lunes, 17 de diciembre de 2007
domingo 16, 18 hs.: a la zona... con las minas
jueves, 6 de diciembre de 2007
EL BROTE
De madrugada asomó el primer brote:
llovía, y al acercarse a contar
-dos hojas, ¿tres hojas?-
el tallo la contempló y esbozó una sonrisa lívida
desde el zócalo. Vio espinas, bajo relámpagos,
sedientas como pequeñas dentaduras
y en sus huesos sintió un rechinar enfermo, que por horas
la mantuvo inmóvil, perdiendo y recuperando la visión
del minúsculo primer retoño.
A pesar de su presencia leve
-en el zócalo, en el cuarto-
evaluó cada posible peligro. ¿Tuvo miedo?
o, a falta de sensación más fuerte, no evitó
ir a la raíz, descubrir
que había germinado en su propia ausencia
de lugar y tiempo, y era sólo eso:
dentro del aire, reverberante y frío,
una fuerza invisible, más profunda que el silencio.
Se rindió, de rodillas, intentó un corte con tijeras
pero en su palma la traquea rasgada, aguda
le exigía crecer, y ella
que nunca había visto algo
crecer, buscó la objeción,
giró, se perdió en la blancura ascéptica
-pared, pared, pared, pared- y más allá,
el espejo, que le pedía un poco de sangre.
Entonces volvió a la cama, abrazó la almohada,
y se dejo acceder, hasta ser ella misma
la grieta más honda del dormitorio.
Primero sintió puntadas súbitas
como de un solo dedo pálido
luego el brote circulaba en un torrente
hasta sus cimientos -afuera y adentro-.
Todo alrededor florecía, verde y afiebrado.
Toda la noche, fue ella
verde y afiebrada. Por la mañana,
amaneció entre médulas, luchando por un respiro
se deshizo de la maraña
que había invadido las cavernas de su nariz y sus orejas
y contempló:
toda su habitación era una selva fósil
el esqueleto vegetal negaba el aire en cada dirección.
Con las uñas extrajo oxígeno de los pliegues
y una brizna de sol se deslizó por la enramada
desmalezó, barrió, embolsó
borró hasta el último residuo, hizo el desayuno
en la ducha fregó su piel
en la oficina, hizo llamados, selló formularios, fumó, bebió café
como si esas intoxicaciones pudieran infectar la raíz
o si quiera retardar un próximo crecimiento.
Mientras redactaba correspondencia
reponía -sin querer- puntos de contacto
entre El Auge y La Caída. A hurtadillas
miraba el piso:
en platos playos matas muertas, en macetas
tierra, hojas, flores secas
bajo el escritorio se extendían yemas dulces
infectando el teclado, abriendo botones
ingresaban a la ropa por la fisura
preparaban para el latente fruto
un venenoso ascenso.
llovía, y al acercarse a contar
-dos hojas, ¿tres hojas?-
el tallo la contempló y esbozó una sonrisa lívida
desde el zócalo. Vio espinas, bajo relámpagos,
sedientas como pequeñas dentaduras
y en sus huesos sintió un rechinar enfermo, que por horas
la mantuvo inmóvil, perdiendo y recuperando la visión
del minúsculo primer retoño.
A pesar de su presencia leve
-en el zócalo, en el cuarto-
evaluó cada posible peligro. ¿Tuvo miedo?
o, a falta de sensación más fuerte, no evitó
ir a la raíz, descubrir
que había germinado en su propia ausencia
de lugar y tiempo, y era sólo eso:
dentro del aire, reverberante y frío,
una fuerza invisible, más profunda que el silencio.
Se rindió, de rodillas, intentó un corte con tijeras
pero en su palma la traquea rasgada, aguda
le exigía crecer, y ella
que nunca había visto algo
crecer, buscó la objeción,
giró, se perdió en la blancura ascéptica
-pared, pared, pared, pared- y más allá,
el espejo, que le pedía un poco de sangre.
Entonces volvió a la cama, abrazó la almohada,
y se dejo acceder, hasta ser ella misma
la grieta más honda del dormitorio.
Primero sintió puntadas súbitas
como de un solo dedo pálido
luego el brote circulaba en un torrente
hasta sus cimientos -afuera y adentro-.
Todo alrededor florecía, verde y afiebrado.
Toda la noche, fue ella
verde y afiebrada. Por la mañana,
amaneció entre médulas, luchando por un respiro
se deshizo de la maraña
que había invadido las cavernas de su nariz y sus orejas
y contempló:
toda su habitación era una selva fósil
el esqueleto vegetal negaba el aire en cada dirección.
Con las uñas extrajo oxígeno de los pliegues
y una brizna de sol se deslizó por la enramada
desmalezó, barrió, embolsó
borró hasta el último residuo, hizo el desayuno
en la ducha fregó su piel
en la oficina, hizo llamados, selló formularios, fumó, bebió café
como si esas intoxicaciones pudieran infectar la raíz
o si quiera retardar un próximo crecimiento.
Mientras redactaba correspondencia
reponía -sin querer- puntos de contacto
entre El Auge y La Caída. A hurtadillas
miraba el piso:
en platos playos matas muertas, en macetas
tierra, hojas, flores secas
bajo el escritorio se extendían yemas dulces
infectando el teclado, abriendo botones
ingresaban a la ropa por la fisura
preparaban para el latente fruto
un venenoso ascenso.
de GRACIA LAZARUS,
poemario en proceso
sábado, 24 de noviembre de 2007
COFRADÍA
Donde el miedo confunde sus huesos
como si crujir los transfigurara en ramas
de un mismo árbol seco.
El único en el campo abierto de la noche.
Cerca de ahí, respira la amenaza, por detrás
y a cada lado: el peligro no tiene forma exacta,
merodea, abriendo fauces más profundas que la oscuridad
y que en ella se evaporan.
Parte un rayo de la tierra
cortando el aire escala el cielo
hasta abrirse como una gran violeta.
El llamado los convoca hacia el halo de las linternas.
Agitando sus garras, en ausencia de sus voces
el clan grita “es acá”.
Sólo uno recibe el destello en el tórax
pero la fusión del metal con la carne
cava un abismo donde uno a uno van cayendo
como tablas de dominó.
Luego se levantan, huyen. Lo dejan sólo.
Cuando los cazadores se cierran en ronda
del brillo de sus miradas germinan estrellas
y hasta de algunos brotan lágrimas
que no lo tocan.
Mientras lo atan y colectan en un saco
alguien señala: “es extraño como la vida los consume
teniendo la oportunidad de ser bestias
se vuelven tan indefensos”.
Al ser tomado, perdiendo un coágulo,
piensa “me encontraron, sin haberme manifestado”
y mientras su latido se disuelve, examina
su breve pasado en las cavernas
donde aprendía a morir tiernamente.
Al caer en el fondo del costal
enseña las cavidades donde
podrían haber nacido los colmillos.
Quiere protestar
mientras cae en la última madriguera del sueño,
como quien entra para escapar de un grave error.
como si crujir los transfigurara en ramas
de un mismo árbol seco.
El único en el campo abierto de la noche.
Cerca de ahí, respira la amenaza, por detrás
y a cada lado: el peligro no tiene forma exacta,
merodea, abriendo fauces más profundas que la oscuridad
y que en ella se evaporan.
Parte un rayo de la tierra
cortando el aire escala el cielo
hasta abrirse como una gran violeta.
El llamado los convoca hacia el halo de las linternas.
Agitando sus garras, en ausencia de sus voces
el clan grita “es acá”.
Sólo uno recibe el destello en el tórax
pero la fusión del metal con la carne
cava un abismo donde uno a uno van cayendo
como tablas de dominó.
Luego se levantan, huyen. Lo dejan sólo.
Cuando los cazadores se cierran en ronda
del brillo de sus miradas germinan estrellas
y hasta de algunos brotan lágrimas
que no lo tocan.
Mientras lo atan y colectan en un saco
alguien señala: “es extraño como la vida los consume
teniendo la oportunidad de ser bestias
se vuelven tan indefensos”.
Al ser tomado, perdiendo un coágulo,
piensa “me encontraron, sin haberme manifestado”
y mientras su latido se disuelve, examina
su breve pasado en las cavernas
donde aprendía a morir tiernamente.
Al caer en el fondo del costal
enseña las cavidades donde
podrían haber nacido los colmillos.
Quiere protestar
mientras cae en la última madriguera del sueño,
como quien entra para escapar de un grave error.
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