dijo
el derecho y dijo: “Ésta es tu misión”
Y
todo tornaba a su lugar de ensueño:
el
silbo del viento
el
grillo
un
rumor de pájaros en vaivén.
Pero
en la esquina más oscura
el
lobo se hizo evidente:
abrió
su ojo único.
Me
detuvo.
Me
devolvió a la tierra
(más
abajo que la tierra.)
Erigido
como ídolo
me
parecí hermoso
como
Rimbaud prometiendo
posesiones
fornicación
de cine continuado
látex,
aguja, cuero.
A cada lado
todo me rogaba
“no
caigas”
“no
te eleves”.
Y
yo con mi sonrisa extraña
sin
decir qué
familia
yo soy el bicho
¿se
dan cuenta?
4.
esparcieron
el rumor
como
un incendio
“algo
le pasa.... es muy callado”
“lee mucho”
algo
pasó conmigo (no me acuerdo qué)
dejé
la casa en silencio
(cuando
abandono un lugar -creo-
siempre
una parte mía se queda
muriendo)
Y
pensé: “Mi territorio es de noche”
No
ésta, ni aquella noche
sino
la otra orilla
la
de los gatos en celo.
¿y
el niño?
tiritaba
bajo cartones en la vereda
¿y
la mujer?
había
enterrado la cabeza en su propio sexo.
Sin
embargo digo sólo la anécdota.
Soy
la periferia del secreto
el
silencio filoso que merodea el centro.
5.
es muy tarde y me llaman a
cenar
bajo las escaleras
y tengo miedo a todo:
que me miren a los ojos
al murmullo de la lluvia
a chocar con un espejo.
Me muevo a tientas
como si a cada paso
descubriera una señal:
mamá es demasiado pálida
en la cocina
maquilla de rojo sus muñecas
en el patio
papá construye el árbol
con muebles viejos.
Una vez alrededor de la mesa
quieren que dé las gracias
y yo improviso un texto:
“Este es el pan de nuestra
carne.
Este vino, sangre nuestra.
Somos uno en Él.
Uno los tres. En Dios
se unen los opuestos”
Esa figura me enferma
y hago la disección prolija
sobre el plato.
Mientras trago el primer
bocado
fantaseo la hora en que los
llevo al dormitorio
los velo
y salgo a la calle húmeda
la boca llena de Dios.
6.
haber
andado sombra y confusión
tras
el arquetipo
y
al mismo tiempo contraerme
sólo
de imaginar la mano paternal
acariciando
cada cerrojo.
La
misma piel refiere el hecho:
amputé
el lugar donde hubo intruso.
Cerca
de ahí vería la zona
mi
templo intacto protegido por incendios.
Pero
esa noche
a
gritos pensé “¿estoy condenado?”
porque
desnudo y en la calle
el
deseo era ofrecido
con
ese olor a sutura
que
enviciaba todo el aire.
Me
pareció, detrás de cada falta o caída
por
más lenta y delicada y aséptica que fuera
bajaba
enseguida Dios
o
un ave suya
a
perdonarnos.
Ni
siquiera habiéndolo creído me detuve
o
elegí otro camino.
Lo
seguí ciego
Lo
seguí
-igual
que Alicia-
cruzando
con las manos el espejo:
7.
Es
dormir el objeto más extraño.
Lo
traerá el viento de la madrugada
hacia
terreno infecundo
del
otro hemisferio.
Antes
de tocar mi frente
sus
dedos tibios hacen la lluvia
pequeña
y musical.
Podría
darle caza en una caja de zapatos.
Y
todos los animales de la liturgia
se
pasean inquietos por mis subsuelos.
-
¡Empujá toda esa abstinencia bajo la lengua!
dice
papá.
Y
no parece justo
interrumpir
la vida de ese modo.
Pero
hay noches que él me alcanza,
apoya
sobre mi pecho su Biblia
esperando
sienta el peso de La Palabra.
Yo
sueño un caldo espeso:
gusanos,
sapos, elfos.
Y
bajo a las cuevas.
Las
colmo de porcelanas y de cristales,
de
juguetes
espejos,
tapices, incontables bienes.
Sin
embargo, nunca creo la propiedad privada.
Alguien
me indaga ahí dentro
¿una
mano intrusa?
¿algún
vecino?
¿alguien
que con tijeras irrumpe a mutilar?
AVE HITCHCOCK
Desperté tan profundo
dentro del sueño, que ni siquiera tenía ojos. Empuñé tijeras y recorté dos
agujeros. Después pensé: “Dos no, mejor uno –qué sentido tiene que sean dos si
después ambos cuencos siempre se unen en una misma visión.” Me levanté del
lecho y volando, me puse a correr. Al contrario del “soñar despierto”, esto era
cómo andar sonámbulo dentro del sueño. Tenía el escenario planteado desde la
última vigilia, cuando había visto una maratón de Hitchcock por televisión.
Entonces las imágenes por las que me movía eran en blanco y negro, el estilo de
los años cincuenta, todo rodeado de un marco vaporoso, como corresponde a las
secuencias oníricas.
Ahí estaba Norman Bates charlando con la rubia
en un sofá rodeado de cabezas de animales disecados. Me acerqué para oír, pero
su diálogo no era susurrado siquiera, estaba en “mute”. No había sonidos, y en
cambio las conversaciones estaban señaladas en las letras doradas, como de
cobre. Pero mientras las bocas se movían con parsimonia, el subtitulado
avanzaba tan rápido, que no alcanzaba a leer. Trataba de atrapar las oraciones
con ambas manos para saber que decían, y para eso sujetaba la tijera
transversal entre los dientes. Sin haber podido leer una palabra, un ruido a
campanas me impulso a salir corriendo de esa habitación. Me fui sin sentir que
me perdía nada. Sabía cómo iba a terminar: apuñalamiento en la bañera, la
sangre se drena por el desagüe, se fusiona con el ojo de la rubia. Amén.
Afuera de la habitación del
Motel Bates me encontré en medio de una noche cerrada, helada. Descendiendo por
empedrados húmedos, hacia abajo creía ver el Puente de la Autopista. El
escenario de San Telmo era inconfundible. Bajaba a toda velocidad, tratando de
ubicar el lugar de donde procedían las campanas. Al mismo tiempo que era guiado
por un rastro de letras doradas. A lo lejos la escritura iba lenta y campante
como una caravana de luces, pero en una dirección rara... no la izquierda, no
la derecha, era una dirección que se le negaba en todos los ángulos... Era tan
frustrante que me decía: “Si en algún momento las logro atrapar, las apuñalo
con estas...” Entonces intenté balbucir un insulto en voz alta, y descubrí
que las tijeras había descendido varios centímetros por mi garganta: “Qué
peligroso correr con tijeras en la boca, si llegara a tropezar quien sabe cuan
profundo se clavarían, así soy de descuidado... Y después me quejo de mi mala
suerte”. Pero por otro lado, razonaba: “Las
cosas siempre se vuelven complicadas cuando saben que uno tiene apuro. ¿Pero
tengo apuro? ¿Cómo saberlo? Si todavía no logro despertar.”
Lo que era seguro era que
las campanadas se volvían más fuertes en esa dirección, me parecía lógico que
daría con una torre de iglesia con un gran campanario, detrás del puente. Me
entusiasmó esa idea, y aceleré aún más el paso. Así, anduve un buen rato hasta
darme cuenta de que no avanzaba hacia ninguna parte. Corría, al tiempo que el
empedrado retrocedía como la gran cinta de montaje de una fábrica, dejándome en
el mismo lugar, o incluso más atrás que antes. Y en esa lucha por ganar la
carrera, me sorprendió el amanecer, sobre un alto desde el cual se divisaba la
ciudad. Se veía San Francisco, ¿cómo era posible? “¿Que hacé el Golden Gate
acá? Acá es otro santo, es San Telmo.” Lo único cierto es que el paisaje
real era el cielo, la tierra –como siempre- era la distracción.
Era un dorado
incandescente. No había un sol preciso, era más bien una fundición, un gran
crematorio. Todos los pájaros que volaban en ese instante parecían haber salido
a suicidarse. Ahí, entonces, supe con corrección -sin leer, quizá sin entender-
lo que se me había encomendado. Había perdido ya las letras, y con ellas, toda
pretensión poética. El cielo mismo ahora me hablaba, con voz femenina: “Apuráte, Pablo, ya son casi las siete…” Y
fue ese llamado lo que me habilitó a moverme hacia adelante. Inicié la
peregrinación. Caminé y caminé, recto y encorvado, sudando y gimiendo, con los
pies y con las manos, y ahí estaba, en la blanca iglesia. Había pasado la
misión, y me encontraba a punto de cumplir la otra misión, la que me tocaba. Y
subí por escaleras en caracol hasta el campanario. Escalón por escalón, llegué
al primer descanso, pero no me detuve a descansar, y enseguida llegué al
segundo, y fui sin parar hasta el último... Se me ordenó no mirar abajo, pero
por un instante lo hice, y vi lo que los ojos de James Stewart cuando ven la
pendiente de las escaleras en caracol: efecto contra-zoom. Sensación de
vértigo. Extraño efecto para una escena así de clásica y antigua. De los años cincuenta.
Volví a mirar adelante y llegué a la cúspide del campanario. Fui directo al
borde, y al borde de caer, se ejecutó la música. Violines punzantes,
aguijoneándolo. Composición original para asesinato en una bañadera. “Esto está mal –me dije- corresponde a otra escena. ¿Estaré
psicótico?”. Estático, empezaba ya a tomar otra vez un envión interno -todo
un mar revolviéndose en mi estómago-, cuando aquello se posó en las barandas.
Lento, como una pluma desciende, vino a mi encuentro y en silencio se posó. Era
un pájaro, no supe cuál. Pero era El Pájaro, de entre todos los pájaros que
vino como emisario, extraído de su bandada, y enunció: “Hasta que la muerte
los separe.” Me quedé, no me animé a preguntarle: “¿No es “por siempre
jamás”?”. Pero con la tijera aun
en mi poder me preparé para atacarlo si se acercaba un centímetro más. Y
escrutándome, de perfil, el ojo tieso -no sé si pasaron horas o minutos, porque
todos los relojes, incluso el de su mesa de luz, se habían detenido-.
Finalmente un llamado me
sacó de mis cavilaciones: “Apuráte,
Pablo, ya son casi las siete…” Esa voz de mujer, me hacía despertar y
comprenderlo todo: no había infierno, ni tampoco cielo. En todo caso, todo
pasaba por mi asentimiento. Supe que en poco tiempo, vendría otra vez hasta ese
lugar, ya no a hacer este ensayo general. Y por más que receloso, no quería
entregar mi arma de defensa contra el Pájaro del Por Siempre Jamás, ahora no me
quedaba otra. “Para eso te las pedía”:
me decía, de blanco, ella, y me sacaba de la mano, para recortar unas hilachas
de su largo vestido de casamiento.
juzgado
8.
ser
escribiente
del
juzgado
sin
un proceso
la
condena:
yo
una epidermis
que
no contiene
que
no tiene
nada
que dividir
entre
adentro
y
alrededor
solo
busco el blanco
perfecto
un
telón de silencio
pero
las jaurías
no
se callan
piden
¿qué?
¿distribución?
Mejor amordazar.
Extirpar
sus corazones.
Remover
el barniz para descubrir:
Sin
su coraza el órgano es tierno.
Durazno
carnal.
Saboreo
su sangre
tibia
entre los dientes.
Con
los huesos sucios de la manada
desde
el distrito hacia la zona
fabrico
un puente.
9.
nueve veces conté cómo
recelo y cerrojos
mamá
guardaba y guardaba.
Cómo
ella cada noche
vigía
de mi marcha inmaterial
enlazaba
cascabeles a los pies.
Y
yo deambulaba
paso
de algodón hasta la puerta.
Iba.
Como
quien va:
Descenso
en caracol
recto
a los hornos.
A
morder una fracción de absoluto.
A
verme un rato en el espejo
pero
dándome la espalda
todas
las bestias juntas
gel
y látex
dos
espaldas cada una
acceso
único
donde
viví todo
y
no puedo contar qué
(difícil
descuartizar este cadáver
con
las uñas)
10.
(Sala
de audiencias)
Cifro la muerte correcta:
dos millones
demasiados ceros
matan ceros
mueren ceros
(Igual que cuando nacen)
Pero “no se puede pensar así”
me dicen
y yo no quiero pensar
así:
en la mente una esvástica impresa:
miedo a todo
esa maquinaria hizo sin error
mi propio estado
mental y sin palabras.
¿Entienden lo que siento?
ya nunca
nunca más
el acné y las hemorragias y la
amarillez del mal sueño
ahora la mirada en forma de corredor
y a sus ojos
belleza fría de curvas diestras.
A ellos
mano dura
de mármol blanco.
Necesitan mi fábrica de terror
aunque sea clase b
picana y amor seco
con rigor de látex
a ellos sin saliva
los mastico y me los como
y aunque apunten
no hay estigma
puedo hacerlos parias
desaparecer
el rasgo que condena
bajo un sol de 700 watts veo
la iluminación de lo ilegal
increscendo.
matanza
11.
escondidos hay
engranajes
y yo con ellos
soy
Cuando
dan las doce
y
las sirenas de las fábricas convocan
fantasmas
cumplo
la función de guardia.
Nunca
pregunto por qué.
Pero
antes de partir ceno
un
caldo espeso de recuerdos
sentimientos
familiares.
Y
sigue sin haber
una
cosa cierta.
En
el mirador elevo informes
ficho
a los sublevados y los delato.
Confisco
hasta lo que sienten
pero
me gusta darles
un
sobretodo mío
largo
hasta los pies.
Y
sigo
ando
como si mis dedos supieran
un
método de conjugación
secreta
que abra
cierres-relámpagos
en el aire.
Supe
asomar la mano a un más allá
y
ahora
las
pupilas que taladran en lo oscuro
recortan
una figura, traen cada noche
algo viejo, algo
nuevo, algo azul, algo prestado.
Una boda,
quizá no sea
pero
yo vi
de
más, igual que Laura Palmer
podría
ser su novio.
Y
ahora
paso
por las ventanas, robo un latido
miro
como si existiese
una
sola forma de contemplar:
en
cada punto donde se detiene el ojo
un
pequeño incendio.
12.
Abro la puerta
salgo
a la calle
como
si oyesen digo:
“Me
voy sólo por un minuto”
y
viajo la noche entera.
En
silencio, ellos
se
multiplican sin intervención
tan
rubios, pálidos y castos.
Todo
el barrio esclavo
de
olor a incesto.
Sacón
de cuero y naftalina
una
viuda
hace
cruces de sal en los umbrales
al
verme pasar
sonámbulo
buscando
quien incendie mi hálito
entibie
mi reposo en mármol
(un
amor fugaz de sementerio.)
En la tempestad del cuerpo nunca
hay ancla.
Parezco un Coribante
una
caravana eterna de fósforos que canta “fuego”
Podría
unirme al ejército
pero
invariablemente regreso.
Amanece
y regreso:
es
acá donde escribo.
13.
(reinserción
en los juzgados)
¿El
retorno cierra el círculo del héroe?
No.
Eso no es Viaje, es Vaivén
“él viene y va, va y viene”
Escribiente
del día
Escarabajo
que canta
la
noche en los informes
con
pie dactilógrafo
deja
un registro en actas
lo
que dice la escritura:
actos
privados de venganza
EPÍLOGO
Después de 13 noches de licencia, el escribiente vuelve al juzgado.
Nadie sabe de su inútil vuelo nocturno sobre San Justo, ni mucho menos sobre la sangrienta Matanza. Pero el escribiente vuelve, aún adheridas al cráneo sus visiones de ángel o de insecto. Ni un solo comentario respecto de la enfermedad que lo alejo de su oficina. Aunque en la oscuridad del sótano su legajo informa:
“Diagnóstico: Fiebre Medular.”
Ante la mirada inquisitiva del personal, él dice sólo esto: “Volví” -con esa extraña cualidad de estar y no-.
Su mirada es tan pesada que cuando la inclina al abismo de la taza con café, de ratos, se le cae un ojo adentro, pero lo pesca, lo seca con la manga de la camisa y lo vuelve a colocar. Y sigue mirando todo alrededor, maravillado. Lo encandila la mañana de las cosas. Cuando rompe el día los objetos de la noche caen muertos y los de la mañana ocupan su lugar. Aunque nadie se fije, hay imperceptibles señas, detalles. Al escribiente le aterra todo detalle, toda pequeña variación en la forma y la palabra.
Mientras adjunta una partida de defunción en un expediente, redacta mentalmente las primeras líneas de un poema dedicado al difunto:
“Dicen que es cierto
y no tienen dudas
y hasta escriben en un papel el número de tu muerte
como si se pudiese atrapar un muerto
con pequeñas jaulas
de tinta negra.”
Al mediodía despeja su escritorio y atiende sólo el huevo duro que trajo como almuerzo. Lo sostiene con un delicado terror. Aunque sabe bien que lleva dentro, por momentos no, y se miente. A veces, cree que su cáscara va agrietarse, y se ve nacer a si mismo, como insecto, otra vez la cucaracha. Pero no. Continúa su almuerzo, y en el proceso, la Secretaria Privada le habla incesantemente. Ella habla de su ex. Le dice: “Me refiero a la pérdida. ¿Entendés lo que se siente?” Y el escribiente se para frente a la ventana, contesta caviloso: “Algo así entiendo: las noches pasadas viaje tan lejos que yo mismo soy mi ex (cribiente).” Y el marco de la ventana no es más el microcentro. No hay más centro, todo es afuera. En escala de grises, todo es una dimensión nueva. Y emergiendo de la habitación materna, da los primeros pasos hacia la zona que le pertenece.
***
ROSEBUD
Antes de seguir los hechos, de que todos los hechos
entren en duda, necesito volver a la familia. Necesito volver a la familia,
antes de ponerla en duda. Y de toda la familia, necesito explicar el caso de
tío Miguel.
Miguel era el menor de los cuatro primos de mamá. Gris,
como la mayor parte de lo que se aglutina en torno al apellido. Hasta los
treinta años no hubo nada excepcional en él: trabajaba en una oficina de Rentas
de
Al parecer había vuelto temprano de la oficina, era
viernes, y la madre había viajado a Escobar donde residía toda su familia
política. En esa soledad, Miguel se abismó, se plegó sobre sí, como un
invertebrado. De tal manera que, mientras hacía algo normal como tomar un vaso
con agua, ciertos pensamientos, ésos que siempre existen, pero que son siempre
laterales, se le presentaron en primer plano, estallaron como cargas de
profundidad en el más íntimo fondo de su océano hasta entonces pacífico y
helado. Sólo la superficie de Miguel quedó incólume, y con esto me refiero a su
piel, sus pelos, sus dientes. Adentro, era la tormenta. Lo encontraron el lunes
siguiente, semiinconsciente, había caído de la silla y yacía en el piso de la
cocina, babeando por el tajo reseco y pálido que tomaba el lugar de su boca.
Los vidrios de una botella rota a un costado le habían hecho pequeños cortes en
el brazo, la sangre se había coagulado en su camisa. No había comido, ni
bebido. No se había movido en tres días. Emitía apenas una leve queja, sin
sentido. Recibió suero y se le practicaron análisis clínicos. Nada, ni una
pista. Fue internado, en un neuropsiquiátrico de Caseros. Luego de meses de
silencio y murmuración, Miguel habló. Fue como decir: con esto concluyo, así
moldeo mi última mirada a todos. Habló de sentir ese momento de luminosidad
absoluta en que todo alrededor cesa. Un silencio blanco, y luego el retorno,
donde las cosas continúan pero parcialmente. Cuando el resplandor se apaga, de
súbito, y ya nada es igual. Se había instalado en él, entonces, la conciencia
plena de vivir como una agonía, que cada segundo de existencia era un horrible
formar fila hacía la muerte. Algo que si se siente muy profundo, explicó
Miguel, se puede hasta oler y escuchar: en los otros, en el perro, en los
alimentos, en las plantas, y en lo más terrible: el propio cuerpo. Porque:
¿quién podría querer dar otro paso, tomar otra pequeña bocanada de aire, probar
otro pedacito de comida, si fuera meridianamente consciente de hasta la más
minúscula actividad en su cuerpo? Un organismo donde todo da señales espantosas
de muerte: los latidos, el tránsito de la sangre, el rechinar de los huesos, la
tortuosa torsión de las vísceras, todo. El tío Miguel fue tan profundo en esa
impresión que ya no quiso, no pudo. Vinieron a medicarlo, y fue inútil. Otros
creyeron que podía ser curado a través del diálogo. No entendieron, él ya no
tenía otra cosa que decir, salvo una todavía más lejana de cualquier vida: “El
lenguaje no comunica.” “Intentar hablar con ustedes y con cualquiera me
asfixia.” Intentar decir, con palabras, lo constreñía, las palabras, las que se
dicen, pero sobre todo, las que se piensan, todo el tiempo y sin descanso, lo
encarcelaban, lo torturaban, desataban una violencia interna, física. Era su
batalla en el cuerpo y con el cuerpo. Dicho todo aquello, todo registro de vida
desapareció de su mirada. Sus ojos parecían dos pequeños precipicios, por donde se podía entrever el
mar hacia el cual el verdadero Miguel se había aventurado en una pequeña balsa.
Las drogas se habían probado inútiles, sólo yacía en su cama agonizando por el
simple hecho de estar con vida. Aterradoramente, era eso mismo su mal: estar
con vida. Lo bañaban, lo vestían, lo alimentaban en la boca, y le proveían
somníferos, que seguramente regalaban esa dulce interrupción en la conciencia
que hacía codiciar más y más la definitiva. Pero lo cierto fue que se había
vuelto tan pasivo, que no latía siquiera el peligro de que intentara terminar
todo por sí mismo. Y quedó confuso entender qué se hizo de tío Miguel, vegetó
largos años en el neuropsiquiátrico, y después se perdió registro.
¿Pero por qué hablar de tío Miguel? Inexorablemente, el
virus de tío Miguel corría en silencio por la familia, y sin excepción,
existía, pero latente, en mí. Había días que consideraba casi con jocosidad
asomar un ojo a ese abismo límpido y feroz. Más profundo incluso que la locura.
Creo, sin ver siquiera, sabía que asomaba a algo tan extremo, tan sin retorno,
que no podía sino construir un dique a todo aquello. Porque, ¿qué cosa más
sensata que huir de ese precipicio podía hacer alguien que, aunque a medias,
estaba con vida? Alguno de la familia concluyó sardónicamente: “El problemita
de Miguel es que pensó demasiado.” Y lo
digo sin rodeos: en el fondo toda la familia, incluido yo, sentía vergüenza y
hasta un poco de asco de Miguel, como lo hace la manada con la cría que nace
fallida, como lo hace la misma vida con todo lo que no nace para subsistir.
Dejando sentado todo esto, puedo adelantar que las
páginas que siguen son hechos y poco más que eso. La sensación que le
corresponde a cada acontecimiento es apenas un comentario a pie de página, que
escribo por mantener cierta fórmula. Nunca entendí del todo esos libros con
relatos inconducentes, que sirven de excusa para abrir el mundo interior del
narrador. Esa subjetividad, esa falta de compromiso con los hechos, me agobia y
me da cansancio. No veo el objeto de remitir a ello. Mi historia es terriblemente
objetiva. Para ser más preciso, mi propia existencia transcurrió terriblemente
objetiva desde el momento mismo donde el relato despega, cuando abro la puerta
de la “Habitación
Un cumpleaños entre los diez y los doce era pararse
frente a las velitas un poco abstraído y con los ojos cerrados decir: “Quiero
que me cuenten dónde empezaron las cosas. Quiero que me cuenten dónde terminan.
Eso solo”. Dejando aclarado eso -creía- se podía sentir lo esperable. Quizá los
momentos anteriores y posteriores eran consecuencia lógica de esa frustración.
El inevitable olvido de sí. Ahí veo los retazos de Miguel en mí, sin siquiera
adentrarme en sus aguas, como si la condena se cumpliese, pero sólo en los
bordes.
Así se despertó el miedo indecible a todo lo que vive sin
el remordimiento, sin la incertidumbre. Quizá aquel que existe sin preguntar
por qué, aquel que actúa siguiendo un pulso propio, se aproxime al animal más
perfecto. Es por eso que en ciertas noches de ojos bien abiertos, la figura de
mamá pasaba como una insignia de derrota. Yo temía a mamá. Y temía a todo el
mundo.
Pero… ¿hubo dolor? ¿Había dolor? Eso no tiene forma de
probarse. Más allá de la experiencia nadie puede indagar que grita bajo la
piel. Doler no era excepción. No veía nada especial en doler o desgarrarse.
Porque la historia –esta historia y cualquier otra- es una sucesión de hechos.
Cómo continuarla si uno se detiene en la anécdota: ¿qué duele? ¿qué busco? o
¿qué amo? Es ridícula la noción de que alguien que nunca haya tenido amor, por
decir algo, tenga depositada esa nostalgia en un agujero interior con la forma
del ser amado.
Entonces, más palpable aún que esos sentimientos, estaban
el miedo, y también cierta envidia, pero bien embozada. Ahí, bajo el ritual de
lo cotidiano. Envidia al hombre que se mueve como el animal perfecto, y por sobre
todo miedo, mucho miedo. ¿De qué hubiere algo de eso en mí? No, yo no, pensaba
sacudiéndome un poco, rechazando. Yo nunca había comprendido –sentido- una sola
verdad del cuerpo. El plato de comida hubiese estado siempre ante mí antes de
saber qué era el apetito. ¿Alguna vez había tenido un apetito? ¿Si tuviera uno,
me hubiera animado a morder carne sangrante y cruda?
En alguna parte perdida de sus diarios, Kafka apuntó: “No
es bueno vivir con los padres.” Y no había nada revelador en esa reflexión, en
absoluto. Era, sin embargo, un pronóstico, venía a documentar un destino
trágico. Esa sombra tendía un puente entre Kafka y yo. Una comunicación lejana.
A veces mientras viajaba en colectivo miraba con terror
los grandes edificios, y más lejos, los grandes barcos. Me parecían monstruosos
y me molestaban, porque sobre ellos había como clavada una bandera de Robinson.
Flameante, orgullosa. Sobre ellos, había un hombre, apenas un tipo de hombre
–el animal más perfecto- que había hecho de una idea suya un edificio grande,
un barco grande. Seguro era ese tipo de hombres el que, sin proponérselo,
durante un paseo familiar, se sorprendería a sí mismo con la súbita visión de
alguna de sus obras, pensando: “Acá soy. Esto prueba que existo.” No,
definitivamente no es lo mismo que desgañitarse detrás de una materia verbal
errante. Siendo la mano invisible sobre un expediente, que es, nada más que una
deriva. Algo que transita sin rumbo, que prescribe y se archiva y se humedece
en un sótano. Algo que deja de ser cada día y sin que nadie sepa. En algún lado
Freud dijo: “La escritura es el lenguaje del ausente.” Y entonces, yo reforcé
la teoría de que mi deseo por la escritura se reducía a eso exactamente. Me
sabía nada especial, como escribiente, y tenía, sin embargo, un talento para
desaparecer. Pero al mismo tiempo, creía que incluso el hombre que siguió un
pulso propio, hasta alcanzar las conquistas verdaderas, las materiales, en
alguno momento, o el momento antes, justo antes de morir, cayendo en cuenta del
vacío, la incompletitud intrínseca, sollozaba un poco y murmuraba: “Rosebud.”
Fatalmente traicionaba a su animal perfecto.
Yo en cambio poseí mi Rosebud. Lo poseí y lo comí y lo
bebí, como algo de cada día, un trozo de pan, un vaso con agua. Ir solo hasta
el fondo. Irse corriendo, imperceptible, gradualmente, de cada plano, perderse
de cualquier mirada. Y con esto digo: ubicarse atrás, cada vez más, en las
fotos familiares, esconderse un poco y otro poco, y poco a poco perderse de
familia, amigos, conocidos, perderse de sí. Silenciar la última voz, dejar que
se apague, como cirio. Ser el escribiente del Juzgado. Desaparecer. Rosebud.
AVE MEMORI
I.
Un hombre que se despierta a las cuatro de la mañana, bajo la
lluvia, el rostro sobre el pasto mojado de una plaza pública sin saber cómo
llegó a ese lugar, recurre a la billetera, primero para saber si su dinero está
aún ahí, luego para recordar a través de un plástico su propio nombre, se
arrastra por el suelo con el sentimiento corporal de haber sido ultrajado, pero
sin recordar los pormenores de la violencia que lo llevó a ese estado, mira la
noche oscura, el cielo lluvioso que le escupe la cara y maldice: maldice al
dios que lo volvió a la vida, se queja de haber sido condenado por su dios a
olvidarlo todo, en cada trago de wisky, en cada inhalación de humo, en cada
zona de su cuerpo violentado, un sabor
rancio inunda su garganta y escupe su pesada bilis para aliviarse. Mientras se
reincorpora se queja, le reclama a su creador haber apagado casi todos sus
recuerdos, la frase correcta sería: “Tiene que haber memoria”
(Pero su lengua entumecida aún no puede articularla)
II.
Keiko Hashimoto, una famosa bailarina japonesa llega al juzgado
asfixiada por los trámites burocráticos a los que debe someterse para poder
presentar su obra. Algo preocupada, afligida por el estado actual de las cosas,
ingresa a la Sala de Audiencias con una valija. Me habla en castellano
dificultoso de su obra artística como de una supuesta misión. Refiere que su
arte, la Danza Butoh conecta con oriente, con una memoria ancestral en el gesto
y el movimiento. El Arte Butoh da una imagen poética de la catástrofe, de la
desaparición. Su texto se enfrenta al problema la identidad, advierte que el
ser humano está condenado a olvidar. Propensos a repetir el horror si no
ejercita la memoria, si no hace de ella su propio arte marcial. Me revela toda
su misión mientras le hago llenar formularios: En una suerte de pase mágico le
devuelve su identidad a un miembro del Juzgado. Finalmente, habla de ella
misma, del mal que lleva en su cuerpo a partir de la catástrofe de Kioto. DE su
rostro blanco, atemporal, brota una lágrima, me extiendo a darle Kleenex y
lloro un poco también. Insiste en decir la frase en perfecto castellano: Hace apenas
una semana que aprendió sus primeras palabras en español, pero esa frase
resuena en su imperfecto castellano:
Tene que ver me…
Ave me morí… Ave memoria
Tene que habe memori-a
III.
El ser humano, criatura mitológica que resurge una y otra vez de sus
propias muertes. Guerras, dictaduras, desastres nucleares, o la simple
violencia cotidiana en la calle, en los hogares suburbanos, desidias varias…
sus propias muertes. El ser humano conoce vagamente su pasado, que es lo mismo
que decir: desconoce ampliamente su propio camino a las muertes, pero elige
compararse con el Ave Fénix. Se exalta reconociéndose en ese renacer, como si
fuera un don divino inagotable, que no exige ningún esfuerzo. No le otorga nada
a cambio a la divinidad, se contenta con ser su propia metáfora luminosa, sin
reflexionar sobre los actos suicidas a la que se arrastra, día tras día, siglo
tras siglo.
Una metáfora
trillada: se exalta la vida por la vida misma. Se glorifica la habilidad de
reencarnar una y otra vez sin los recuerdos. Sin memoria nunca tenemos la
sabiduría para evitar esos pasos que nos llevan a la muerte abrupta, violenta,
colectiva, injusta, sin sentido.
Ave Memori tiene como misión el recuerdo, y sin decirlo, se
pregunta: “¿Por qué es tan fantástico el Ave Fénix? ¿Qué hay de luminoso en ese
renacimiento? Si el ave no puede conservar con ella, en cada nueva vida la
memoria de su muerte, más del recuerdo de las llamas. Los motivos del fuego, la
diagramación de su holocausto. Para ver un nuevo amanecer, un horizonte esperanzador
debe haber recuerdo, como aprendizaje del horror, como subsanación del error…
Tiene que haber memoria.
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