viernes, 21 de marzo de 2025

Hospital Samsara

 


 

 

EL ESCRIBIENTE

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pablo "Keyes" Mûllner

 

 

EL ESCRIBIENTE

 

 

FLORA Y FAUNO

EDICIONES

  




NOTA DEL EDITOR

 

El escribiente no es un poemario, es la divulgación parcial del “informe para una academia” redactado en versos.

 Escrito en el transcurso de trece noches de insomnio y reclusión en el cuarto materno, este libro compila visiones caóticas de un pasado inmediato, que ordenadas permiten una revisión del borroso origen de un personaje signado por el secreto. Transitando los lugares ya vistos con una mirada sonámbula el escribiente ve el oculto entramado que une cada ámbito de su existencia, y así reinterpreta sus actos cotidianos como parte de una simbología personal. Resultado de tales tareas –anotar, fichar, tener en cuenta- el informe es elevado a “la academia”, que en las asambleas de la noche, decide su regreso al día. Con la sola condición de no instruir a otros en el secreto, le es permitida la escritura, y lo que ella dice: actos de venganza privada.

Es así como este volumen, autorizado para su distribución, circulará en forma comercial con el solo “pretexto” de llegar a manos de aquellos sobre los que se ha dictado la sentencia.

El insecto ha salido de su cuarto e informa de sus movimientos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra,

 lamentablemente decente, incurablemente desolada!”

Herman Melville, BARTLEBY.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

capullo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1.

parto

 

sí, de medianoche succión y parto

¿pero quién fui antes?

arranco mi bozal

digo por primera vez la sed y la palabra

garganta precipicio digo “tengo sed”

y huyo de la casa poseído

persigo al lobo

una pira de ojos funerarios

sobre la pelambre ensangrentada

 

¿quiero demasiado?

todo… menos dormir

al arrullo del empedrado

el barrio exterminó cada viuda

cada familia eslovena

exterminó la mía

sobreviví a todos

y sobrevuelo

cortando el aire negro

terriblemente sólo

 

veo los techos planos

veo basurales

lomos de autos

una a una las luces de los postes

como cirios las apago

y por donde voy entrego sombra

ausculto a cada durmiente

a través de las paredes

(necesito entender más el silencio)

escondidos

hay engranajes

esto es el turno de la noche

 

cumplo instrucciones

mi mano acaricia el secreto florecido

lo invadí de súbito

húmedo y frágil

como un ángel

su himen

bajo mis yemas se desgaja:

 

se abre

                   

es mío

 

se cierra

               

la beso

 

 

y otra vez vuelvo

a remover cada membrana:

 

cercos paredes camas sábanas piyamas

a tornar al inicio

donde alrededor todos dormían

sin dominio

alguien tiene que conducirlos hasta el jardín

enjuagarlos con el agua de los bautismos

con lo que yo sé los salvaría

dictaminaría un evangelio

esta noche puedo eso exactamente

y no quiero

tengo un motivo o tengo miedo

no hay diferencia

de pronto con caparazón y tan chiquito

me repliego…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2.

 

 

me dan ganas de mentir

de ser inventor a veces

 

Pero a mí no me hicieron para eso.

A mí me nombraron

penitente

escribiente.

Así, en las asambleas de la noche

me asignan los trabajos de vigía

-anotar, fichar, tener en cuenta-

Son tareas lunares

y como en las horas del juzgado

mi desempeño es invisible

pero alguien tiene que…

y por eso, ocupo el puesto

me uno al ectoplasma obrero

y aunque años atrás las fábricas hayan cesado

repongo el sonido

para que otros oigan

la mecánica del trueno.

 

Enseguida me deslizo hasta los dormitorios

sin un murmullo

con paso de ángel

cucaracha

y tomo audiencia a los que sueñan

cambio de posición sus ojos y sus cráneos.

Cada visita me da otro panorama

yo nunca trato de saber

cuál es el verdadero.

 

Pero en las horas donde algo terrible acecha

y los chicos en la calle componen

su canción larga de resaca

mi pensamiento sujeta al barrio

le pone orden y lo parcela.

 

Con paños húmedos limpio las heridas

limpio y desinfecto

los pies sangrantes de San Justo.

¿Podré resucitarlo?

no lo sé, o lo sé

veo a San Justo el niño mártir

envuelto en bolsita negra de basura

decapitado

¿o es que la cabeza aún no le crece?

 

yo solo digo lo que veo

digo solamente una palabra

“capullo”

una palabra

que nadie entiende.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.

 

Hubo un deseo muy grande

que iluminó la cocina

como ningún sol.

Tuve vergüenza de decir:

“Mamá, es mío.”

Y aunque me sabía solo en la casa

salí al patio con miedo de despertar a alguno.

Salí a escuchar el naufragio de las viudas

el rezo en lenguas

en lo más profundo.

Me dieron ganas de arrodillarme

hundirme yo también en esa fiebre.

“Debe ser el Pentecostés” me dije.

Y mi pequeña llama fría

me llevó desnudo por la catedral

a copular con la gracia.

Buscaba la combinación secreta

la conjugación que abre.

Pero me detuve un paso antes

y presencié al Ángel

-era el de la Guarda y también el del Exterminio-.

Reconocí su voz.

(yo nunca la había escuchado.)

Pero tenía método

tenía cierta lógica.

Su insignia flameaba adentro mío.

Dijo el derecho y dijo: “Ésta es tu misión”

Y todo tornaba a su lugar de ensueño:

el silbo del viento

el grillo

un rumor de pájaros en vaivén.

Pero en la esquina más oscura

el lobo se hizo evidente:

abrió su ojo único.

Me detuvo.

Me devolvió a la tierra

(más abajo que la tierra.)

Erigido como ídolo

me parecí hermoso

como Rimbaud prometiendo

posesiones

fornicación de cine continuado

látex, aguja, cuero.

A cada lado todo me rogaba

“no caigas”

“no te eleves”.

Y yo con mi sonrisa extraña

sin decir qué

 

 

 

 

 

 

 

 

 

familia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

yo soy el bicho

¿se dan cuenta?

 

 

 

4.

 

esparcieron el rumor

como un incendio

“algo le pasa.... es muy callado”

 “lee mucho”

 

algo pasó conmigo (no me acuerdo qué)

dejé la casa en silencio

(cuando abandono un lugar -creo-

siempre una parte mía se queda

muriendo)

 

Y pensé: “Mi territorio es de noche”

No ésta, ni aquella noche

sino la otra orilla

la de los gatos en celo.

 

¿y el niño?

tiritaba bajo cartones en la vereda

¿y la mujer?

había enterrado la cabeza en su propio sexo.

 

Sin embargo digo sólo la anécdota.

Soy la periferia del secreto

el silencio filoso que merodea el centro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5.

 

es muy tarde y me llaman a cenar

bajo las escaleras

y tengo miedo a todo:

que me miren a los ojos

al murmullo de la lluvia

a chocar con un espejo.

Me muevo a tientas

como si a cada paso descubriera una señal:

mamá es demasiado pálida

en la cocina

maquilla de rojo sus muñecas

en el patio

papá construye el árbol

con muebles viejos.

Una vez alrededor de la mesa

quieren que dé las gracias

y yo improviso un texto:

“Este es el pan de nuestra carne.

Este vino, sangre nuestra.

Somos uno en Él.

Uno los tres. En Dios

se unen los opuestos”

Esa figura me enferma

y hago la disección prolija sobre el plato.

Mientras trago el primer bocado

fantaseo la hora en que los llevo al dormitorio

los velo

y salgo a la calle húmeda

la boca llena de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

6.

 

haber andado sombra y confusión

tras el arquetipo

y al mismo tiempo contraerme

sólo de imaginar la mano paternal

acariciando cada cerrojo.

La misma piel refiere el hecho:

amputé el lugar donde hubo intruso.

Cerca de ahí vería la zona

mi templo intacto protegido por incendios.

Pero esa noche

a gritos pensé “¿estoy condenado?”

porque desnudo y en la calle

el deseo era ofrecido

con ese olor a sutura

que enviciaba todo el aire.

Me pareció, detrás de cada falta o caída

por más lenta y delicada y aséptica que fuera

bajaba enseguida Dios

o un ave suya

a perdonarnos.

Ni siquiera habiéndolo creído me detuve

o elegí otro camino.

Lo seguí ciego

Lo seguí

-igual que Alicia-

cruzando con las manos el espejo:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

7.

 

Es dormir el objeto más extraño.

Lo traerá el viento de la madrugada

hacia terreno infecundo

del otro hemisferio.

Antes de tocar mi frente

sus dedos tibios hacen la lluvia

pequeña y musical.

Podría darle caza en una caja de zapatos.

Y todos los animales de la liturgia

se pasean inquietos por mis subsuelos.

 

- ¡Empujá toda esa abstinencia bajo la lengua!

dice papá.

Y no parece justo

interrumpir la vida de ese modo.

Pero hay noches que él me alcanza,

apoya sobre mi pecho su Biblia

esperando sienta el peso de La Palabra.

Yo sueño un caldo espeso:

gusanos, sapos, elfos.

Y bajo a las cuevas.

Las colmo de porcelanas y de cristales,

de juguetes

espejos, tapices, incontables bienes.

Sin embargo, nunca creo la propiedad privada.

Alguien me indaga ahí dentro

¿una mano intrusa?

¿algún vecino?

¿alguien que con tijeras irrumpe a mutilar?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AVE HITCHCOCK

 

 

Desperté tan profundo dentro del sueño, que ni siquiera tenía ojos. Empuñé tijeras y recorté dos agujeros. Después pensé: “Dos no, mejor uno –qué sentido tiene que sean dos si después ambos cuencos siempre se unen en una misma visión.” Me levanté del lecho y volando, me puse a correr. Al contrario del “soñar despierto”, esto era cómo andar sonámbulo dentro del sueño. Tenía el escenario planteado desde la última vigilia, cuando había visto una maratón de Hitchcock por televisión. Entonces las imágenes por las que me movía eran en blanco y negro, el estilo de los años cincuenta, todo rodeado de un marco vaporoso, como corresponde a las secuencias oníricas.

 Ahí estaba Norman Bates charlando con la rubia en un sofá rodeado de cabezas de animales disecados. Me acerqué para oír, pero su diálogo no era susurrado siquiera, estaba en “mute”. No había sonidos, y en cambio las conversaciones estaban señaladas en las letras doradas, como de cobre. Pero mientras las bocas se movían con parsimonia, el subtitulado avanzaba tan rápido, que no alcanzaba a leer. Trataba de atrapar las oraciones con ambas manos para saber que decían, y para eso sujetaba la tijera transversal entre los dientes. Sin haber podido leer una palabra, un ruido a campanas me impulso a salir corriendo de esa habitación. Me fui sin sentir que me perdía nada. Sabía cómo iba a terminar: apuñalamiento en la bañera, la sangre se drena por el desagüe, se fusiona con el ojo de la rubia. Amén.

Afuera de la habitación del Motel Bates me encontré en medio de una noche cerrada, helada. Descendiendo por empedrados húmedos, hacia abajo creía ver el Puente de la Autopista. El escenario de San Telmo era inconfundible. Bajaba a toda velocidad, tratando de ubicar el lugar de donde procedían las campanas. Al mismo tiempo que era guiado por un rastro de letras doradas. A lo lejos la escritura iba lenta y campante como una caravana de luces, pero en una dirección rara... no la izquierda, no la derecha, era una dirección que se le negaba en todos los ángulos... Era tan frustrante que me decía: “Si en algún momento las logro atrapar, las apuñalo con estas...” Entonces intenté balbucir un insulto en voz alta, y descubrí que las tijeras había descendido varios centímetros por mi garganta: “Qué peligroso correr con tijeras en la boca, si llegara a tropezar quien sabe cuan profundo se clavarían, así soy de descuidado... Y después me quejo de mi mala suerte”. Pero por otro lado, razonaba: “Las cosas siempre se vuelven complicadas cuando saben que uno tiene apuro. ¿Pero tengo apuro? ¿Cómo saberlo? Si todavía no logro despertar.”

Lo que era seguro era que las campanadas se volvían más fuertes en esa dirección, me parecía lógico que daría con una torre de iglesia con un gran campanario, detrás del puente. Me entusiasmó esa idea, y aceleré aún más el paso. Así, anduve un buen rato hasta darme cuenta de que no avanzaba hacia ninguna parte. Corría, al tiempo que el empedrado retrocedía como la gran cinta de montaje de una fábrica, dejándome en el mismo lugar, o incluso más atrás que antes. Y en esa lucha por ganar la carrera, me sorprendió el amanecer, sobre un alto desde el cual se divisaba la ciudad. Se veía San Francisco, ¿cómo era posible? “¿Que hacé el Golden Gate acá? Acá es otro santo, es San Telmo.” Lo único cierto es que el paisaje real era el cielo, la tierra –como siempre- era la distracción.

Era un dorado incandescente. No había un sol preciso, era más bien una fundición, un gran crematorio. Todos los pájaros que volaban en ese instante parecían haber salido a suicidarse. Ahí, entonces, supe con corrección -sin leer, quizá sin entender- lo que se me había encomendado. Había perdido ya las letras, y con ellas, toda pretensión poética. El cielo mismo ahora me hablaba, con voz femenina: “Apuráte, Pablo, ya son casi las siete…” Y fue ese llamado lo que me habilitó a moverme hacia adelante. Inicié la peregrinación. Caminé y caminé, recto y encorvado, sudando y gimiendo, con los pies y con las manos, y ahí estaba, en la blanca iglesia. Había pasado la misión, y me encontraba a punto de cumplir la otra misión, la que me tocaba. Y subí por escaleras en caracol hasta el campanario. Escalón por escalón, llegué al primer descanso, pero no me detuve a descansar, y enseguida llegué al segundo, y fui sin parar hasta el último... Se me ordenó no mirar abajo, pero por un instante lo hice, y vi lo que los ojos de James Stewart cuando ven la pendiente de las escaleras en caracol: efecto contra-zoom. Sensación de vértigo. Extraño efecto para una escena así de clásica y antigua. De los años cincuenta. Volví a mirar adelante y llegué a la cúspide del campanario. Fui directo al borde, y al borde de caer, se ejecutó la música. Violines punzantes, aguijoneándolo. Composición original para asesinato en una bañadera. “Esto está mal –me dije- corresponde a otra escena. ¿Estaré psicótico?”. Estático, empezaba ya a tomar otra vez un envión interno -todo un mar revolviéndose en mi estómago-, cuando aquello se posó en las barandas. Lento, como una pluma desciende, vino a mi encuentro y en silencio se posó. Era un pájaro, no supe cuál. Pero era El Pájaro, de entre todos los pájaros que vino como emisario, extraído de su bandada, y enunció: “Hasta que la muerte los separe.” Me quedé, no me animé a preguntarle: “¿No es “por siempre jamás”?”. Pero con la tijera aun en mi poder me preparé para atacarlo si se acercaba un centímetro más. Y escrutándome, de perfil, el ojo tieso -no sé si pasaron horas o minutos, porque todos los relojes, incluso el de su mesa de luz, se habían detenido-.

Finalmente un llamado me sacó de mis cavilaciones: “Apuráte, Pablo, ya son casi las siete…” Esa voz de mujer, me hacía despertar y comprenderlo todo: no había infierno, ni tampoco cielo. En todo caso, todo pasaba por mi asentimiento. Supe que en poco tiempo, vendría otra vez hasta ese lugar, ya no a hacer este ensayo general. Y por más que receloso, no quería entregar mi arma de defensa contra el Pájaro del Por Siempre Jamás, ahora no me quedaba otra. “Para eso te las pedía”: me decía, de blanco, ella, y me sacaba de la mano, para recortar unas hilachas de su largo vestido de casamiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

juzgado

 

 

 

 

 

 

8.

 

ser escribiente

del juzgado

sin un proceso

la condena:

yo una epidermis

que no contiene

que no tiene

nada que dividir

entre adentro

y alrededor

 

solo busco el blanco

perfecto

un telón de silencio

pero las jaurías

no se callan

piden ¿qué?                                                           

¿distribución?

 

Mejor amordazar.

Extirpar sus corazones.

Remover el barniz para descubrir:

Sin su coraza el órgano es tierno.

Durazno carnal.

Saboreo su sangre

tibia entre los dientes.

 

Con los huesos sucios de la manada

desde el distrito hacia la zona

fabrico un puente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

9.

 

nueve veces conté cómo

recelo y cerrojos

mamá guardaba y guardaba.

Cómo ella cada noche

vigía de mi marcha inmaterial

enlazaba cascabeles a los pies.

Y yo deambulaba

paso de algodón hasta la puerta.

Iba.

Como quien va:

Descenso en caracol

recto a los hornos.

A morder una fracción de absoluto.

 

A verme un rato en el espejo

pero dándome la espalda

todas las bestias juntas

gel y látex

dos espaldas cada una

acceso único

donde viví todo

y no puedo contar qué

(difícil descuartizar este cadáver

con las uñas)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

10.

(Sala de audiencias)

 

 

 

 

Cifro la muerte correcta:

dos millones

demasiados ceros

matan ceros

mueren ceros

(Igual que cuando nacen)

 

Pero “no se puede pensar así”

me dicen

y yo no quiero pensar

así:

en la mente una esvástica impresa:

miedo a todo

esa maquinaria hizo sin error

mi propio estado

mental y sin palabras.

 

¿Entienden lo que siento?

ya nunca

nunca más

el acné y las hemorragias y la amarillez del mal sueño

ahora la mirada en forma de corredor

y a sus ojos

belleza fría de curvas diestras.

A ellos

mano dura

de mármol blanco.

Necesitan mi fábrica de terror

aunque sea clase b

 

picana y amor seco

con rigor de látex

a ellos sin saliva

los mastico y me los como

y aunque apunten

no hay estigma

puedo hacerlos parias

desaparecer

el rasgo que condena

 

bajo un sol de 700 watts veo

la iluminación de lo ilegal

increscendo.

 

 

matanza

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11.

 

 

 escondidos hay engranajes

y yo con ellos

soy

 

Cuando dan las doce

y las sirenas de las fábricas convocan

fantasmas

cumplo la función de guardia.

Nunca pregunto por qué.

Pero antes de partir ceno

un caldo espeso de recuerdos

sentimientos familiares.

Y sigue sin haber

una cosa cierta.

En el mirador elevo informes

ficho a los sublevados y los delato.

Confisco hasta lo que sienten

pero me gusta darles

un sobretodo mío

largo hasta los pies.

Y sigo

ando como si mis dedos supieran

un método de conjugación

secreta que abra

cierres-relámpagos en el aire.

Supe asomar la mano a un más allá

y ahora

las pupilas que taladran en lo oscuro

recortan una figura, traen cada noche

algo viejo, algo nuevo, algo azul, algo prestado.

Una boda, quizá no sea

pero yo vi

de más, igual que Laura Palmer

podría ser su novio.

Y ahora

paso por las ventanas, robo un latido

miro como si existiese

una sola forma de contemplar:

en cada punto donde se detiene el ojo

un pequeño incendio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

12.

 

Abro la puerta

salgo a la calle

como si oyesen digo:

“Me voy sólo por un minuto”

y viajo la noche entera.

En silencio, ellos

se multiplican sin intervención

tan rubios, pálidos y castos.

Todo el barrio esclavo

de olor a incesto.

Sacón de cuero y naftalina

una viuda

hace cruces de sal en los umbrales

al verme pasar

sonámbulo

buscando quien incendie mi hálito

entibie mi reposo en mármol

(un amor fugaz de sementerio.)

 

En la tempestad del cuerpo nunca hay ancla.

Parezco un Coribante

una caravana eterna de fósforos que canta “fuego”

Podría unirme al ejército

pero invariablemente regreso.

Amanece y regreso:

es acá donde escribo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

13.

 

(reinserción en los juzgados)

 

 

¿El retorno cierra el círculo del héroe?

No. Eso no es Viaje, es Vaivén

 “él viene y va, va y viene”

Escribiente del día

Escarabajo que canta

la noche en los informes

con pie dactilógrafo

deja un registro en actas

lo que dice la escritura:

actos privados de venganza




EPÍLOGO

 

 

 

Después de 13 noches de licencia, el escribiente vuelve al juzgado.

Nadie sabe de su inútil vuelo nocturno sobre San Justo, ni mucho menos sobre la sangrienta Matanza. Pero el escribiente vuelve, aún adheridas al cráneo sus visiones de ángel o de insecto. Ni un solo comentario respecto de la enfermedad que lo alejo de su oficina. Aunque en la oscuridad del sótano su legajo informa:

“Diagnóstico: Fiebre Medular.”

Ante la mirada inquisitiva del personal, él dice sólo esto: “Volví” -con esa extraña cualidad de estar y no-.

Su mirada es tan pesada que cuando la inclina al abismo de la taza con café, de ratos, se le cae un ojo adentro, pero lo pesca, lo seca con la manga de la camisa y lo vuelve a colocar. Y sigue mirando todo alrededor, maravillado. Lo encandila la mañana de las cosas. Cuando rompe el día los objetos de la noche caen muertos y los de la mañana ocupan su lugar. Aunque nadie se fije, hay imperceptibles señas, detalles. Al escribiente le aterra todo detalle, toda pequeña variación en la forma y la palabra.

Mientras adjunta una partida de defunción en un expediente, redacta mentalmente las primeras líneas de un poema dedicado al difunto:

 

“Dicen que es cierto

y no tienen dudas

y hasta escriben en un papel el número de tu muerte

como si se pudiese atrapar un muerto

con pequeñas jaulas

de tinta negra.”

 

Al mediodía despeja su escritorio y atiende sólo el huevo duro que trajo como almuerzo. Lo sostiene con un delicado terror. Aunque sabe bien que lleva dentro, por momentos no, y se miente. A veces, cree que su cáscara va agrietarse, y se ve nacer a si mismo, como insecto, otra vez la cucaracha. Pero no. Continúa su almuerzo, y en el proceso, la Secretaria Privada le habla incesantemente. Ella habla de su ex. Le dice: “Me refiero a la pérdida. ¿Entendés lo que se siente?” Y el escribiente se para frente a la ventana, contesta caviloso: “Algo así entiendo: las noches pasadas viaje tan lejos que yo mismo soy mi ex (cribiente).” Y el marco de la ventana no es más el microcentro. No hay más centro, todo es afuera. En escala de grises, todo es una dimensión nueva. Y emergiendo de la habitación materna, da los primeros pasos hacia la zona que le pertenece.

 

***

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ROSEBUD

 

 

Antes de seguir los hechos, de que todos los hechos entren en duda, necesito volver a la familia. Necesito volver a la familia, antes de ponerla en duda. Y de toda la familia, necesito explicar el caso de tío Miguel.

Miguel era el menor de los cuatro primos de mamá. Gris, como la mayor parte de lo que se aglutina en torno al apellido. Hasta los treinta años no hubo nada excepcional en él: trabajaba en una oficina de Rentas de La Matanza, vivía con su madre viuda, la acompañaba a la misa y los cumpleaños, ayudaba en la Parroquia, y al menos una vez al mes frecuentaba, sin contacto físico alguno, a Inés, la más triste de las putas del barrio. Pero hubo un día donde algo cambio la vida de tío Miguel, un hecho misterioso que sacudió sus hábitos adustos, con brutalidad y para siempre.

Al parecer había vuelto temprano de la oficina, era viernes, y la madre había viajado a Escobar donde residía toda su familia política. En esa soledad, Miguel se abismó, se plegó sobre sí, como un invertebrado. De tal manera que, mientras hacía algo normal como tomar un vaso con agua, ciertos pensamientos, ésos que siempre existen, pero que son siempre laterales, se le presentaron en primer plano, estallaron como cargas de profundidad en el más íntimo fondo de su océano hasta entonces pacífico y helado. Sólo la superficie de Miguel quedó incólume, y con esto me refiero a su piel, sus pelos, sus dientes. Adentro, era la tormenta. Lo encontraron el lunes siguiente, semiinconsciente, había caído de la silla y yacía en el piso de la cocina, babeando por el tajo reseco y pálido que tomaba el lugar de su boca. Los vidrios de una botella rota a un costado le habían hecho pequeños cortes en el brazo, la sangre se había coagulado en su camisa. No había comido, ni bebido. No se había movido en tres días. Emitía apenas una leve queja, sin sentido. Recibió suero y se le practicaron análisis clínicos. Nada, ni una pista. Fue internado, en un neuropsiquiátrico de Caseros. Luego de meses de silencio y murmuración, Miguel habló. Fue como decir: con esto concluyo, así moldeo mi última mirada a todos. Habló de sentir ese momento de luminosidad absoluta en que todo alrededor cesa. Un silencio blanco, y luego el retorno, donde las cosas continúan pero parcialmente. Cuando el resplandor se apaga, de súbito, y ya nada es igual. Se había instalado en él, entonces, la conciencia plena de vivir como una agonía, que cada segundo de existencia era un horrible formar fila hacía la muerte. Algo que si se siente muy profundo, explicó Miguel, se puede hasta oler y escuchar: en los otros, en el perro, en los alimentos, en las plantas, y en lo más terrible: el propio cuerpo. Porque: ¿quién podría querer dar otro paso, tomar otra pequeña bocanada de aire, probar otro pedacito de comida, si fuera meridianamente consciente de hasta la más minúscula actividad en su cuerpo? Un organismo donde todo da señales espantosas de muerte: los latidos, el tránsito de la sangre, el rechinar de los huesos, la tortuosa torsión de las vísceras, todo. El tío Miguel fue tan profundo en esa impresión que ya no quiso, no pudo. Vinieron a medicarlo, y fue inútil. Otros creyeron que podía ser curado a través del diálogo. No entendieron, él ya no tenía otra cosa que decir, salvo una todavía más lejana de cualquier vida: “El lenguaje no comunica.” “Intentar hablar con ustedes y con cualquiera me asfixia.” Intentar decir, con palabras, lo constreñía, las palabras, las que se dicen, pero sobre todo, las que se piensan, todo el tiempo y sin descanso, lo encarcelaban, lo torturaban, desataban una violencia interna, física. Era su batalla en el cuerpo y con el cuerpo. Dicho todo aquello, todo registro de vida desapareció de su mirada. Sus ojos parecían dos pequeños  precipicios, por donde se podía entrever el mar hacia el cual el verdadero Miguel se había aventurado en una pequeña balsa. Las drogas se habían probado inútiles, sólo yacía en su cama agonizando por el simple hecho de estar con vida. Aterradoramente, era eso mismo su mal: estar con vida. Lo bañaban, lo vestían, lo alimentaban en la boca, y le proveían somníferos, que seguramente regalaban esa dulce interrupción en la conciencia que hacía codiciar más y más la definitiva. Pero lo cierto fue que se había vuelto tan pasivo, que no latía siquiera el peligro de que intentara terminar todo por sí mismo. Y quedó confuso entender qué se hizo de tío Miguel, vegetó largos años en el neuropsiquiátrico, y después se perdió registro.

¿Pero por qué hablar de tío Miguel? Inexorablemente, el virus de tío Miguel corría en silencio por la familia, y sin excepción, existía, pero latente, en mí. Había días que consideraba casi con jocosidad asomar un ojo a ese abismo límpido y feroz. Más profundo incluso que la locura. Creo, sin ver siquiera, sabía que asomaba a algo tan extremo, tan sin retorno, que no podía sino construir un dique a todo aquello. Porque, ¿qué cosa más sensata que huir de ese precipicio podía hacer alguien que, aunque a medias, estaba con vida? Alguno de la familia concluyó sardónicamente: “El problemita de Miguel es que pensó demasiado.”  Y lo digo sin rodeos: en el fondo toda la familia, incluido yo, sentía vergüenza y hasta un poco de asco de Miguel, como lo hace la manada con la cría que nace fallida, como lo hace la misma vida con todo lo que no nace para subsistir.

Dejando sentado todo esto, puedo adelantar que las páginas que siguen son hechos y poco más que eso. La sensación que le corresponde a cada acontecimiento es apenas un comentario a pie de página, que escribo por mantener cierta fórmula. Nunca entendí del todo esos libros con relatos inconducentes, que sirven de excusa para abrir el mundo interior del narrador. Esa subjetividad, esa falta de compromiso con los hechos, me agobia y me da cansancio. No veo el objeto de remitir a ello. Mi historia es terriblemente objetiva. Para ser más preciso, mi propia existencia transcurrió terriblemente objetiva desde el momento mismo donde el relato despega, cuando abro la puerta de la “Habitación 101”, y todo se precipita en perfecta línea recta, como por un tobogán. No hubo lugar para tomar otra perspectiva. Tener otro panorama. No hubo lugar, para saber qué sentimiento. Donde debía haber uno, era un espacio en blanco. Era un espacio en blanco. Me refiero a mirar como fotos viejas cada episodio, incluso yendo atrás, atrás hasta la niñez, y no reconocer qué latía debajo. Hablo de lo que debe existir: amor, odio, orgullo, una fe, un sueño, una vocación... un instinto propio, acaso. El único mundo inteligible era el de la percepción. No fue casual que durante mis ensueños infantiles me transfiguraba en un pequeño pez. La percepción era como un mar donde primero había sido invitado, y llegada la edad adulta comencé a ahogarme. Mis percepciones, me refiero principalmente a la mirada, el tacto y las consecuencias enfermizas que provocaban en mi organismo, durante casi treinta años no me dejaron espacio para sentir lo esperable. Durante todo ese tiempo la rutina escolar, la familia o el trabajo, hacían un vía crucis de mi cuerpo. Y yo me mantenía inmóvil, sin pedir ayuda, ni quejarme. Sonámbulo. Cómo si se tuviera un ojo distinto, la necesidad de entender el otro lado, para articular una sola cosa de este.

Un cumpleaños entre los diez y los doce era pararse frente a las velitas un poco abstraído y con los ojos cerrados decir: “Quiero que me cuenten dónde empezaron las cosas. Quiero que me cuenten dónde terminan. Eso solo”. Dejando aclarado eso -creía- se podía sentir lo esperable. Quizá los momentos anteriores y posteriores eran consecuencia lógica de esa frustración. El inevitable olvido de sí. Ahí veo los retazos de Miguel en mí, sin siquiera adentrarme en sus aguas, como si la condena se cumpliese, pero sólo en los bordes.

Así se despertó el miedo indecible a todo lo que vive sin el remordimiento, sin la incertidumbre. Quizá aquel que existe sin preguntar por qué, aquel que actúa siguiendo un pulso propio, se aproxime al animal más perfecto. Es por eso que en ciertas noches de ojos bien abiertos, la figura de mamá pasaba como una insignia de derrota. Yo temía a mamá. Y temía a todo el mundo.

Pero… ¿hubo dolor? ¿Había dolor? Eso no tiene forma de probarse. Más allá de la experiencia nadie puede indagar que grita bajo la piel. Doler no era excepción. No veía nada especial en doler o desgarrarse. Porque la historia –esta historia y cualquier otra- es una sucesión de hechos. Cómo continuarla si uno se detiene en la anécdota: ¿qué duele? ¿qué busco? o ¿qué amo? Es ridícula la noción de que alguien que nunca haya tenido amor, por decir algo, tenga depositada esa nostalgia en un agujero interior con la forma del ser amado.

Entonces, más palpable aún que esos sentimientos, estaban el miedo, y también cierta envidia, pero bien embozada. Ahí, bajo el ritual de lo cotidiano. Envidia al hombre que se mueve como el animal perfecto, y por sobre todo miedo, mucho miedo. ¿De qué hubiere algo de eso en mí? No, yo no, pensaba sacudiéndome un poco, rechazando. Yo nunca había comprendido –sentido- una sola verdad del cuerpo. El plato de comida hubiese estado siempre ante mí antes de saber qué era el apetito. ¿Alguna vez había tenido un apetito? ¿Si tuviera uno, me hubiera animado a morder carne sangrante y cruda?

En alguna parte perdida de sus diarios, Kafka apuntó: “No es bueno vivir con los padres.” Y no había nada revelador en esa reflexión, en absoluto. Era, sin embargo, un pronóstico, venía a documentar un destino trágico. Esa sombra tendía un puente entre Kafka y yo. Una comunicación lejana.

A veces mientras viajaba en colectivo miraba con terror los grandes edificios, y más lejos, los grandes barcos. Me parecían monstruosos y me molestaban, porque sobre ellos había como clavada una bandera de Robinson. Flameante, orgullosa. Sobre ellos, había un hombre, apenas un tipo de hombre –el animal más perfecto- que había hecho de una idea suya un edificio grande, un barco grande. Seguro era ese tipo de hombres el que, sin proponérselo, durante un paseo familiar, se sorprendería a sí mismo con la súbita visión de alguna de sus obras, pensando: “Acá soy. Esto prueba que existo.” No, definitivamente no es lo mismo que desgañitarse detrás de una materia verbal errante. Siendo la mano invisible sobre un expediente, que es, nada más que una deriva. Algo que transita sin rumbo, que prescribe y se archiva y se humedece en un sótano. Algo que deja de ser cada día y sin que nadie sepa. En algún lado Freud dijo: “La escritura es el lenguaje del ausente.” Y entonces, yo reforcé la teoría de que mi deseo por la escritura se reducía a eso exactamente. Me sabía nada especial, como escribiente, y tenía, sin embargo, un talento para desaparecer. Pero al mismo tiempo, creía que incluso el hombre que siguió un pulso propio, hasta alcanzar las conquistas verdaderas, las materiales, en alguno momento, o el momento antes, justo antes de morir, cayendo en cuenta del vacío, la incompletitud intrínseca, sollozaba un poco y murmuraba: “Rosebud.” Fatalmente traicionaba a su animal perfecto.

Yo en cambio poseí mi Rosebud. Lo poseí y lo comí y lo bebí, como algo de cada día, un trozo de pan, un vaso con agua. Ir solo hasta el fondo. Irse corriendo, imperceptible, gradualmente, de cada plano, perderse de cualquier mirada. Y con esto digo: ubicarse atrás, cada vez más, en las fotos familiares, esconderse un poco y otro poco, y poco a poco perderse de familia, amigos, conocidos, perderse de sí. Silenciar la última voz, dejar que se apague, como cirio. Ser el escribiente del Juzgado. Desaparecer. Rosebud.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

AVE MEMORI

 

 

I.

 

Un hombre que se despierta a las cuatro de la mañana, bajo la lluvia, el rostro sobre el pasto mojado de una plaza pública sin saber cómo llegó a ese lugar, recurre a la billetera, primero para saber si su dinero está aún ahí, luego para recordar a través de un plástico su propio nombre, se arrastra por el suelo con el sentimiento corporal de haber sido ultrajado, pero sin recordar los pormenores de la violencia que lo llevó a ese estado, mira la noche oscura, el cielo lluvioso que le escupe la cara y maldice: maldice al dios que lo volvió a la vida, se queja de haber sido condenado por su dios a olvidarlo todo, en cada trago de wisky, en cada inhalación de humo, en cada zona de su cuerpo violentado,  un sabor rancio inunda su garganta y escupe su pesada bilis para aliviarse. Mientras se reincorpora se queja, le reclama a su creador haber apagado casi todos sus recuerdos, la frase correcta sería: “Tiene que haber memoria”

(Pero su lengua entumecida aún no puede articularla)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II.

 

Keiko Hashimoto, una famosa bailarina japonesa llega al juzgado asfixiada por los trámites burocráticos a los que debe someterse para poder presentar su obra. Algo preocupada, afligida por el estado actual de las cosas, ingresa a la Sala de Audiencias con una valija. Me habla en castellano dificultoso de su obra artística como de una supuesta misión. Refiere que su arte, la Danza Butoh conecta con oriente, con una memoria ancestral en el gesto y el movimiento. El Arte Butoh da una imagen poética de la catástrofe, de la desaparición. Su texto se enfrenta al problema la identidad, advierte que el ser humano está condenado a olvidar. Propensos a repetir el horror si no ejercita la memoria, si no hace de ella su propio arte marcial. Me revela toda su misión mientras le hago llenar formularios: En una suerte de pase mágico le devuelve su identidad a un miembro del Juzgado. Finalmente, habla de ella misma, del mal que lleva en su cuerpo a partir de la catástrofe de Kioto. DE su rostro blanco, atemporal, brota una lágrima, me extiendo a darle Kleenex y lloro un poco también. Insiste en decir la frase en perfecto castellano: Hace apenas una semana que aprendió sus primeras palabras en español, pero esa frase resuena en su imperfecto castellano:

 

Tene que ver me…

Ave me morí… Ave memoria

Tene que habe memori-a

 

 

 

 

 

 

 

III.

 

El ser humano, criatura mitológica que resurge una y otra vez de sus propias muertes. Guerras, dictaduras, desastres nucleares, o la simple violencia cotidiana en la calle, en los hogares suburbanos, desidias varias… sus propias muertes. El ser humano conoce vagamente su pasado, que es lo mismo que decir: desconoce ampliamente su propio camino a las muertes, pero elige compararse con el Ave Fénix. Se exalta reconociéndose en ese renacer, como si fuera un don divino inagotable, que no exige ningún esfuerzo. No le otorga nada a cambio a la divinidad, se contenta con ser su propia metáfora luminosa, sin reflexionar sobre los actos suicidas a la que se arrastra, día tras día, siglo tras siglo.

Una metáfora trillada: se exalta la vida por la vida misma. Se glorifica la habilidad de reencarnar una y otra vez sin los recuerdos. Sin memoria nunca tenemos la sabiduría para evitar esos pasos que nos llevan a la muerte abrupta, violenta, colectiva, injusta, sin sentido.

Ave Memori tiene como misión el recuerdo, y sin decirlo, se pregunta: “¿Por qué es tan fantástico el Ave Fénix? ¿Qué hay de luminoso en ese renacimiento? Si el ave no puede conservar con ella, en cada nueva vida la memoria de su muerte, más del recuerdo de las llamas. Los motivos del fuego, la diagramación de su holocausto. Para ver un nuevo amanecer, un horizonte esperanzador debe haber recuerdo, como aprendizaje del horror, como subsanación del error…

Tiene que haber memoria.

 

 

 

 

 

 


 

 

 


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