"Silencio, hospital" (sobre Hospital Samsara)
por Juan Lázaro Rearte
por Juan Lázaro Rearte
“El resto es silencio” son las últimas
palabras de Hamlet a Horacio, en la escena 10 del acto V de la tragedia de
Shakespeare. Esa sentencia terriblemente lúcida, separa con un telón de luz
enceguecedora la tragedia histórica de la modernidad y abre un camino incierto
y desolador: ni el mito ni la tradición pueden restablecer ya la armonía de las
esferas. A la hora de contemplar la rápida degradación de la época de las apariencias,
aquellas palabras resuenan con especial saña. ¿Cómo se puede hablar del
silencio? ¿Cómo se vuelve significado? Hamlet, tensando ideas y palabras en la
expresión logra referir su nueva y definitiva condición de despojo. El corazón
de esa tragedia es una membrana que rítmicamente nos recuerda que el futuro es
silencio. En una época miserable, de rendición y repliegue ante la autoritaria
hegemonía de la mercado-política, de proliferación de signos evanescentes, el
recuerdo de la materia y de su límite, el silencio, es una advertencia de la
condición de ruina que está in nuce
en cualquier producción cultural. Todo lo que quiera prevalecer tendrá que,
igualmente, hundirse.
Hospital Samsara es una caja de comprimidos políticos, si se entiende, como me gustaría, este
apego al materialismo como una profesión de fe de su autor. Cada texto parece
advertir contra qué se dirige al establecer la continuidad entre desaparición y
borramiento, anulación de la existencia. Este hospital, como institución pública
que debía garantizar, de la mano del Doctor Atanasio Pernath, la higiene social
y la sanidad de los cuerpos, es, en la cartografía y en la historia, un punto
móvil, indeterminado, vacilante, situado en algún lugar de una Buenos Aires que
pudo haber implosionado. Se trata de una institución fantasma cuya función quedó
vacante frente a un Estado que renunció a sus obligaciones. Sin embargo, el
hospital, como en cierta medida la escuela, no puede desaparecer, se desdibuja,
se vuelve fantasmal y frente al diagnóstico de la realidad, la literatura
ofrece su reverso, un plano misterioso, cargado de sentido, en el que –a
contramano de los actos de lo que haría un narrador ilusionista- se presenta
una lógica propia, las vísceras de la institución. El libro de Müllner tiene el
gran mérito de traspasar la superficie que se presenta como proliferación de
fragmentos y ruinas, y que en su lectura conjunta ofrece una conformación plena,
de un gravitante sentido político.
El sentido político consiste en la
focalización de la huella, de la ausencia, de lo que fue borrado. El hospital
pudo en efecto ser abandonado (“excluido del plan de salud pública de la
Ciudad”, 9), pero al llevar adelante una inspección de lo que queda, es posible
levantar con sentido nuevo y cohesionado lo que se creía perdido para que se
restaure en un nuevo ciclo. La unidad de los microrrelatos, un conjunto de
postales seguido de “Terapias alternativas”, de consejos para evitar accidentes
caseros y de otras misceláneas, se da por la consistencia de la narración. En
efecto, Müllner no cae en la pereza del narrador posmoderno dedicado a la
creación de efectos y de meras complicidades con su lector, en cambio conduce
con seguridad el recorrido por el atribulado terreno de hombres, mujeres y
niños que viven o vivieron (cuando se trata de suicidados (13) o de occisos
ordinarios (24)) en estado de espera. En este trayecto, la arcaica función
terapéutica de la literatura tiene tanto de humor como de ironía. El diálogo
con tradiciones literarias como Alicia, de Carroll, o Samsa, de Kafka, o con
motivos del Romanticismo, como el doble o los cuentos de hadas, o bien con la
cultura de masas, en particular el cine, la música pop o los mitos populares,
restablecen el lugar activo, vital de la literatura.
Patios internos, pasillos abandonados,
mobiliarios arrumbados, pabellones fantasmas, salas de emergencias son
atravesados por una variada y somnolienta población de profesionales de la
medicina y de la fe. Mancomunados en el interés de prestar auxilio a los
internados se complementan en una eterna continuidad que se contrapone al
tiempo de la producción. Mientras en el capitalismo el funcionamiento de la
máquina se debe al minucioso complemento de engranajes para lograr trasformar
la materia prima en un producto acabado, el trabajo sobre el cuerpo para
mantenerlo en funcionamiento es aquí la única finalidad, faena alucinante y sin
descanso, más allá de que “como en todo edificio público hay una división
tajante del trabajo” (65). Aquí, por medio de cuestionables estrategias para
“tener a raya a (niños) maleducados” (19), castigos, milagros, drogas y
extrañas cirugías (cuando no mutilaciones (25)), los cuerpos tienen que cumplir
la condena de mantenerse en circulación, de volver “al mundo de las formas”
(45). Incluso la sala de autopsias es un recinto donde los muertos revelan “los
últimos secretos del ser humano” (36). Entre el silencio y el grito, Hospital Samsara es un reducto del lenguaje dirigido contra su época.
Juan Lázaro Rearte
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